Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

I Jornadas Católicos y Vida Pública 2007

24 de febrero de 2007


Publicado: BOA 2007, 21.


La Cuaresma —preparación a la Pascua de los que reciben la vida nueva y resucitada de Cristo o renovación profunda de ésta en los que ya hemos recibido los sacramentos de iniciación cristiana— es una magnifica oportunidad de descubrir con asombro las posibilidades de nuestra fe, para cada uno en particular, para nuestra Iglesia e igualmente para nuestra sociedad. En este horizonte son oportunas unas palabras de Madre Teresa de Calcuta:

«Como recuerda san Francisco, cada uno de nosotros somos lo que somos ante Dios, ni más ni menos. Todos somos llamados a ser santos... Todos hemos sido creados a imagen de Dios para amar y ser amados... No podemos renovarnos interiormente si no tenemos la humildad de reconocer aquello que necesita ser renovado» (“Nada hay más grande que el amor”).

¿De qué somos tentados hoy los católicos en nuestro mundo? El Tentador nunca ha sido demasiado original desde que conspiró junto al árbol del bien y del mal; tampoco en las tentaciones de Jesús: presenta a un Dios mezquino, que no es Dios, queriendo halagar y engañar. Jesús le rechaza con elegancia y decisión. Pero como «el Demonio se marchó hasta otra ocasión», vuelve siempre persistente; también hoy. Lógicamente aprovecha toda ocasión para tentarnos. ¿Tendrá éxito? Lo tiene de hecho, en primer lugar, porque nos cuesta la lucha, el esfuerzo, y con frecuencia rehuimos afrontar las tentaciones con la fortaleza que proviene del Espíritu.

Hace ya tiempo que Juan Pablo II dirigió a la Iglesia una palabras clarificadoras: «En la contribución a la familia humana de la que es responsable la Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su índole secular, que les compromete, con modos propios e insustituibles, en la animación cristiana del orden temporal» (Christifideles laici, 36). La primera tentación de los católicos es justamente la renuencia a la participación en la vida pública por la animación cristiana del orden temporal. Con frecuencia preferimos no vivir esa forma de caridad que supone tal animación.

Es Juan Pablo II mismo quien enumera en esta exhortación postsinodal una serie de tareas, abriendo un horizonte de trabajo que no ha perdido nada de vigencia: promover la dignidad de las personas; venerar el inviolable derecho de la vida; conseguir libertad para invocar el nombre del Señor; la caridad que sea el alma y el apoyo de la solidaridad; que todos seamos destinatarios y protagonistas de la política; situar al ser humano en el centro de la vida económico-social; evangelizar la cultura. He ahí el ancho horizonte de la actividad de los católicos en la vida pública. ¿Quieren los católicos participar en estos campos que afectan tanto a la sociedad? Gracias a Dios, esos católicos existen. ¿Son pocos? Siempre lo han sido, pero la esperanza de crecer siempre es estímulo.

¿Qué tentaciones pueden tener cuantos se deciden a esta participación en la vida pública con la identidad de su fe? Enumeraré algunas, que pueden afectar a cuantos católicos desean de veras trabajar por dignificar la sociedad y mantenerla limpia y libre. ¿Dónde trabajar? ¿En qué campos? Pongamos el campo de la ciencia experimental, la que ha revolucionado la era moderna, la que, poniéndola al servicio de las ilusiones de los humanos, puede evitarles algunas esclavitudes. ¡Tantas cosas dependen de la ciencia! Los católicos que se mueven en este campo del saber humano no pueden caer en la trampa de creer que con la ciencia los hombres y mujeres somos los dueños absolutos de un poder omnímodo, que no se someta a nada ni a nadie. No todo lo que es científicamente factible es también éticamente lícito. La dignidad de la persona y la gramática puesta por Dios en la creación nos ayudarán a leer la vida también en la ciencia.

Vayamos a la cultura, esa forma en que el hombre se da a sí mismo razón de su tarea en el mundo, de su responsabilidad con el prójimo y de su último destino. Es la cultura elemento constituyente de la vida humana, es voluntad de sentido, capaz de crear nuevas realidades. Es una tarea ciertamente importante para la fe, pero ¿quién quiere implicarse en ella a fondo, donde debe prevalecer lo gratuito, la belleza, la esperanza y lo sublime para sobreponerse a lo absurdo, a la manipulación de la sociedad, al simple consumismo cultural, para apelar a lo objetivo, lo humano, a la libertad en definitiva? Muchas veces los católicos imitamos conductas pasadas: «Que creen cultura ellos». Así, el Evangelio sufre el divorcio entre la fe y la cultura y, de este modo, muchos jóvenes no aciertan a seguir a Cristo, porque este seguimiento es culturalmente muy difícil en su mundo.

Otra potencia decisiva para la vida humana es la moral, tal vez la primera. La moral es la ordenación al bien, a la verdad, a la perfección, al reconocimiento de la dignidad del prójimo. La moral abre el horizonte más allá de las fronteras que los poderes o carencias de la vida imponen; rompe las mentiras que desde fuera nos indican, desenmascara a los violentos, invocando la justicia y las leyes eternas. Ante las dificultades que supone luchar por una moral basada en el ser del hombre, en la persona humana, huimos con frecuencia a escondernos en una moral ad hoc; en otras ocasiones somos incapaces de encarar o trascender la moral de la cultura dominante, porque nos hacemos impopulares.

¿Y no es importante la política? Sí lo es, pero esta actividad pública sin las dimensiones éticas y religiosas no es verdaderamente creadora y liberadora. La tentación de muchos de los que emprenden la noble actividad política es anular o no apoyar la verdadera ciencia, es vivirla sin una ética de la persona humana, dejándose dominar por los programas del partido o de la cultura dominante. Deber de la política es establecer primacías a la luz de las necesidades reales de la gente y ayudar a aquéllos que con menos medios o con carencias severas no pueden ayudarse a sí mismos. Plegarse al poder, sucumbir al chantaje, no rechazar el ascenso ofrecido a cambio de traicionar las convicciones de la propia conciencia, preferir las riquezas con dolo a la pobreza con dignidad: he aquí tentaciones nuestras cuando actuamos en la vida pública.

Los cristianos en la vida pública deben ser acompañados por la comunidad cristiana, pues esa tarea supone un mayor grado de caridad en quienes la ejercen con dignidad. También estos cristianos son en el mundo lo que el alma es al cuerpo, según la carta a Diogneto. Este escrito cristiano de los siglos II-III evita de modo admirable, a mi modo de ver, dos peligros para los fieles cristianos y para los fieles laicos en particular. Por un lado, no identifica ni homologa a los cristianos con la cultura dominante de su tiempo, esto es, con el mundo, entendido según uno de los significados que la palabra tiene en los escritos de san Juan. Pero, por otro, preserva a los cristianos de sentir un rechazo, un distanciamiento de la sociedad que les rodea, sintiéndose los puros, los selectos, los separados (= los fariseos).

También pudiera darse entre nosotros hoy este segundo peligro, ante el panorama que presenta nuestra sociedad, muchos de cuyos rasgos nos desagradan profundamente. Es el peligro de distanciarse de esta sociedad, y tender al aislamiento, a replegarse en nuestras minorías, sin amar al mundo del que formamos parte con el amor de Cristo. Es tarea de los fieles laicos partir de la existencia de las cosas, de la realidad, que goza de autonomía propia, pero sin excluir que, más allá de lo que se ve, subsiste otra realidad. Podríamos llamar a esta operación un ejercicio de laicidad, si se nos permite esta expresión. Laicismo, por el contrario, es moverse en las cosas, y quedarse en las cosas.

Así, cuando Gaudium et spes, 76 afirma que «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas una de la otra en su campo específico», hace una precisa y puntual afirmación de auténtica laicidad, no de laicismo, que también la conciencia civil puede tranquilamente aceptar, pero que no funda la separación, y menos la oposición, sino la “colaboración” entre aquellos que, en la óptica del Concilio Vaticano II, no son ya dos poderes contrapuestos entre sí; habría que hablar más bien de dos modalidades a través de las cuales realizar el mismo servicio al hombre y la mujer, a la humanidad, que es lo que deben poner en el centro ya sea la comunidad eclesial o la comunidad civil. Me parece que estas precisiones conciliares vuelven a ser muy necesarias en la situación por la que transita nuestra Patria.

De no ser así, daríamos los cristianos la impresión, por un lado, de que no servimos al bien común cuando vivimos nuestra fe católica en la sociedad de la que formamos parte, sino que somos algo privado, de lo que se puede prescindir; o, por otro, que utilizamos nuestra fe en provecho propio, sin distinguir bien los campos. Igualmente, por no tener claras esas modalidades de servicio al hombre, constatamos en ocasiones como en las democracias modernas occidentales existe una tendencia a considerar a las Iglesias u otras instancias religiosas simplemente como realidades privadas, que defienden valores privados. Como cristianos, y por serlo, somos ciudadanos de este mundo, aunque no tengamos aquí patria permanente (cf. Hb 13,13).