Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

V Encuentro Mundial de las Familias 2006 - Valencia (España)

Misa con las familias de Valladolid - Benifayó

7 de julio de 2006


Publicado: BOA 2006, 320.


¿Por qué hablamos tanto de la familia? No es simplemente una moda; tampoco es una consigna ante un adversario. Hay que ahondar más, queridos hermanos, queridas familias. Si tenemos, por ejemplo, un compromiso con la familia en Valencia, no es sólo porque esta realidad humana fundamental, esta «estupenda novedad», se ve sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por eso tiene especial necesidad de ser evangelizada, cuidada y sostenida. Hay más.

«El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares», decía el Papa (Discurso en la Asamblea de la Diócesis de Roma, 6-6-2005) . Como si se tratara de viejos esquemas sobre la familia que, naturalmente, han de modernizarse y no quedarse en la “familia tradicional”. La correcta comprensión de la relación entre hombre y mujer, por el contrario, hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. Es frívolo y peligroso hablar únicamente de género, como si entre mujer y hombre solamente hubiera una relación arbitraria que depende de la cultura o las modas. Decía el Papa, en esa ocasión, que ese problema no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del ser humano sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esas preguntas tienen que ver con el interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?

Es verdad: la respuesta de la Biblia a estas dos series de preguntas es unitaria: el ser humano es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que hombre y la mujer sean la auténtica imagen de Dios: somos semejantes a Dios en la medida en que amamos.

Pero es que, además, las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como comunión y para su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida de los seres humanos, así como ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales. Imaginaos la importancia de la familia y lo que nos jugamos en ella. Bien lo saben los que manipulan en la sociedad y se esfuerzan por neutralizar la fuerza de la familia sobre sus miembros. No es extraño que denominen a la verdadera familia «familia tradicional». Es una manera de paralizar todas sus potencialidades, porque le quitan al matrimonio de una mujer con un hombre su capacidad de decir “sí” a un proyecto, y ya no hay familia, sino “familias”.

En concreto, el “sí” personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, ese “sí” está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este “sí” personal no puede por menos de ser un “sí” también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad, y no está expuesta la familia a las terribles erosiones del consumismo, por ejemplo.

Fijaos que, en efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública. Vemos por ello que el matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad en los cónyuges, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana. ¿Habrán comprendido toda esta riqueza alguna vez los políticos? Por la legislación que producen, parece que no.

Las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el “matrimonio a prueba”, hasta el pseudomatrimonio entre personas del mismo sexo, son, en cambio, expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera libertad del hombre o como extensión de los derechos a otros colectivos. Pero en realidad son trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del ser humano.

Lo más maravilloso para nosotros, los cristianos, es comprobar que la verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del hombre, se ha hecho realidad en la historia de la salvación, en cuyo centro están las palabras: «Dios ama a su pueblo», porque la revelación bíblica es, ante todo, expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación.

El valor del sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de redención. Y la gracia de Cristo no se añade desde fuera a la naturaleza del ser humano, no le hace violencia, sino que la libera y restaura, precisamente al elevarla más allá de sus propios límites. También en la generación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor de Dios al hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como el cuerpo y como el amor, no se pueden reducir a lo biológico: la vida sólo se da enteramente cuando juntamente con el nacimiento se dan también el amor y el sentido que permiten decir “sí” a esta vida.

Sin embargo, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decirle a alguien: «Tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro», hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad le es dada a la familia más amplia, que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor indestructible y eterno que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual sostiene y lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el “sí” del Creador.

También es verdad que la Iglesia está edificada por las familias, “pequeñas iglesias domésticas”. Por eso, «el matrimonio cristiano (...) constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia» (Familiaris consortio, 15). Por eso sabemos bien que para cumplir la tarea fundamental que tienen la Iglesia y las familias que la componen, esto es, para la formación de la persona y la transmisión de la fe, la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a una estrecha colaboración.

Pero en la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona, es central en concreto la figura del testigo, que sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cf. 1P 3,15), y que está personalmente comprometido con la verdad que propone. Nadie mejor que los padres para ser esos testigos, aunque haya otros en la Iglesia que lo sean igualmente; testigos que no se remiten a sí mismos, sino a Alguien más grande que él: Jesucristo.

Esta es la gran tarea, la preciosa y maravillosa tarea; pero en la que vosotros, padres, debéis ser ayudados. Hermanos sacerdotes: vuestro trabajo diario es imprescindible para ayudar a los padres en la formación de sus hijos, las nuevas generaciones en la fe, en estrecha conexión con los sacramentos de iniciación cristiana, así como para preparar al matrimonio y para acompañar a las familias en su camino, a menudo arduo, en particular en la gran tarea de la educación de los hijos. Esta es la senda fundamental para regenerar siempre de nuevo a la Iglesia y también para vivificar el tejido social de nuestra Diócesis.

Hemos de orar, y animarnos en estos días. Esta es una propuesta cristiana para la libertad. Santa María, la Madre del Señor, que educó y bien a Jesús, interceda por nosotros.