Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Vigilia Pascual 2007

7 de abril de 2007


Publicado: BOA 2007, 107.


«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24,5-6). Así lo anunciaron los mensajeros de Dios, vestidos con ropas refulgentes, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.

«No está aquí... Ha resucitado». Es curioso, pero cuando Jesús habló por primera vez a sus discípulos de su muerte en cruz ya se refirió a la resurrección. Fue cuando bajaban del monte de la Transfiguración; y ellos se preguntaban qué sería eso de «resucitar de entre los muertos». Creo que todavía muchos cristianos siguen preguntándose lo mismo, como algo que no entienden y que dejan pasar de largo, pues no parece interesante. Pero en Pascua precisamente nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos.

Con el rito del cirio pascual nos alegramos porque Él es Alfa y al mismo tiempo Omega —principio y fin de todo—, y existe, por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por toda la eternidad. Pero hoy la gente ve la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, ciertamente, asisten en masa a las procesiones hasta el Viernes Santo, pero no saben qué hacer el Sábado Santo y el Domingo de Pascua.

Si entramos en nosotros mismos, nos damos cuenta de que continuamos la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo dijo una vez con la ironía de los doctos que el milagro de un cadáver —el de Cristo— reanimado —si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que él no creía— a fin de cuentas sería algo sin importancia para nosotros porque, justamente, no tiene nada que ver con nosotros. ¿Para qué bautizarse, pues, y ser iniciado con los sacramentos pascuales?

En realidad, el que solamente una vez alguien (Cristo) haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo podría afectarnos? Pero es que la resurrección de Cristo es precisamente algo más que eso, es una cosa distinta. Es —si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución— la mayor “mutación”, el salto más decisivo hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la historia de la vida y sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia. Es lo que explica que haya cristianismo.

¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué valor tiene eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Este hombre, Jesús, no estaba solo. Él dijo que estaba tan insertado en el Padre, que por eso nadie le podía quitar la vida realmente. Él pudo y quiso dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Ésta brotó de nuevo a través de la muerte.

La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del morir y desaparecer. Inauguró una mueva dimensión del ser, de la vida, en la que ha sido integrada también la materia: surge un mundo nuevo. Esto no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros.

Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo este acontecimiento puede llegar hasta mí y atraer mi vida hacia Cristo y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizá sorprendente pero completamente real, es la siguiente: el acontecimiento de la resurrección de Jesús me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de esta Vigilia Pascual, y estos jóvenes reciben la vida resucitada de Cristo en los sacramentos pascuales, culminando su iniciación cristiana. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy distinto de un acto de socialización eclesial, como por desgracia ocurre tantas veces, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es algo más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida.

¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo —decía Benedicto XVI el año pasado en la Vigilia Pascual— se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de esta biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Vivo, pero ya no soy yo, mi identidad esencial ha cambiado. Esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita mi propio yo, pero para insertarlo en un nuevo sujeto más grande. Está mi yo, pero transformado.

Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Pues que Jesucristo nos libera de nuestro aislamiento y nos pone en la inmensidad de Dios y en la grandeza de su Iglesia. Quedamos así asociados a ese espacio abierto que es la vida de resucitados, aún en medio de las tribulaciones de nuestra vida. Ésta es la alegría de la Vigilia Pascual. La resurrección no ha pasado, nos ha alcanzado e impregnado. Y no sólo a los que bautizamos esta noche, sino a los ya bautizados hace tiempo. Nos sujetamos al Señor resucitado, sabiendo que Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en Iglesia, en un nosotros. Si vivimos así, transformamos el mundo.

«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en Jn 14,19. La vida eterna, la inmortalidad, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por esa relación con Cristo que nació el día de nuestro Bautismo, Él que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. De este modo entendemos que hayamos cantado con toda la Iglesia en el pregón pascual: «Exulten por fin los coros de los ángeles... Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Podemos proclamar también: «Cristo, tu Hijo resucitado... brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.