Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Intervención

I Jornadas Católicos y Vida Pública 2007

24 de febrero de 2007


Publicado: BOA 2007, 25.


Deseo agradecer a la Asociación Católica de Propagandistas haber organizado en esta Iglesia de Valladolid estas I Jornadas Católicos y Vida Pública. Espero que todos se hayan sentido acogidos y valorados. La ACdP, como todos ustedes saben, está también en nuestra Diócesis desde hace bastantes años. A los que componen el Centro de Valladolid les agradezco cuanto hacen y el esfuerzo para organizar estas Jornadas.

Llevamos mucho tiempo hablando de la presencia de los católicos en los quehaceres de la sociedad en que vivimos, sin perder la identidad cristiana al ofrecer a cuantos lo deseen la genuina vida cristiana. Una vida, la de los católicos, sobre todo, la de los fieles laicos, que ha de estar tan alejada de un espiritualismo inane como de una mera estrategia de acción en la sociedad en que vivimos, que en nada se diferencie de otras formas de actuar sin referencia a lo esencial de la fe católica.

Siempre me ha parecido que el que sigue a Jesucristo, sobre todo si es un fiel laico, será objeto, cuanto menos, de observación, y aún de contradicción, porque su vida no debe encontrar explicación en los parámetros de la cultura dominante, sea la que fuera. Las modalidades de presencia pueden ser muchas, pero en todas ha de darse lo que H. U. von Balthasar llamaba el «caso auténtico»: «No es el discípulo más que su maestro, ni el criado más que su amo. Bástale al discípulo llegar a ser como su amo. Si al amo de casa lo motejaron de Beelzebul, ¡cuánto más a su familia!» (Mt 10,24-25).

Y no se puede pensar que Cristo apareciera como alguien no implicado en las cosas de este mundo ni tuviera que poner entre paréntesis su identidad de Hijo Unigénito para relacionarse con sus contemporáneos. «Pero —podríamos objetar— Él no tuvo que verse con alejados, agnósticos e indiferentes como nosotros». Con más claridad habría actuado. Lo cual no quiere decir que seamos imprudentes y no actuemos con perspicacia en un mundo que ha aceptado, al menos en teoría, la libertad religiosa y un pluralismo religioso, social y político.

Tampoco entiendo que la vivencia profunda de ser hijo de la Iglesia sea obstáculo para poder relacionarse con nuestros contemporáneos y para actuar como hombres y mujeres de nuestra época. ¡Cuánto necesitaríamos leer y asimilar aquel texto genial de H. de Lubac, “Catolicismo. Los aspectos sociales del dogma”! Claro está que viviendo el misterio de la Iglesia con la fuerza con que la vivieron este teólogo y tantos buenos católicos.

Esta es la única manera de alejar de nosotros dualismos o compartimentos estancos que para poco sirven. Se nos ha dado la vida cristiana para vivirla en plenitud también en este mundo, pero con el realismo suficiente como para no dar lecciones a nadie, pues llevamos este tesoro en vasijas de barro. No obstante, también hemos aprendido, por ejemplo, de Juan Pablo II, a desechar el complejo de ciudadanos miedosos de tantos católicos, que no creen en la fuerza del Evangelio o de la Doctrina Social de la Iglesia para vivir la siempre compleja vida del ser humano, que aspira a la felicidad, a fines que le superan y a los que no puede llegar sin la gracia de Jesucristo.

Si todavía creen tantos católicos que el que nuestros niños, adolescentes y jóvenes, estudien el hecho cristiano en la llamada clase de Religión contribuye menos para afrontar la vida en todos sus aspectos que el cursar matemáticas, conocimiento del medio, historia o filosofía, etc., ¿qué podemos esperar que hagan los que no conocen el Evangelio? Si desconocemos lo más esencial del contenido de nuestra fe, si apenas sabemos leer la Escritura Santa, si nos aburrimos con el Catecismo de la Iglesia Católica o la Doctrina Social de la Iglesia, ¿qué vamos a pedir a los que no comparten nuestra fe? Si no aceptamos ese fondo de lo creado que llamamos ley natural, si no hemos todavía aprendido a leer la gramática del mundo que nos rodea, ¿cómo daremos esperanza al mundo?

Bien. No es bueno seguir mi discurso. Mis palabras únicamente son expresión de mi amor a Cristo y a la Iglesia de Valladolid. Mi acción de gracias a cuantos habéis contribuido a la reflexión a tema tan importante como el desarrollado en este día y medio en este Salón de Actos del Colegio Mayor María de Molina que la Institución Teresiana ha tenido la gentileza de prestarnos. Ha sido una invasión pacífica. Gracias.