Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La verdad del matrimonio

18 de febrero de 2007


Publicado: BOA 2007, 15.


La Delegación diocesana de Familia y Vida ha reunido a un considerable número de personas para reflexionar sobre el tema “Amar el amor humano. Juan Pablo II, la persona y la familia”. Hemos celebrado así la XXIII Semana de la Familia. La solidez y la valentía de Juan Pablo II en torno al tema del amor humano son asombrosas. Ciertamente es éste un ámbito que afecta muy mucho a la felicidad del ser humano, hombre y mujer, que invita una vez más a escribir sobre él, sin miedo a ser reiterativo.

Hace poco más de quince días, el papa Benedicto leyó un discurso ante el Tribunal de la Rota Romana . Creo sinceramente que merece la pena glosar algunos de sus contenidos, porque el Papa actual tiene la virtud de convertir en fácil lo que es difícil de exponer. La expresión «verdad del matrimonio» agrada poco al pensamiento relativista imperante en nuestra sociedad: pierde la expresión relevancia existencial en un contexto cultural marcado, en efecto, por el relativismo y el positivismo jurídico, que consideran el matrimonio simplemente como mera formalización social de vínculos afectivos en dos personas. Y no van más allá.

De resultas de ello, el matrimonio no sólo se convierte en una realidad blandita a la manera de muchos sentimientos humanos, sino que se presenta como si se tratara de una superestructura legal que la voluntad humana puede manipular a su antojo, privándola, llegado el caso, como ha sucedido en España, de su carácter heterosexual. Por desgracia, son muchos los católicos que participan de esta forma de pensar. Las consecuencias prácticas se perciben de manera particularmente intensa en el ámbito del matrimonio y la familia.

Estiman algunos, en efecto, que la doctrina conciliar acerca del matrimonio, que describe a éste como «íntima comunidad de vida y amor» (Gaudium et spes, 48) , es un ideal al que no pueden verse “obligados” los cristianos normales, de modo que se llega a negar la existencia de un vínculo conyugal indisoluble. También se ha ido extendiendo en determinados ambientes eclesiales la convicción según la cual el bien pastoral de las personas en situación matrimonial irregular exigiría una especie de regulación canónica de las mismas, con independencia de la “verdad” acerca de las condiciones de las personas. Pero el matrimonio tiene una verdad propia, a cuyo descubrimiento contribuyen armónicamente razón y fe, es decir, el conocimiento humano, iluminado por la Palabra de Dios, acerca de la realidad sexualmente diferenciada de hombre y mujer, con sus profundas exigencias de complementariedad, de entrega definitiva y de exclusividad.

Lo que dice el Papa es que todo matrimonio es, desde luego, fruto del libre consentimiento del hombre y de la mujer; pero la libertad de éstos lleva a cabo la capacidad natural que contiene su ser hombre y ser mujer. La unión entre ambos se realiza en virtud del designio del propio Dios, que los ha hecho varón y hembra y les da el poder de unir para siempre las dimensiones naturales y complementarias de sus personas. La indisolubilidad del matrimonio no se deriva del compromiso definitivo de los contrayentes, sino que es propio de la naturaleza del «poderoso vínculo establecido por el Creador», que decía Juan Pablo II. ¿Qué ley emanada de cualquier parlamento puede quitar fuerza a esta realidad y verdad del matrimonio?