Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Vigilia de Pentecostés 2006

3 de junio de 2006


Publicado: BOA 2006, 248.


Desde el cielo, donde se ha sentado a la derecha del Padre, Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, nos envía al Espíritu que habitará para siempre en el corazón de los redimidos por Él. El Espíritu, como dice Jesús a los apóstoles, nos enseña toda la verdad sobre Dios, pero lo hace dándonos la Verdad que es el mismo Dios, interiorizando en nosotros la vida divina y haciendo posible que llamemos a Dios «Padre», y a su Hijo Jesucristo, «Señor». Ésta es la gracia que nos viene del Bautismo de fuego y de Espíritu que Jesús había anunciado a los suyos.

En realidad lo que llamamos vida espiritual no es otra cosa que dejar que el Espíritu, que tomó posesión de nosotros en nuestro Bautismo, nos posea totalmente, nos conduzca y nos guíe hacia la plenitud de la vida eterna. Aunque el día de nuestro Bautismo pasamos ya de la muerte a la vida, es preciso que ese paso se haga realidad en nuestra vida diaria. Y se realiza cuando dejamos que el Espíritu de Dios nos transforme cada vez más en Cristo, nos haga semejantes a él, hasta que aparezca en nosotros la imagen de Cristo en todo lo que somos y hacemos. Si nos dejamos llevar por el Espíritu de Dios como hijos suyos, abandonaremos para siempre las obras de la carne, y viviremos la vida del Resucitado.

En realidad, esto es el apostolado, el de los seglares y el de los sacerdotes y consagrados: dejar que brille en medio del mundo la vida que los cristianos llevamos dentro. Se trata, en primer lugar, de que Dios sea todo en nosotros, de que brille su gloria en la carne humana, en la existencia de los cristianos, para que los hombres puedan experimentar la belleza de la vida de Dios hecha realidad y verdad en los humanos. Ya decía san Juan Crisóstomo que, si viviéramos el Evangelio, los hombres no necesitarían la predicación de la Iglesia, porque toda nuestra vida sería una predicación viva y convincente. Sencillamente hay que decir: la solemnidad de Pentecostés urge hoy a los cristianos a ser santos de nuestro momento histórico, que convenzamos al mundo con el testimonio de nuestra vida.

Gocemos, pues, con el don del Espíritu, de la tercera persona de la Trinidad que se aposenta en nuestra pobre carne para divinizarla y llevarla progresivamente a la visión de Dios en la gloria. Dejémonos quemar por su amor, purificar por su fuego, consolar con sus dones, alegrarnos con su júbilo, el júbilo eterno de Dios que alegró a María en la Encarnación y a su Hijo en toda su existencia: «La Iglesia tiene necesidad de su Pentecostés permanente. Tiene necesidad de fuego en el corazón, de palabra en los labios, de profecía en la mirada. La Iglesia tiene necesidad de ser Templo del Espíritu Santo, es decir, de limpieza total y de vida interior, tiene necesidad de volver a sentir dentro de sí, en la muda vaciedad de nosotros, hombres y mujeres modernos, totalmente extrovertidos por el atractivo de la vida exterior seductora, fascinante, (pero) corruptora con lisonjas de falsa felicidad, de sentir —decimos— que sube de lo más profundo de su intimidad personal, como un gemido, como una poesía, una oración, un himno, la voz orante del Espíritu que, como nos enseña san Pablo, nos sustituye y ora en nosotros y por nosotros “con gemidos inefables” y que Él interpreta el discurso que nosotros no sabríamos dirigir a Dios» (Pablo VI).

Pentecostés, por todo ello, es nuestra fiesta, la fiesta de los que formamos la Iglesia, porque el don que es el Espíritu Santo, enviado por Cristo desde el Padre, nos ha alcanzado y nos ha llenado de alegría, sintiendo que a nosotros ha llegado la paz, pues hemos pasado de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. El Espíritu nos ayuda a vencer el miedo y nos impulsa a salir hasta los confines de la tierra, para proclamar la salvación de Dios.

Es el Espíritu el que nos ha hecho y nos hace cambiar la vida, pues, inundados del gozo y de la alegría del Resucitado, decimos con firmeza: Jesucristo vive y es el único Salvador. No hay otro. Ésta es la dinámica de la vida cristiana: uno se siente querido, amado por Dios, al ser engendrado a una nueva vida por el Espíritu en la Iglesia. Y, recibido ese don, uno no se lo calla. Por eso evangelizar y hacer de apóstoles es nuestra dicha como Iglesia, nuestra identidad más profunda. ¿Así lo vivimos los que nos decimos cristianos? Me temo que no, que un miedo absurdo nos atenace y seamos incapaces de crear generaciones de hombres y mujeres nuevos, que quieran ser testigos del amor de Dios, por su adhesión inquebrantable a Jesucristo y a su Iglesia, tanto en las relaciones familiares como sociales, profesionales y de ocio.

¡Hay tantos desanimados y desilusionados ante la falta de frutos pastorales o ante los cambios acelerados de una vida aparentemente sin Dios por la indiferencia religiosa! Yo creo, sin embargo, que no podemos afirmar que creemos en Jesucristo y luego que esta fe sea decorativa, que no se traduzca en una vida nueva, en un comportamiento diferente de los que dicen no creer. Y es que la Iglesia va creciendo gracias a la ayuda del Espíritu Santo. Él es el alma de la Iglesia. Él enseña a los fieles el sentido profundo de la doctrina de Jesús y su misterio. Hoy, como en los inicios de la Iglesia, el Espíritu actúa en cada predicador del Evangelio que se deja poseer por Él y pone en sus labios palabras que Él solo no sabrá encontrar, disponiendo el interior de los que le escuchan para abrirlos a la Buena Noticia del Reino.

Se borra a veces de nuestro horizonte que un cristiano no actúa nunca en nombre propio, sino en nombre de Cristo y como mujeres y hombres de Iglesia. ¿Cómo vamos, si no, a transmitir la fe católica? Si no está el Espíritu con sus dones nada haremos. Seguiremos confundiendo apostolado con activismo, olvidando la intimidad con Jesucristo, el único Salvador. No será posible evangelizar sin un conocimiento profundo e intenso de Jesucristo, sin hacer nuestros sus sentimientos, actitudes y su comportamiento. Por eso sucede a menudo que llamamos evangelizar a cualquier actividad o a cualquier compromiso sociopolítico. Nunca ha sido posible evangelizar sin dejarse evangelizar.

Jesucristo es el centro. De Él nos habla el Espíritu Santo y nos enseña el contenido siempre nuevo de sus palabras y acciones. Pero, ¿habrá evangelizadores sin un amor concreto a la Iglesia, no la Iglesia ideal, sino la concreta con los pecados de sus hijos, que somos nosotros? No nos encuentra Cristo, ni podemos a Él encontrarle sin contar con la Iglesia, con ese seno en el que somos engendrados a la vida nueva del Resucitado. Esta Iglesia no puede ser una Iglesia silenciosa, callada, escondida en las sacristías o en nuestros grupos-refugio. Debemos ser una Iglesia humilde, valiente, fiel al encargo recibido del Señor y presente en la vida pública porque ella tiene la responsabilidad de mostrar a la humanidad el rostro sufriente y glorioso de Cristo, para que cada ser humano pueda acoger al Señor en su mente y en su corazón desde la total libertad. Una Iglesia que no se avergüence del Evangelio, en un mundo sin duda creado bueno por Dios, pero un mundo muchas veces confuso, desesperanzado sin Jesucristo, al que no es posible conocer en todo su misterio, si no se ama a la Iglesia.

Pentecostés es recibir el Espíritu de los siete dones, es sentirse seguidor de Cristo en su Iglesia. Es terminar los días de Pascua con un horizonte no raquítico, sino amplio: el horizonte de la libertad de los hijos de Dios que nos ha mostrado Jesucristo y que nos llega precisamente por el Espíritu que se nos ha dado.

Hermanos fieles laicos: es lógico que Pentecostés sea el día del apostolado seglar y de la Acción Católica. Pentecostés tiene la característica de realizar la animación producida por la efusión del Espíritu Santo en el cuerpo visible, social y humano de los discípulos de Jesús. Y este efecto es la perenne juventud de la Iglesia que siente las palabras de Jesús de modo muy hondo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

Uno puede objetar enseguida, como lo hace mucha gente hoy día: «Quizá sí, la iglesia es permanente, ya que existe desde hace dos mil años, pero, justamente por ser tan antigua, está envejecida... La Iglesia —dicen— es venerable por el hecho de su antigüedad..., pero no vive del soplo actual y siempre nuevo de la juventud. Ya no es joven». «¡Es una objeción fuerte! —decía Pablo VI—. (...) Haría falta un tratado extenso para responder a ella. Para los espíritus abiertos a la verdad, sin embargo, bastaría con decir que esta perennidad de la Iglesia es sinónima de juventud. Es obra del Señor y es realmente admirable: la Iglesia es joven. Y lo más asombroso es que el secreto de su juventud es su persistencia inalterable en el tiempo. El tiempo no hace envejecer a la Iglesia. La hace crecer, la estimula hacia la vida y la plenitud. Ciertamente, todos sus miembros mueren como todos los mortales, pero la Iglesia, como tal, no sólo tiene un principio invencible de inmortalidad más allá de la historia, sino que posee también una fuerza incalculable de renovación» (Pablo VI, Audiencia General, 12-6-1974).

¿Tenemos retos que superar, problemas que nos rodean, peligros que nos acechan? Sin duda. Y son los nuestros, los de esta época, pero, ¿tenemos derecho a arrugarnos, si está con nosotros el Espíritu, que nos dice que todo lo podemos en Aquél que nos conforta; ese Espíritu que rompe las barreras, que nos evita ser una secta, que renueva nuestra juventud cada día? Os invito, hermanos, a reunirnos en oración con María y esperar en esta Eucaristía de nuevo el don que es el Espíritu Santo.