Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Meditación en la noche de san Silvestre

31 de diciembre de 2006


Publicado: BOA 2006, 468.


Está llegando a su fin un año más, y esto siempre lleva consigo una hora de reflexión. Se hace balance sobre lo pasado y se planifica sobre lo venidero. Por un momento —no son muchos— tomamos conciencia del tiempo, esa curiosa realidad de la que hacemos uso sin darnos cuenta. Sentimos la melancolía y el alivio del pasado. Muchas cosas que nos angustiaban, nos resultaban difíciles y parecía que nos impedían seguir adelante, han desaparecido y se han vuelto insignificantes. Mirando hacia atrás, los días que fueron duros tienen un aspecto diferente, y el esfuerzo que hubimos de hacer y que casi ya hemos olvidado hace que nos sintamos más tranquilos y más serenos ante lo que ahora nos agobia. Pero ese alivio del pasado tiene algo también de tristeza y de desánimo. Nada permanece: con el viejo año se van no solamente las cosas duras y difíciles, sino también muchas cosas hermosas.

Frente al año nuevo sentimos la misma dualidad que frente a lo viejo: tenemos un nuevo comienzo de posibilidades intactas: «En cada comienzo hay algo maravilloso que nos ayuda a vivir y nos protege». Pero existe también lo enigmático de un futuro cuyos caminos desconocemos. ¿Qué hay, pues, que decir sobre esta hora de transición desde el punto de vista cristiano? En primer lugar, que no juguemos a cuentos de hadas: nada de mágico existe en esta noche, por mucho ruido que escuchemos; después, hay que hacer eso tan humano a lo que nos mueve: aprovechar el momento de reflexión para conseguir una perspectiva distanciada, libertad interior y decisión para seguir adelante. Un antiguo filósofo dijo que el ser humano se distinguía del animal en que mantiene su cabeza por encima de la superficie del agua del tiempo: mientras los animales se encuentran dentro de ella como peces, que no hacen sino dejarse arrastrar por la corriente del tiempo, el hombre puede sacar la cabeza y mirar, y así dominar el tiempo. ¿Pero hacemos eso? ¿No consumimos todo nuestro ser en la existencia cotidiana, yendo de fecha en fecha, de tarea en tarea, incapaces de tomar conciencia de nosotros mismos?

San Agustín dijo una vez a la gente de su época que se quejaba de los malos tiempos: «nosotros somos el tiempo». De hecho, cuando hablamos de una época —el barroco, la revolución francesa, la II república y la guerra civil—, nos estamos refiriendo a los hombres y mujeres que convirtieron esos años en una época histórica determinada. Por ello es bueno preguntarnos: ¿avanzan los hombres cuando aumenta su confort, pero su corazón de detiene y se empequeñece? Por una parte han aumentado los años de vida del hombre, éste dispone de más tiempo que antes. Pero, por otra, la vida del hombre cambia con rapidez, lo cual implica que queda reducido al pasado más pronto que antes y pertenece a ese pasado durante un tiempo cada vez mayor.

Al final de un año y comienzo de otro, en el que el tiempo se renueva, convendría que aprendiésemos que los seres humanos estamos necesitando de nuestra totalidad, desde la infancia a la ancianidad, y aceptar la totalidad del tiempo del hombre: ¿qué sería de un mundo y de una Iglesia sin la fe alegre, ingenua e inocente de los niños, cuya niñez no debería diluirse en una madurez precoz, como sucede hoy con demasiada frecuencia? ¿Qué sería de un mundo y de una Iglesia sin la insistente inquietud, sin el preguntar constante de los jóvenes? ¿Qué sería de ellos sin la fuerza y la decisión de aquellos que se encuentran en la plenitud de la vida? ¿Qué sería de ellos sin la madurez y la experiencia, sin la paciencia tranquila de los ancianos? ¿Y qué sería de todos nosotros sin la confianza de los unos hacia los otros, sin la disponibilidad para mirarnos a la cara y aceptarnos mutuamente?

Los paganos decían a Cronos, el tiempo, como la primera divinidad, que se comía cruelmente a sus propios hijos. Nosotros pensamos que Jesucristo, cuyo nacimiento estamos conmemorando, ha vencido al tiempo, porque es un hombre que tuvo tiempo para Dios, y con ello libró a los hombres de la dictadura del tiempo. En este punto habría mucho que decir y reflexionar. Pero no vamos a hacerlo ahora. Basten estas preguntas: la medicina ha alargado el tiempo del ser humano. Éste tiene ahora más tiempo. ¿Pero de verdad tenemos tiempo? ¿O nos tiene el tiempo a nosotros? La mayoría, en todo caso, no tiene tiempo para Dios, necesita su tiempo para sí. ¿Pero es que de verdad tenemos tiempo para nosotros mismos? ¿No andamos más bien escasos? ¿No vivimos pasando de largo por delante de nosotros mismos? ¿O acaso no es el verdadero tiempo del hombre aquel tiempo que él tiene para Dios? Jesucristo tuvo tiempo para Dios, su Padre, y en Él Dios tiene tiempo ahora. ¿No deberíamos intentar una y otra vez conseguir liberar nuestro tiempo para Dios? Hay demasiadas pruebas de que un tiempo que no está abierto a Dios nos devora a nosotros mismos, y no nos liberamos de la dictadura de Cronos. Esta libertad, y un año nuevo lleno de la felicidad que ella trae, es lo que nos deseamos los unos a los otros.