Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Solemnidad de San Pedro Regalado 2006

13 de mayo de 2006


Publicado: BOA 2006, 245.


Valladolid sintió la necesidad de contar con un santo propio, nacido en la ciudad y patrono de ella. Lo encontró en fray Pedro de la Costanilla, que vino al mundo hacia el final del siglo XIV (1390). Pero el que nació de María la Regalada y de Pedro, como probablemente se llamó su padre, en la que hoy es calle Platerías no fue declarado beato hasta 1683; inmediatamente, pues, de la fecha de la canonización en 1746, la ciudad de Valladolid trabajó para que fuera nombrado su patrono; eso sí, por un plebiscito entusiasmado y con fiestas tan lucidas que quedarían grabadas en la memoria colectiva de los vallisoletanos por mucho tiempo. Fiesta hacemos también nosotros hoy, y es bueno que la vivamos como tal.

La santidad, por otro lado, es un fenómeno propiamente católico (romano y ortodoxo). Presupone la posibilidad para el ser humano de ser perfecto, como se lee en Mt 4,48. Pero, ¿qué es ser perfecto? Porque hombres y mujeres sabemos que somos imperfectos y que tenemos que morir: es ésta una conciencia que no nos abandona ni siquiera en los momentos de mayor exaltación por el éxito o por cualquiera otra causa. El venir de la nada y el volver a la nada, dentro de un breve paréntesis de vida, es una opinión común que tiene fundamento en la experiencia.

Para poder pensar en la perfección del hombre, en su santidad, es necesario creer en una vida diferente a la humana, una vida perfecta. Para los cristianos es la vida divina, la misma vida de Dios. Pero Dios no está en la profunda lejanía; según el Nuevo Testamento, Él ha decidido que el Verbo, su Hijo único, se hiciese hombre: de este modo, la divinidad participa en Cristo de la humanidad. Es el acontecimiento que los cristianos llamamos encarnación. Pero este acontecimiento ha generado otro: la posibilidad para el hombre y la mujer de llegar a ser hijos de Dios en el Hijo único, y para la vida humana de unirse y participar en la vida divina; un acontecimiento que preside el Espíritu de Dios, porque el ser humano, por sus propias fuerzas, no podría generar las potencialidades que la encarnación ha creado en su ser.

La santidad es precisamente la prueba de este movimiento de respuesta del hombre, por medio del Espíritu Santo, a la iniciativa divina de encarnarse. Este fenómeno fue formulado en una célebre definición que el gran san Ireneo de Lyon, ya en la segunda mitad del siglo II, supo expresar: «Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciese Dios».

Es cierto que Dios es diferente del ser humano: Dios es el Creador, el hombre criatura. Pero también hay continuidad entre Dios y el hombre, que acaban teniendo la misma vida: el hombre no sólo participa, uniéndose a Cristo por el Espíritu Santo, de la vida divina; también el Padre participa de la vida humana, porque no puede separarse del Hijo que, por el Espíritu Santo, se ha encarnado en la Virgen María. Lógicamente no creer en la santidad supone que se acepta que entre Dios y el hombre no existe una continuidad, que el ser humano no puede acoger en sí mismo la vida divina y se queda sólo en sus propias preocupaciones infrahumanas, que son las que han de solucionarse. Muchos son los que piensan de este modo.

No estoy inventando nada, pues hasta un chaval de 17 años, recientemente confirmado, afirmaba que «Dios no va a estar allí, ni aquí. Tienes que confiar en ti mismo y afrontar tus problemas. Por mucho que reces o vayas a misa no vas a ser más fuerte o vas a tener mejor día. Lo que te da confianza eres tú mismo, nadie más». Menos mal que añade: «Pero tal vez esta confirmación nos ayude a todos, ya que quiere decir que aceptamos a Jesús y creemos en él. Espero que se note».

San Pedro Regalado tenía conciencia de que había sido tocado por la gracia de Jesucristo, que se había encontrado con Él y que su vida era algo porque era una muestra de la vida del Señor en su persona. A él llega la onda expansiva de las reformas en monasterios y conventos de la época. Valladolid y su tierra se habían convertido en el siglo XV en el epicentro de estas reformas monásticas, encabezadas por las Claras de Tordesillas, por los rigurosos benedictinos que se acababan de establecer en la ciudad precisamente en el año del nacimiento del Regalado. No obstante, la más popular de estas reformas era la franciscana, alentada por fray Pedro de Villacreces, que había fundado, entre otros, el eremitorio reformado de La Aguilera.

Nuestro santo fue ganado muy pronto por el acreditado reformador que tenía métodos de reclutamiento para su proyecto, ya realidad, muy atractivos incluso para niños. Niño de 13 ó 14 era nuestro patrono cuando ingresó en La Aguilera, en el eremitorio Scala Coeli, donde profesó y fue allí fue ordenado sacerdote. Hacia 1415 fue trasladado como superior y encargado de la construcción de otro eremitorio, el de El Abrojo, a la vera del Duero a su paso por Laguna. Es interesante saber que en El Abrojo se entregó a una vida pastoral preciosa, a la caridad, a la santidad reformada, a una vida muy austera y de gran mortificación del cuerpo, propio de las reformas anteriores al Renacimiento.

Fue un santo sencillo, pero venerado en su tiempo, dedicado a mantener la observancia franciscana, libre de las relajaciones de los franciscanos no reformados. Pero san Pedro Regalado se dedicó a lo que hoy llamamos pastoral rural y a la ayuda de los necesitados, en aquellos tiempos de tanta pobreza y tantos pobres. Por su caridad, los primeros en acudir a él fueron las gentes sencillas del campo y de los alrededores.

¿Qué buscaban en él? Sin duda les atraía la fama de sus milagros que corrían de boca en boca. Dada su fama de santidad, parece que también Isabel La Católica acudió a venerar su cuerpo santo, tras su muerte, acaecida en la niñez de la Reina de Castilla. Ésta sí creía en la santidad y en la vida de Dios, que Cristo nos da y que salta hasta la vida eterna; al final del siglo XV, ella construyó el sepulcro noble que hoy se conserva en La Aguilera.

¿Qué nos dice este santo a nosotros, vallisoletanos, católicos un poco miedosos, del siglo XXI? El santo no es un superhombre; es hombre real, porque sigue a Cristo y, en consecuencia, al ideal por el que fue creado su corazón y del que está hecho su destino. «Aún viviendo en la carne —dice san Pablo—, yo vivo en la fe del Hijo de Dios». La santidad, en efecto, es el reflejo de la figura del único ser en el que la humanidad ha encontrado perfecto cumplimiento: Jesucristo.

Los santos «son los verdaderos portadores de luz en la historia, porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 40) . San Pedro Regalado, como todos los santos, sin embargo, es hombre que de modo muy agudo y dramático experimenta la fragilidad natural y la conciencia de pecado. Solamente la compañía del Hijo de Dios, que ha entrado en nuestra historia junto a «los que el Padre le ha confiado», pudo dar a la vida de nuestro patrono la capacidad de una realización adecuada a su destino. Y el amor a Cristo es su comportamiento más respetable y sorprendente. Y es que, en cierto sentido, lo que el santo desea no es la santidad como perfección, sino la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, ensimismamiento con Jesucristo. El encuentro con Jesucristo le da la certeza de una presencia cuya fuerza lo libera del mal y hace que su libertad sea capaz de hacer el bien.

Podemos pedirle a san Pedro Regalado muchas cosas para nuestra ciudad y para nuestra Diócesis. Podemos pedirle paz, trabajo, armonía, educación y buen gusto frente a tanta chabacanería, respeto y superación de las lacras del pasado, fraternidad, buen comportamiento ciudadano, cariño a nuestras cosas buenas y acogida de los que llegan hasta nosotros, amor a los pobres y cumplimiento de la justicia social, poco despilfarro y más autenticidad; podemos pedirle que entre nosotros el fin nunca justifique los medios, respeto a la vida y a toda vida.

Pero yo subrayaría en nuestra petición que el santo Regalado nos consiga vivir el misterio de comunión con Dios en Cristo, que nos enseñe a ver las cosas a través de un valor imprescindible, gracias al cual todos los juicios y decisiones humanas tienen su origen en una única medida: creer en Dios, contar con Él en nuestra existencia; esto no puede ser considerado un obstáculo para vivir la vida plenamente humana; más bien es lo que mejor ayuda a hacer bello nuestro tránsito por este mundo y a querer con el querer de Dios esta vida.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid