Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Nuestra fiesta

16 de abril de 2006


Publicado: BOA 2006, 124.


Estamos en la alegría de la Pascua. ¡Cristo, el Señor, ha resucitado! Hemos visto que la piedra que tapaba la entrada de la tumba de Jesús ha sido robada. ¡Aleluya! ¿A quién buscas, María? ¿Al que vive con los muertos? No temas ni llores, ha resucitado el Señor. Es verdad.

Hoy le decimos a Jesucristo que es digno de ser alabado eternamente por nuestras voces y las de los ángeles. Él ha querido reconciliar la tierra con el cielo, al redimir al género humano con el precio de su sangre. Escribía yo a los miembros de una Cofradía que la Semana Santa es un momento privilegiado de vivir la fe católica personalmente y, como testigo de Jesucristo, comunicar a los cristianos que están alejados de la Iglesia el sentido profundo de esta fe. Es nuestra fiesta, es la fiesta diferente, puesto que hemos de transmitir lo que hemos recibido: «que el Mesías murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado; que el Mesías, al tercer día, fue resucitado, según las Escrituras, y que se dejó ver por Pedro y después por los Doce» (1Co 15,3-5).

Según suenan estas palabras, la muerte y la resurrección de Cristo no se pueden separar. Esa es una gran novedad. Justamente porque Jesús resucitó y vive, su muerte nos reconcilia hoy con el Padre y nos libra de la muerte para siempre. He ahí la gran noticia, porque sin la resurrección en el Domingo de Pascua, el Viernes Santo sólo sería muerte y no victoria, esto es, algo parecido a una tragedia.

Muchos “ilustrados”, en efecto, explican la Semana Santa y la gran cantidad de gente que congrega del siguiente modo: cuando hoy se movilizan las masas en los desfiles procesionales, la razón de ello hay que buscarla en que las procesiones juegan el mismo papel que en la antigüedad pagana tenían las tragedias griegas: descargar la tensión interior de la humanidad, de los hombres y mujeres con problemas.

Eso sencillamente es falso, por una razón muy sencilla: la victoria sobre la muerte que trae consigo la resurrección de Cristo no permite el desenlace de una tragedia griega, porque lo de Jesús no termina en muerte, sino en vida. La vida pujante y desbordante, que el Hombre Cristo Jesús recibió en la resurrección, llega a nosotros en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, sacramentos pascuales de la iniciación cristiana, que hoy renovamos. Es vida, enorme novedad que, vivida por nosotros, no pensamos que se ha quedado anticuada para los hombres y mujeres de hoy, sobre todo para los jóvenes, como dogmatizan tantos “doctores” en laicismo en estos días que nos ha tocado vivir.

Cristo ha aceptado por nosotros su muerte en la Cruz; por ello fue abierto aquel costado de su Cuerpo, atravesado por la lanza, y de él brotaron aquellos dos magníficos sacramentos: la sangre que nutre (Eucaristía) y el agua que da la vida (Bautismo). Sangre derramada para el perdón de los pecados, y agua que sirve igualmente de lavado y de bebida. Con ella se limpia la culpa original de los primeros padres y por ella se manifiesta la gracia de la reconciliación.

Nosotros recordamos hoy que fuimos, un día, regenerados y salvados por estos ríos que manan del costado de Cristo; y pedimos también por los que en la Pascua han sido tan recientemente iluminados en la nueva vida del Bautismo. Cantamos, pues, la gloria del Señor y nos felicitamos en tan gran ocasión. Feliz Pascua: paz y felicidad para todos.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid