Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

XXIII Semana de la Familia en Valladolid 2007

18 de febrero de 2007


Publicado: BOA 2007, 18.


La Semana de la Familia es ocasión importante para rezar y reflexionar sobre la familia, que es la “cuna” de la vida y de toda vocación. En este mismo mes recordaba el Papa que la familia fundada en el matrimonio «constituye el ambiente natural para el nacimiento y la educación de los hijos; por lo tanto, para asegurar el porvenir de la entera humanidad». Certeras palabras: ¡nada menos que asegurar el porvenir de la humanidad! Benedicto XVI indica, por ello, que es necesario defender, ayudar, proteger y valorar la familia en su unidad irrepetible: «Aunque este compromiso corresponde en primer lugar a los esposos, también es un deber prioritario de la Iglesia y de todas las instituciones públicas sostener a la familia con iniciativas pastorales y políticas que tengan en cuenta las necesidades reales de los cónyuges, de los ancianos y de las nuevas generaciones» (Ángelus del 4-2-2007).

No es momento de valorar de modo pormenorizado qué están haciendo las instituciones públicas por la familia. Sí tengo la convicción de que algunas leyes y medidas del Gobierno van insensatamente contra la familia, pero no contra la familia católica, sino sencillamente contra la familia. Ahora bien, mi responsabilidad es qué hacemos los que formamos la Iglesia católica para que la familia sea lo que es. Y a ello os animo y nos animamos.

Yo agradezco muchísimo la tarea de la Delegación de Familia y Vida, no sólo en esta XXIII Semana de la Familia, sino tantos y tantos trabajos a lo largo del curso. Igualmente otros muchos grupos y asociaciones católicos trabajan duro en el campo inmenso de la familia, en medio de nuestro mundo. Aquí no faltan confusión y olvidos de lo que es la persona humana; tampoco el consumismo y la injusticia, el relativismo moral. Gracias a Dios también están en nuestro mundo el apoyo al amor en el día a día de las familias volcadas en vivir lo genuino de su espléndida vocación; no faltan esposas/os que dan su vida por algo en lo que creen, y por sus hijos, lo más grande para ellos; que dan su vida en la crianza y educación de sus hijos, en la transmisión de la fe, en conseguir una libertad para educar según sus criterios, para vivir la verdad de su matrimonio y de su familia, anclada en el ser profundo de la humanidad. ¿Y qué decir a los que con el ejemplo y la catequesis ayudáis a preparar el matrimonio de nuevos cónyuges, o los que estáis cerca de las familias que sufren por precariedad o porque les visita el dolor y la enfermedad? Gracias de corazón.

Lo que espontáneamente nace en el corazón de los jóvenes que se enamoran mutuamente, con frecuencia está siendo ofuscado progresivamente. De modo que el orden del matrimonio, como ha sido establecido en la creación, resulta cada vez más difícil a estos jóvenes que desean unirse definitivamente por una cultura materialista. Así, muchos jóvenes piensan que tener hijos no es fácil hoy o que no se les ofrece, de hecho, ese espacio duradero de crecimiento y madurez que sólo puede ser la familia basada en el matrimonio.

¿Dónde están las iniciativas de nuestros políticos parea facilitar a las parejas jóvenes formar una familia, tener hijos y educarlos, «favoreciendo el empleo juvenil, sin aumentar, en la medida de lo posible, el precio de las viviendas»? (Benedicto XVI, A los gobernantes de la región del Lacio, del municipio y de la provincia de Roma, 11-1-2007). En el fondo es más fácil para nuestros políticos producir leyes «cuyo fin es atribuir a otras formas de unión reconocimientos jurídicos impropios, que inevitablemente acaban por debilitar y desestabilizar a la familia fundada en el matrimonio» (ibíd.).

Sería injusto, en este contexto, no resaltar la vida entera de Juan Pablo II, que defendió a la persona y a la familia, mostrando con lucidez la verdad de ambas, la bondad del matrimonio, la belleza de la vocación cristiana al matrimonio de los que son padres y esposos. Damos gracias una vez más por él: también en este ámbito, el papa Juan Pablo ha logrado que muchos hombres y mujeres, esposos, aprecien más la belleza de su vida, su esponsalidad, sus hijos y su familia, sin complejos ante otras formas de uniones afectivas.

«La vida del hombre recibe su ritmo de una meditación que la penetra y la hace fluir, señalando los momentos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el trabajo y la muerte.

En la encrucijada de esas dimensiones fundamentales de la existencia está la familia, que constituye el espacio humano esencial, en el interior del cual se verifican los acontecimientos que tienen influencia decisiva en el constituirse de la persona y en su crecimiento, hasta una plena madurez y libertad. Los momentos de crisis, de elecciones básicas, se trabajan en la familia de tal modo que la persona es capaz de darse cuenta de su importancia y, por lo tanto, de integrarlos en profundidad en la propia existencia, y convertirlos en momentos del propio descubrimiento de los valores que dan consistencia a la vida. Por otra parte, la familia misma depende de esas experiencias fundamentales: en y a través de ellas es conformada y mantenida en la existencia. Por esto la familia no debe ser considerada primariamente como una institución, del mismo modo que otras instituciones sociales, sino como una dimensión fundamental de la existencia, una dimensión de la persona, un modo de ser de ésta: el modo más inmediato en el que se manifiesta que ha nacido para la comunión y que se realiza solamente en comunión con otras personas». (R. Buttiglione, “La persona y la familia”, Biblioteca Palabra, Madrid 1999, 7-8).

Podría parecer que vivir así el matrimonio y la familia es sencillamente “hacer el tonto”, ir de modo innecesario contra corriente sin que esto reporte mucho, ser considerados por los demás con sorna y cierta conmiseración, porque todavía creemos en una forma de vida que, a sus ojos, está superada en el mundo contemporáneo. ¿Está superada? ¿Acaso lo está el evangelio que hemos escuchado, o la conducta de David que perdona a Saúl y no se venga del que le persigue? ¿Podemos pensar que lo que nos pide Cristo en este pasaje de Lc 6,27-38 es imposible de vivir? Somos, sin duda, espectáculo para los que no creen. Necesitamos la gracia del Señor para vivir como Cristo vivió; sin duda. Pero es posible una vida cristiana, un matrimonio cristiano, una familia cristiana.

¡Es, a la vez, tan humana, es tan bella, la necesita tanto la sociedad! «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian». Sin duda es éste un leguaje desconcertante para el auditorio de Jesús, y ¡no es para menos! Surge en nuestro corazón la protesta: «¿por qué voy a ayudar a ése después de lo que me ha hecho?», ¿por qué vivir la realidad exigente del matrimonio y perder mi libertad?, ¿por qué dar mi vida por mi esposa/esposo, por mis hijos? Las palabras del Señor serían tremendas, quedarían como un imposible, si no conociéramos la maravilla de la gracia de Dios. Ahí esta Cristo, el último Adán, un espíritu que da vida, que da capacidad, que ayuda con Espíritu Consolador. Ahí radica nuestra fuerza. Somos hombres y mujeres nuevos en el hombre celestial, Cristo. Santa María os ayude e interceda por todos y cada uno de vosotros, por todas y cada una de vuestras familias.