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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La esperanza

17 de diciembre de 2006


Publicado: BOA 2006, 465.


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Afirmaba yo la semana pasada que hay muchos católicos que celebran bien la Navidad, aunque haya otros que no lo hagan. Para esa buena vivencia del nacimiento de Cristo es necesaria la esperanza, virtud que viene de Dios. El Adviento en realidad es un grito de esperanza: «A ti, Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado» (Sal 25,1-2). Es el grito de confianza de quienes todo lo esperan del Señor, de ese Señor que ha venido, que viene y que también ha de venir.

La segunda venida de Jesucristo —la parusía— es el término de la esperanza de la Iglesia. Una venida en gloria que traerá el juicio definitivo de Dios sobre el mundo y para la Iglesia el final de un largo caminar. Si se animan, lean el n. 48 de la constitución sobre la Iglesia del último Concilio, Lumen gentium . El fin de la historia, resume el Concilio, ha llegado ya a nosotros, pero mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. San Pablo dice incluso que la Iglesia vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y esperan la manifestación de los hijos de Dios.

¿Pensamos todo esto al preparar la Navidad y celebrarla después? ¿Están los cristianos en expectación de futuro, en confianza en el caminar y en fortaleza en la lucha? Para algunos esto suena extraño, ¿verdad? Pero eso es vivir la fe católica. El cristiano, como cualquier otra persona, se debate entre la desesperación y la esperanza. Participa como todos los hombres y mujeres de las propias limitaciones y de la aventura de la historia humana, que ofrece luz y sombras en cada época. Lo que me parece que no es hoy tan patente es que esos avatares de la vida los ha de vivir hoy el cristiano participando igualmente de la fortaleza que le proporcionan, por un lado, aliento para la esperanza y a la vez tentaciones que tiene que superar. La superación de los obstáculos que, como hombres y mujeres de nuestro tiempo, tenemos y la superación de aquellos otros que nos vienen por ser creyentes, es lo que nos hace posible, no sólo mantenernos cristianos, sino también aportar a nuestro mundo el testimonio de una esperanza firme.

Ya sé que sucumbimos los católicos muchas veces en esta lucha; otras ya no queremos luchar, porque nos parece inútil tarea el esfuerzo cristiano por mantener una vida moral digna de un seguidor de Cristo. Pero lo que digo es que el Adviento y la Navidad estimulan la esperanza; sobre todo si, en silencio ante el que nace, que es el Verbo del Padre, nos ponemos ante Jesús que viene y oramos un poco desde nuestro interior. A través del Adviento y de la Navidad, la Iglesia participa de las expectativas del pasado y se abre a la esperanza del futuro.

Formamos parte del mundo que nos rodea y cuando celebramos el Adviento no nos situamos en un universo ficticio, sino que nos sentimos portadores de un don precioso que tenemos que comunicar, el cual no es otro que el de la esperanza que proviene de la vida de Cristo. Por eso: «El gozo y las esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 1) .

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid