Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Las prisas buenas y malas

29 de enero de 2006


Publicado: BOA 2006, 29.


No hace muchos días he vuelto de dedicar unas jornadas sencillamente a rezar con tranquilidad, sin prisas. Han sido días de ejercicios espirituales, días llenos, dedicados a Dios, a buscar su luz y su ayuda que fortalece. La vida de obispo, de un sacerdote, de un religioso/a, o la vida de los fieles laicos cristianos no es siempre, sin embargo, un tiempo semejante al que he descrito anteriormente. Es verdad que apreciamos mucho a las hermanas de vida contemplativa, a las monjas de clausura, y su vida nos parece una gran riqueza para la Iglesia, y las necesitamos en nuestra Diócesis.

Pero nuestra vida actual, también la de todos los fieles cristianos, es más comparable con una autopista, donde todos corren y pugnan por adelantar a otros. Y no es que no recemos o no sepamos que la gracia y la paz vienen del Señor, pero sin duda que hoy en la vida cristiana hay trabajo en abundancia para quien quiera comprometerse, que nos hace espabilarnos, y que tal vez se nos olvida que también hay que detenerse y orar con más profundidad y profusión. Si queremos expresarlo de otro modo, debe haber para nosotros también tiempo para ir despacio, aunque haya que ir también deprisa. Debe haber a la vez pausa y rapidez.

Y es que hay prisas malsanas, como las de la hija de Herodías que «entrando aprisa adonde el rey, le dijo: Quiero que inmediatamente me des la cabeza de Juan Bautista...» (Mc 6,25); o prisas semejantes a las de aquellos que nos invitan hoy a correr con ellos al mismo torrente de desenfreno (cf. 1 Ped 4,4), al frenesí o al desquiciamiento que tantas veces vemos en nuestra sociedad. Tal vez el mal no sabe esperar. ¿Hay prisas buenas? Sí, las hay. ¿No ordena el padre apresurado, cuando llega el hijo pródigo: «¡Rápido!, sacad la mejor túnica...»? (Lc 15,22). ¿No pone Jesús en boca del padre, ante las excusas de los descorteses invitados a la boda de su hijo, esas expresivas palabras: «¡Sal rápidamente!, y haz entrar a los pobres, lisiados, cojos y ciegos...»? (Lc 14,21).

El mismo Jesús tiene prisas buenas: quiere que la misión que el Padre le confió se cumpla pronto. Los discípulos se extrañaban de que tuviera tanta prisa en subir a Jerusalén, a su pasión, y hasta Él mismo apresura a Judas, el traidor, diciéndole: «Lo que vas a hacer, hazlo rápido» (Jn 13,27). Esa prisa de Jesús, Él la contagió a su Madre, pues nos dice san Lucas que «marchó aprisa a la región de Judea»; también a María de Betania, que estando quieta en casa, cuando supo que la llamaba Jesús, se levantó y «fue corriendo a su encuentro» (cf. Jn 11,29).

Hay, pues, que ser lentos para lo malo y no serlo para lo bueno. Tenemos que aprender a ir deprisa a estar con Jesús, a ir a su encuentro; no debemos llegar tarde, por ejemplo, a la Eucaristía dominical, y hemos de ser diligentes, rápidos para escuchar, remisos para hablar y lentos para la ira (cf. Sant 1,19). Hay prisas buenas y prisas malas. Prisas de Dios y prisas de los hombres. Prisas para atender a los pobres y para amar a los demás, para unirnos en busca del bien común. Como hay prisas para la calumnia, la maledicencia e incluso para la guerra como modo de acabar un conflicto.

Os invito a las buenas prisas, que no producen estrés: prisas para reconciliarnos, para buscar la paz y la alegría. También prisas para invocar al Señor. No en vano decimos en el Salmo 70,2: «¡Señor, date prisa en socorrerme!».

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid