Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta mensual

Recuperar el vigor de la Iglesia real

1 de mayo de 2006


Publicado: BOA 2006, 231.


Hagamos un ejercicio sencillo de observación de la vida cristiana de nuestras comunidades: la familia ya no es capaz de introducir a los niños en un mundo transformado por la presencia y la actuación de Dios; es decir, no transmite en general la fe. Lo normal es que los niños, los adolescentes y jóvenes adquieran una visión del mundo privada de referencias religiosas, en las que Dios, Jesucristo, la Iglesia, la vida eterna y las características de una vida cristiana son realidades de segundo orden, no necesarias, no plenamente reales; en otros casos, las referencias religiosas son decididamente inexistentes y hasta perjudiciales.

Esta debilidad cristiana de nuestras familias es consecuencia de muchas razones: la propia debilidad de fe de los padres o la no adaptabilidad a un mundo nuevo, pero sin olvidar una cultura dominante, fuertemente influyente y determinante, que actúa sobre niños y jóvenes en cuanto asoman la cabeza fuera del recinto de la vida familiar. Vivimos en un mundo no cristiano, de indiferencia religiosa, de desprecio de la fe. Nuestra sociedad, como no cree en Dios, cree en cualquier cosa: el bienestar, el dinero, en definitiva en uno mismo, cada uno es Dios para sí mismo. Y todos sometidos al consumismo paralizador.

Todos estos factores secularizadores han entrado en la misma Iglesia con la complicidad de nuestros propios errores. La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, gnóstica, casi como una pseudociencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha producido una gradual secularización de la salvación, razón por la cual se lucha ciertamente a favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la dimensión horizontal.

Lo urgente, sin duda, es intensificar el anuncio de la salvación de Dios, despertar el interés hacia la palabra de Dios, crear las condiciones para que surja la fe en las nuevas generaciones, superando la insignificancia cultural. Pero, ¿cómo hacerlo? El vigor espiritual de la Iglesia no se consigue sin comunidades —compuestas de personas concretas— entusiasmadas con Cristo, conscientes de su significación como Hijo de Dios, que se encarna para salvar a la humanidad entera y con el que yo puedo encontrarme en la Iglesia. Comunidades que cuenten con evangelizadores creíbles, gracias a un testimonio personal y comunitario de vida santa, atractiva.

Esto exige un proceso de clarificación personal en los cristianos y en los que nos les interesa serlo: que cada uno sepa lo que es y se sitúe en la verdad de lo que es. Pero necesariamente este proceso requerirá que nosotros, los católicos, seamos capaces de vivir con la conciencia de que somos una minoría significativa y creadora, capaces igualmente de desarrollar actitudes propias: claridad y libertad, unidad y colaboración, paciencia y humildad, amor y ofrecimiento de la fe, con deseo de atraer a muchos a la fe, no para pastelear.

Algunos puede ser que tengan miedo a este lenguaje, porque temen que el número de los cristianos disminuya. Olvidamos que Cristo quiere que los suyos, su Iglesia, sea «sal», «levadura», es decir, minoría que transforma. El que respondan muchos o pocos no es asunto nuestro, pero sí es nuestra obligación presentar el Evangelio completo, la vida cristiana en plenitud, sin perder el horizonte de la perfección, del juicio de Dios y de la vocación humana a la vida eterna.

¿Tiene esto algo que ver con pedir a los creyentes o a otras personas que admiran a la Iglesia que marquen la casilla de la Iglesia católica en la próxima declaración de la Renta? Miren ustedes: a pesar de las insidiosas opiniones de tantos que piensan lo contrario, esta Iglesia no tiene como objetivo exclusivo recaudar cuanto más mejor; pero mientras el sistema de ayudar a la propia Iglesia no sea cambiado por el Estado, sería estúpido para un católico que el dinero de esa casilla, que no volverá a ellos de ningún modo, fuera a parar a las arcas de Hacienda o de otras instituciones.

Los que quieren ser de verdad católicos coherentes saben que tenemos que anunciar el Evangelio en su integridad y, aunque este anuncio se hace gratuitamente, la acción de la Iglesia necesita también dinero, medios económicos. Muchos de estos medios van a una tarea de asistencia social encomiable de la Iglesia a favor de los más pobres; otros son necesarios para otros gastos pastorales y de sostenimiento de tantos templos. Pero no nos engañemos porque quieran engañarnos: ese dinero de la cruz que marca la casilla de la Iglesia católica es únicamente un tercio de lo que ésta gasta cada año y que viene de los fieles o de sus propios recursos por una buena administración.

Estamos viviendo un proceso de profunda purificación y transformación. Se derrumban muchas cosas construidas y mantenidas durante siglos. Apenas se ven los principios de otras nuevas construcciones. Pero están naciendo. Hay comunidades nuevas, jóvenes que viven su fe con entusiasmo y generosidad; renace en muchos sitios una religiosidad popular auténtica; los cristianos participan más profundamente en la Eucaristía, y existen por todas partes minorías vigorosas. No nos dé miedo el vernos pocos. El número no es lo decisivo. Lo decisivo es la autenticidad, el vigor, la plenitud de la vida de los cristianos. Atendamos de forma preferencial a la catequesis y la formación en la fe, celebremos la Eucaristía dominical dándole la importancia que le corresponde, favoreciendo la promoción espiritual y apostólica del laicado y cuidando especialmente las actitudes y los contenidos de nuestras actividades. El Señor hará lo demás, si encuentra en nosotros los colaboradores fieles que Él necesita.