Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

Imprimir A4  A4x2  A5  

Homilía

Ordenación de presbíteros 2007

23 de junio de 2007


Publicado: BOA 2007, 252.


Quiero saludar a estos diáconos que hoy son presentados en esta Asamblea eclesial para ser ordenados presbíteros. Los presenta el Provincial de la Compañía de Jesús, como legítimo responsable, pero los presenta en la Iglesia de Dios y para el servicio de los hombres y mujeres en este momento concreto de nuestra Historia que la Iglesia vive. No vais a formar parte de un presbyterium en particular, pero sí de diferentes presbiterios concretos, allí donde viváis vuestra misión. Sé perfectamente que vuestro carisma específico hará de vosotros presbíteros en disponibilidad eclesial múltiple, pero es bueno sentir que el Señor os llama para el orden de los presbíteros, miembros del Pueblo de Dios, religiosos o seculares, al servicio del resto de ese Pueblo, con una vida de entrega muy singular, en la que no puede faltar la comunión con el obispo en cuya Iglesia viváis y trabajéis como presbíteros. Así, creo yo, vivió san Ignacio su singularísimo carisma, «para sentir con la Iglesia».

Saludo también a los demás jesuitas, al Provincial de España, a los demás sacerdotes, y a cuantos estáis en esta iglesia; de modo especial, quiero saludar a los padres y familiares de los que en esta tarde seréis ordenados. La generosidad de ellos al seguir a Cristo como sacerdotes se une a la vuestra, agradable a Dios, ya que habéis aceptado respecto a vuestros hijos que un sacerdote ha de tener siempre una apertura a todo el mundo, lo cual les hace salir de su familia y adentrarse en otros ámbitos de fraternidad. Sin embargo, un sacerdote nunca está lejos de los que le dieron la vida y le enseñaron lo más importante de la vida: a amar y ser amados.

Lo primero que hemos de hacer, pues, hermanos, es dar gracias al Señor por estos diáconos y por el don de su sacerdocio, que enriquecerá a la Iglesia de Dios: por sus personas, por su decisión, por su capacidad de darse. Los presbíteros son pastores, aunque el pastoreo pueda ejercerse de muchos modos. De esto nos dejó ejemplo Cristo: Jesús es el verdadero pastor de Israel porque es el Hijo del hombre, que quiso compartir la condición de los seres humanos para darles la vida nueva y conducirlos a la salvación que su Padre quiere para los seres humanos. Cristo es un Pastor kalos, un adjetivo que significa no sólo bueno, sino “hermoso”, y que el evangelista san Juan utiliza únicamente para referirse a Jesús y su misión. También en el relato de las bodas de Caná, el adjetivo kalos se emplea dos veces aplicado al vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él el símbolo del vino bueno de los tiempos mesiánicos.

Sólo podemos ser sacerdotes en Cristo Sacerdote, es decir, únicamente si estamos radicados en Él, y le conocemos como el Padre conoce al Hijo y Jesús conoce al Padre. No se trata de mero conocimiento intelectual, lo sabéis, sino de una relación personal profunda; un conocimiento del corazón, propio de quien ama y de quien es amado; de quien es fiel y de quien sabe que, a su vez, puede fiarse; un conocimiento de amor, en virtud del cual Jesucristo invita a los suyos a seguirlo, y que se manifiesta plenamente en el don que Él nos hace de la vida eterna.

Queridos ordenandos: tengo la certeza de que Cristo no nos abandona y de que ningún obstáculo podrá impedir la realización de su designio universal de salvación; lo cual debe ser para vosotros motivo de constante consuelo —incluso en las dificultades— y de inquebrantable esperanza. A todos los cristianos nos viene bien el “oficio de consolar” que tiene Cristo, pero ciertamente los sacerdotes lo necesitamos, pues nuestra caridad pastoral y nuestro amor célibe a Cristo nos permite acercarnos a cuantos sufren y proporcionarles el consuelo y la paz del Señor.

La bondad del Señor está siempre con nosotros, y es fuerte. El sacramento del Orden, que estáis a punto de recibir, os hará partícipes de la misma misión de Cristo; estaréis llamados a sembrar la semilla de su Palabra —la semilla que lleva en sí el Reino de Dios—, a distribuir la misericordia divina y a alimentar a los fieles en la mesa de su Cuerpo y de su Sangre. Es una vida intensa a la que os llama el Señor, y sin Él poco podréis hacer. La celebración de la Eucaristía ha de ser para vosotros no un cumplir una tarea cansina, sino el compartir los sentimientos de Cristo Jesús cada día, una renovada comunión, un renovar el sacrificio de la cruz, descubriendo cada vez más la riqueza y la ternura del amor del Maestro. Él llama a una amistad muy íntima con Él. Escuchando dócilmente al que es la Palabra, siguiéndole fielmente, aprenderéis a traducir a la vida y al ministerio pastoral su amor y su pasión por la salvación de los hombres y mujeres, y descubriréis a los verdaderamente pobres. Sólo de este modo se puede dar la vida por Cristo y los hermanos, si fuera necesario. Aquí se encierra una belleza grande, que atrae.

¿Por qué esta gran asamblea para esta ordenación sacerdotal? Vosotros, seguro, tenéis muchos amigos y familiares que con gusto han venido para esta celebración, y esto explica la gran asamblea reunida. Pero tiene que haber otra explicación, en el fondo sencilla: a través del sacerdocio, nadie quiere hoy llegar a ser importante en lo humano, a convertirse en un personaje. Hay otro tipo de marketing para eso. Aquí no se trata de buscar nuestra propia exaltación, sino el servicio humilde de Jesucristo. Y el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. No desear ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante Él y con Él, ser para los hombres y mujeres, que Él busca para conducirlos por el camino de la vida. Y necesariamente este tipo de vida tiene una fuerza de atracción muy grande.

Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que Él disponga de mí; para que yo le sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad para con toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó. Jamás debemos contentarnos con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, hemos llegado... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, preocuparse por todos y de todos. Hemos de salir de nuevo y siempre «a los caminos y cercados» (Lc 14,23) para llevar la invitación de Dios a su banquete a todos los hombres que hasta ahora no han oído hablar de Él o no han sido tocados interiormente por Él. Esa es la tarea de la Iglesia, que hoy asumís.

Es hora de acabar y dejar que nuestro espíritu viva la riqueza que una ordenación sacerdotal contiene. Pero dejadme antes que os invite a la confianza. También a vosotros os repite hoy Jesús: «Ya no os llamo siervos, sino amigos». En la celebración de la liturgia de la víspera de la fiesta del Precursor, las palabras del Señor en Jeremías 1 y la solicitud y cariño con el que Dios trata a los padres de aquel que anunciará a Cristo, cumplido el tiempo, son una garantía para nosotros. A Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y confusiones; a Aquel que carga sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa, confiamos vuestras personas. A Él os encomendamos, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que Él os conduzca y os lleve todos los días, para que os ayude a ser, por Él y con Él, buenos pastores. La Reina de los Apóstoles interceda por vosotros. Amén.