Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Ordenación de presbíteros y diácono 2007

22 de abril de 2007


Publicado: BOA 2007, 110.


Un saludo cordial a cuantos llenáis la Catedral en este Tercer Domingo de Pascua. Os saludo, queridos hermanos, queridos ordenandos con vuestras familias. Aquí está una gran parte del presbiterio diocesano y otros sacerdotes religiosos, los diáconos; aquí está el Seminario y miembros de las comunidades parroquiales donde nacisteis y aquéllas donde habéis trabajado pastoralmente. Todo está dispuesto para la ordenación de estos hermanos. Es un acto significativamente eclesial. El Pueblo de Dios quiere sacerdotes que, al frente de las comunidades, garanticen la vivencia de la Alianza de Jesucristo Salvador; quiere también religiosos consagrados a su carisma fundacional; quiere sentirse pueblo sacerdotal, sentirse cristiano.

La rica liturgia de este domingo nos ofrece tesoros para todos. Señalemos que una parte considerable del Evangelio se desarrolla en el mar de Galilea: la llamada de los primeros discípulos, la tempestad calmada, la pesca milagrosa, Jesús que camina sobre las aguas. Los pescadores de Galilea estaban asociados en pequeñas cooperativas, que los publicanos financiaban, cobrando buenos intereses. La cooperativa inmortalizada en el Evangelio es la de la familia Iona/Jonás, con sus hijos Simón y Andrés, y la familia Zebedeo, con sus hijos Santiago y Juan. De esta cooperativa de pescadores Cristo reclutó a sus primeros cuatro apóstoles. Aquí están también en este pasaje evangélico.

Estamos en el periodo de cuarenta días que sigue a la resurrección. Pedro y los suyos, parte del grupo que había seguido a Jesús, vuelven a pescar, a la actividad. Forman de nuevo un grupo. ¿No estará indicando el evangelista que, aunque pocos, es preciso trabajar juntos? «Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis». Ciento cincuenta y tres peces grandes. Esto se repite, queridos ordenandos, en nuestra vida: buscamos la solución de nuestros problemas en una cierta dirección, luchando tantas veces solos, sin apenas aceptar consejo de nadie. Acostumbraos a escuchar de Jesús: «Echa la red en otra parte: busca en otro lugar, o busca de otro modo. Con más calma, con más confianza en mí. Busca con fe y con oración, y encontrarás lo que has buscado hasta ahora en vano con todo tu mal ceño».

Había en esta red toda clase de peces, todo bien de Dios. Son enviados a todo tipo de hombres y mujeres. Pero, ¿cómo es que no reconocen a Jesús? No es sorprendente, pues Él no retorna simplemente a la vida como Lázaro, sino que ha entrado en una nueva vida. Para reconocerlo es preciso abrir otros ojos, hermanos, los de la fe, que a veces se abren lentamente. Esta es la enseñanza principal del pasaje: Jesús ha resucitado realmente en su verdadero cuerpo. «Nosotros hemos comido y bebido con Él después de su resurrección», dirá san Pedro en Hch 10,4, refiriéndose probablemente a este episodio.

Pero hay un segundo cuadro. Se trata de un diálogo entre Jesús y Pedro, que queremos escuchar como si se desarrollase ahora delante de nosotros: «“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” “Cierto, Señor, tú sabes que te amo”. “Apacienta mis corderos”. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” “Sí, Señor, tú sabes que te amo”. “Apacienta mis ovejas...”. “Simón, hijo de Juan, ¿Me amas?”». A esta tercera pregunta Pedro no contesta rápidamente; entra en sí mismo, se da cuenta de que el Señor quiere darle la oportunidad de cancelar su triple negación durante la pasión, y comprende lo que ha hecho. La tercera respuesta es tal vez la única verdadera y sabia, porque viene de un corazón contrito y humillado: «“Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”. “Apacienta a mis ovejas”».

Lo que más conmueve de esta página del Evangelio es que Jesús permanece fiel a la promesa hecha a Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Aunque Pedro haya sido infiel a la promesa hecha a Jesús: «Aunque tuviera que morir contigo, no te negaré» (Mt 26,35). Dios da siempre una posibilidad, y una tercera y una cuarta, sin límites. El amor de Cristo por Pedro tampoco tuvo límites y mostró cómo se ama. No dijo Jesús: «Pedro debe cambiar y convertirse en otro hombre antes de que yo pueda volver a amarlo». No, todo lo contrario. Como si hubiera dicho: «Pedro es Pedro y yo lo amo; es mi amor lo que le ayudará a ser otro hombre».

En consecuencia, no rompió la amistad para reemprenderla quizás cuando Pedro se hubiera convertido en otro hombre; no, conservó intacta su amistad, y precisamente eso fue lo que le ayudó a Pedro a convertirse en otro hombre. ¿Creemos que, sin esa fiel amistad de Cristo, se habría recuperado Pedro? Si no fuera de este modo, Cristo no habría conseguido amar nunca: en efecto, ¿dónde habría encontrado el hombre o la mujer perfectos?

Ese amor del Señor nos hace nuevos, hermanos. Sólo apoyados en ese amor de Cristo puede uno ser ordenado diácono, presbítero, obispo; pueden casarse en el Señor quienes tengan esa vocación; pueden consagrarse los religiosos y consagrados. No apoyados en las grandes cosas que nosotros haremos por nosotros mismos. Cuando se ven algunas vidas sacerdotales después de muchos años de ordenación comprendes que su vida cada día se apoya en este amor de Cristo; cuando ves otras, por el contrario, cae uno en la cuenta de que existen otras razones u otros apoyos, que llevan a esa vida sacerdotal al fracaso, a la amargura; a confiar no en Cristo, sino en el dinero o en otras distracciones.

No se trata, queridos ordenandos, de no tener pecado, cansancios, desánimos o equivocaciones. Los sacerdotes no somos perfectos, pero si está ese amor a Cristo, y en Él nos apoyamos, siempre habrá ilusión, deseo de trabajar, confianza, pasión pastoral, tengamos los años que tengamos. Estos son los sacerdotes que necesitamos. La confianza y el perdón del Maestro han hecho de Pedro una persona nueva, fuerte, fiel hasta la muerte, capaz de dar la vida por Cristo. Necesitamos sacerdotes y diáconos que hagan un servicio de amor, capaces de sufrir con sus fieles, de ir delante en el amor, no derrotistas. «Si uno quiere ser el primero, que sea el último y el servidor de todos» (Mc 9,35). «¿Me amas tú? Apacienta mis ovejas». Jesús, no lo olvidéis, hace consistir el amor por Él en el servir a los demás.

«¿Me amas tú?», dice Jesús a un papá o a una mamá: «cuida de tus hijos, que son también los míos». No sólo de la salud física, sino también de su salud moral. «¿Me amas tú?», dice al que puede dar un puesto de trabajo: «sé justo y respetuoso hacia los que de ti dependen». «¿Me amas tú?», nos dice a nosotros, sacerdotes: «escucha, consuela, da ánimos, perdona a la gente, estate cerca del que tiene luto, del que sufre. Si no puedes de otra manera, hazlo con la oración». «¿Me amas tú?», dice al que ha recibido una ofensa: «¡perdona!». «¿Me amas tú?», dice a cada uno de nosotros: «¡observa mis mandamientos!».

El único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante Él y con Él, ser para los hombres que Él busca, que Él quiere conducir por el camino de la vida. Contra esto no hay encuestas ni comentarios posibles. Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que Él disponga de mí; para que yo le sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Vuestra entrega no es al obispo; es, por Cristo, a Dios mismo.

El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que Él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros. A Cristo os encomiendo, queridos hermanos, especialmente en esta hora; que Él os ayude a ser buenos pastores. Os recomiendo igualmente el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amén.