Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Anunciamos el don recibido

4 de junio de 2006


Publicado: BOA 2006, 240.


Pentecostés es nuestra fiesta, la fiesta de los que formamos la Iglesia, porque el don que es el Espíritu Santo, enviado por Cristo desde el Padre, nos ha alcanzado y nos ha llenado de alegría, sintiendo que a nosotros ha llegado la paz, pues hemos pasado de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. Los cristianos, injertados en Cristo e incorporados a la Iglesia por los sacramentos pascuales de iniciación, recibimos el don del Espíritu Santo. Él nos ayuda a vencer el miedo y nos impulsa a salir hasta los confines de la tierra para proclamar la salvación de Dios. Es Él el que nos ha hecho cambiar la vida, pues, inundados del gozo y la alegría del Resucitado, decimos con firmeza: Jesucristo vive y es el único Salvador del ser humano. No hay otro.

Esta es la dinámica de la vida cristiana: uno se siente querido, amado por Dios en su Hijo, engendrado a una nueva vida por el Espíritu en la Iglesia, y ese don no lo calla. Por eso evangelizar, hacer de apóstoles es nuestra dicha como Iglesia, nuestra identidad más profunda. ¿Así lo viven todos los que se dicen cristianos? Me temo que no: que un miedo absurdo nos atenace y seamos incapaces de crear generaciones de hombres y mujeres nuevos, que quieran ser testigos del amor de Dios, por su adhesión inquebrantable a Jesucristo y a su Iglesia, en las relaciones familiares y sociales. ¡Hay tantos desanimados y desilusionados ante la falta de frutos pastorales y ante el progreso constante de la indiferencia religiosa! Sí, y no podemos seguir viviendo en ese gran confusionismo doctrinal y vivencial; no podemos afirmar que creemos en Jesucristo y que luego esta fe no se traduzca en una vida nueva, en un comportamiento diferente del que dice no creer.

Se borra a veces de nuestro horizonte que un cristiano no actúa nunca en nombre propio, sino en nombre de Cristo y como hombres y mujeres de la Iglesia. ¿Cómo vamos, de lo contrario, a transmitir la fe católica? Si no está el Espíritu con sus dones, nada haremos. Seguiremos confundiendo apostolado con activismo, olvidando la intimidad con Jesucristo, el único Salvador. Siempre es preciso escuchar su voz. No será posible evangelizar sin un conocimiento profundo e intenso de Jesucristo, sin hacer nuestros sus sentimientos, sus actitudes y comportamiento. Por eso sucede a menudo que llamamos “evangelizar” a cualquier actividad o a cualquier compromiso sociopolítico. No, hermanos, «no hay verdadera evangelización mientras no se anuncie el nombre, la persona y el mensaje de Jesús de Nazaret» (Pablo VI). Nunca ha sido posible evangelizar sin dejarse evangelizar.

Jesucristo es el centro: es lo que nos dice el Espíritu Santo. Pero, ¿habrá que olvidar el amor a la Iglesia, la concreta, con sus pecados que son los nuestros, no la que muchas veces nos inventamos? No hay evangelizadores sin este amor concreto a la Iglesia. Y ésta no puede ser una Iglesia silenciosa, callada, escondida en las sacristías. Debemos mostrar una Iglesia humilde, valiente, fiel al encargo recibido del Señor y presente en la vida pública porque ella tiene la responsabilidad de mostrar a la humanidad el rostro sufriente y glorioso de Cristo, para que cada ser humano pueda acogerlo en su mente y en su corazón desde la total libertad. Una Iglesia que no se avergüence del Evangelio, en un mundo bueno creado por Dios, pero un mundo confuso, desesperanzado sin Jesucristo, al que no es posible conocer y amar si no se ama a la Iglesia. No podemos, por ello, llamar evangelización a cualquier actividad o a cualquier compromiso sociopolítico.

Pentecostés es recibir el Espíritu de los siete dones, es sentirse seguidor de Cristo en su Iglesia. Es terminar los días de Pascua con un horizonte amplio, no raquítico: el horizonte de la libertad de los hijos de Dios que nos ha mostrado Jesucristo y que nos llega por el Espíritu que se nos ha dado.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid