Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

«El que es de la verdad escucha mi voz»
(Jn 18,37)

26 de noviembre de 2006


Publicado: BOA 2006, 460.


Los seres humanos somos muchas cosas; somos también el terreno donde se libra una lucha, no sólo entre el Bien y el Mal, sino, de modo más personal, entre Dios y Satanás. Pero, ¿se puede afirmar hoy semejante cosa? No se lleva en nuestro tiempo ese lenguaje del Medievo; ya estamos acostumbrados a pensar y vivir como si Dios no existiera, y no se puede ir por la vida con ese discurso. Son reacciones “modernas”, pero la verdad y la mentira se siguen viviendo, aunque hayamos dejado de creer en la posibilidad de conocer la verdad, para convertirnos cada uno en dueño de nuestra verdad y moral.

Por esta razón, si el ser humano es un campo de batalla, la fe cristiana tiene que ser un heroísmo y una valentía en una sociedad como la nuestra. Y en ese combate el hombre y la mujer deben desempeñar su papel, como lo desempeña también Dios, que ha aceptado en su Hijo luchar en ese campo, y sufrir con él y en él. E interviene, claro está, la libertad humana, que puede favorecer a uno de los adversarios. Pero sucede, demasiadas veces, que el ser humano no acepta desempeñar ese papel que dé cabida en él a los adversarios que han de luchar, pues no desea que la batalla se instale en su carne y la desgarre. ¿De qué estamos hablando?

Quiero decir que encontramos a muchos que han conocido la luz y la verdad y no quieren lucha: la indiferencia, el miedo, la preocupación por la comodidad y el sosiego les proponen otra solución. ¿Cuál será? Cerrarse a Dios y al demonio. Temerosos de las heridas que recibirían aceptando en sí mismos la lucha del bien y el mal, cierran los ojos a ambos, y prefieren la ilusión de una seguridad personal a soportar la prueba necesaria que se les ofrece. Entonces es bueno recordar que el Señor rechaza a los “tibios”, que, si bien no se dejan solicitar por Satanás, escapan también de Dios. «Hay dos maneras de condenarse —decía G. Bernanos—, hay dos caminos de perdición. El primero consiste en preferir el mal al bien, por las satisfacciones que trae. Es el más corto. El otro consiste en preferirse a sí mismo al bien y al mal, en quedar indiferente a ambos. De ese camino no se vuelve».

Me temo que muchos cristianos estén en esta situación espiritual. Es el miedo a hacer algo, a la vez tentación y hondo sufrimiento humano. Y no se puede tener ese miedo, porque estaremos expuestos también al miedo de la muerte. No se puede quedar uno en tierra de nadie, sin luchar porque todo está mal. Hay que entrar en la arena de la vida, con la luz del Evangelio. Si somos cristianos, no todo da igual. «Algunos piensan —afirmó el Papa en la homilía de la Misa celebrada en Múnich, el pasado septiembre— que los proyectos sociales se han de promover con la máxima urgencia, mientras las cosas que conciernen a Dios, e incluso la fe católica, son más bien particulares y menos prioritarias. Pero la experiencia de los obispos (de los países más pobres del planeta) es que la evangelización debe tener la precedencia; que es necesario hacer que se conozca, se ame y se crea en el Dios de Jesucristo; que hay que convertir los corazones para que exista también progreso en el campo social, para que se inicie la reconciliación, para que se pueda combatir, por ejemplo, el sida, afrontando de verdad sus causas (...). La cuestión social y el Evangelio —concluye el Papa— son realmente inseparables»

Mensaje sugerente, hoy que estamos celebrando a Jesucristo, Rey del universo, alfa y omega, el que era y el que viene, el Todopoderoso.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid