Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La misericordia de Dios

12 de marzo de 2006


Publicado: BOA 2006, 116.


Estamos llegando al segundo domingo de Cuaresma. Es bueno, por ello, hacerse una pregunta: ¿Cómo hemos acogido el anuncio de Jesús que nos urgía a volvernos a Dios y a creer en el Evangelio, ya que el tiempo se ha cumplido y es momento de gracia y conversión? Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó en María Virgen para «salvar a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21) y abrirnos el camino de la salvación. Uno lee el Evangelio y se encuentra con esa manera tan expresiva de indicar Juan Bautista a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Me sorprende, por ello, que siendo la salvación redención del pecado como impedimento para la amistad con Dios y el prójimo, encontremos tanta dificultad para confesar personalmente nuestros pecados en el sacramento de la Reconciliación, y salir así de esa situación en que nos encontramos porque hemos cedido a la tentación del Maligno y hemos perdido nuestra libertad de hijos de Dios. Seamos, pues, perspicaces y veamos cómo la misión que Cristo ha confiado a los Apóstoles es el anuncio del Reino de Dios y la predicación del Evangelio, pero con vistas a la conversión. La tarde del mismo día de su Resurrección, cuando va a comenzar su misión, Jesús da a los Apóstoles, por la fuerza del Espíritu Santo, el poder de reconciliar con Dios y con la Iglesia a los pecadores arrepentidos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados...» (Jn 20,22-23).

Y ésa ha sido la práctica de la Iglesia: realizar el “ministerio de la reconciliación”, una buena ecología del espíritu que hace más respirable nuestro ambiente, más humano y más optimista. Entonces, ¿por qué cuesta tanto hoy confesar los pecados y, arrepentidos, recibir el perdón que dé fuerzas para comenzar de nuevo? Son muchas las causas. Digamos algunas: hemos inventado un mundo donde nadie es responsable de su conducta; creemos también que hoy no es posible la confesión individual e íntegra como el único modo ordinario por el que el fiel, que está en pecado, se reconcilie con Dios y con la Iglesia; no damos tampoco los confesores facilidades para la confesión de los fieles; nos hemos inventado la llamada “absolución colectiva”, que es un verdadero despropósito.

Y es que está en la estructura antropológica y teológica de la realidad “conversión-penitencia” el elemento de la confesión personal. Claro: forma parte de la esencia de los sacramentos el hecho de que cada uno de ellos puede ser conferido personalmente, es decir, a tal persona determinada y jamás a un grupo en cuanto tal. Así, no es posible bautizar simultáneamente por medio de una inmersión o aspersión común a una gran cantidad de gente. El sacramento se realiza en el diálogo personal de salvación en el que el “yo” de Cristo y el “tú” del hombre se encuentran en la comunión de la Iglesia.

¿No sería un disparate y un gran abuso distribuir la sagrada comunión no de manera personal y ofrecerla como se fuera un self-service? Lo mismo ocurriría en una confesión no personal, salvo en los casos excepcionales que contempla la Iglesia. Ciertamente se pueden y deben buscar formas más adaptadas a la celebración del sacramento. Pero refugiarse en la absolución general, además de no ser algo válido, va contra el personalismo cristiano de la salvación.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid