Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La dulce y confortadora
alegría de evangelizar

19 de marzo de 2006


Publicado: BOA 2006, 118.


¿Qué es lo que más importa en estos momentos cuando tenemos delante el Día del Seminario? ¿Acaso asegurar que se tenga en todas las parroquias e iglesias una pingüe colecta especial? Que se tenga, sí, pero no está ahí la mayor importancia. ¿Hacer alguna alusión genérica a los fieles en la celebración de la Eucaristía dominical, hablando del Seminario y de su importancia, pero sin gran convencimiento, porque toca? Sería penoso. ¿Hablar de lo mal que está nuestra sociedad, para lo cual pedimos al Señor sacerdotes que hagan lo que los fieles laicos tienen que hacer: vivir la fe con coherencia y evangelizar esta sociedad? Tampoco.

¿Qué hacer, pues, hermanos? Tener muy dentro que «el deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las familias, que llenas de espíritu de fe, de caridad y piedad, son como el primer seminario, y las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes» (Optatam Totius, 2).

Ayudan a esto los buenos educadores en la escuela pública y en la de iniciativa privada. ¡Cuántos años hace que no llegan al Seminario vocaciones de los colegios de la Iglesia, cuando los chicos acaban el bachillerato o la E. S. O.! Ayudan a esto los buenos catequistas que muestran la riqueza de la vida cristiana y que se puede vivir en tantas vocaciones, entre las que destaca la vocación al sacerdocio ministerial. Ayudan a esto las contemplativas y los miembros de la vida consagrada, que, viviendo su consagración a Cristo con vigor, apoyan con su oración y ejemplo posibles vocaciones al sacerdocio.

Ayudan a esto los fieles laicos que viven su fe y compromiso en los grupos y movimientos apostólicos y muestran con la audacia de su vida cómo necesitan del ministerio pastoral de los presbíteros en un momento como éste, donde los testigos deben encontrar fuerza y vigor en la gracia de la Eucaristía y la Penitencia y en la guía de los pastores que acogen y dan ánimos a los que se esfuerzan porque el Evangelio sea vida en nuestra sociedad. Ayudan a esto tantos hermanos mayores, enfermos que oran y ofrecen al Señor sus dificultades, para que Él suscite las vocaciones sacerdotales necesarias. Ayudan los que proponen la vocación a chavales y jóvenes concretos y lo hacen con convicción y sin complejos.

¿Y qué hacen el obispo y los curas? Ayudamos y muy mucho, siempre que nos desprendamos de rutinas, vagancias y perezas. ¿Qué pasión tenemos porque existan nuevas vocaciones? ¿Qué pasión tenemos por evangelizar? ¿Qué dedicación hay en nosotros a seguir y a acompañar los pasos de niños, adolescentes, jóvenes y no tan jóvenes y hacerles en libertad la propuesta de la vocación sacerdotal, porque pensamos que pueden ser curas? ¿Trabajamos algo en este campo de suscitar nuevas vocaciones?

Hay unas palabras de Pablo VI que me impresionan cada vez que las leo: «De los obstáculos que perduran en nuestro tiempo (para la evangelización), nos limitamos a citar la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y esperanza... Os exhortamos a alimentar siempre el fervor del espíritu... Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo... con un ímpetu que nada ni nadie sea capaz de extinguir» (Evangelii nuntiandi, 80).

Ciertamente estas palabras son aplicables a todos los cristianos, pero quiero yo aplicarlas ahora, en este contexto del Día del Seminario, a nosotros, pastores, pues en el fervor de nuestra vida, en la vivencia de nuestra vocación, es donde pueden ver en vivo adolescentes y jóvenes el valor que tiene ser cura hoy, hacerse cura por Cristo y por los demás. De nada sirve hacer propuestas desvaídas a los demás, si uno no está enamorado de lo que es, vive y hace. «Viviendo las bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 91). A veces las cosas grandes se realizan de modo sencillo y la sequía de vocaciones se soluciona con el agua de la fe bien utilizada.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid