Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Encuentro con el clero de las Diócesis \\de Belluno-Feltre y de Treviso

24 de julio de 2007


Temas: formación de la conciencia, sacerdocio (ministerio pastoral, humanidad y párroco), diálogo interreligioso, matrimonio-divorcio, misión ad gentes, sentido de la vida, nueva evangelización y Concilio Vaticano II.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2007/july/documents/hf_ben-xvi_spe_20070724_clero-cadore_sp.html

Publicado: BOA 2007, 371.


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Santidad, soy don Claudio y quiero hacerle una pregunta sobre la formación de la conciencia, de modo especial en las nuevas generaciones, porque hoy parece cada vez más difícil formar una conciencia coherente, una conciencia recta. Se confunde el bien y el mal con sentirse bien y sentirse mal, el aspecto más emotivo. Por eso, quisiera que nos diera usted algún consejo. Muchas gracias.

Excelencias, queridos hermanos, ante todo quisiera expresaros mi alegría y mi gratitud por este encuentro. Doy las gracias a los dos obispos, su excelencia Andrich y su excelencia Mazzocato, por esta invitación. A vosotros, que habéis venido en tan gran número durante el período de vacaciones, os manifiesto mi agradecimiento. Ver una iglesia llena de sacerdotes es alentador, porque demuestra que sí hay sacerdotes. La Iglesia está viva, aunque aumenten los problemas en nuestro tiempo y precisamente en nuestro Occidente. La Iglesia sigue siempre viva y, con sacerdotes que realmente desean anunciar el Reino de Dios, crece y resiste a las complicaciones que vemos hoy en nuestra situación cultural.

La primera pregunta refleja en cierto modo un problema de la cultura de Occidente, porque en los últimos dos siglos el concepto de conciencia ha cambiado profundamente. Hoy prevalece la idea de que sólo sería racional —parte de la razón— lo que es cuantificable. Las otras cosas, es decir, las materias de la religión y la moral, no entrarían en la razón común, porque no son comprobables o, como se dice, no son “falsificables” con experimentos.

En esta situación donde la moral y la religión son expulsadas por la razón, el único criterio definitivo de la moralidad y también de la religión es el sujeto, la conciencia subjetiva, que no conoce otras instancias. En definitiva, sólo decide el sujeto, con su sentimiento, con sus experiencias, con los criterios que pueda haber encontrado. Pero de esta forma el sujeto se convierte en una realidad aislada. Como usted ha dicho, así cambian los parámetros de un día a otro.

En la tradición cristiana, “conciencia” quiere decir ‘cum-scientia’; o sea: nosotros, nuestro ser, está abierto, puede escuchar la voz del ser mismo, la voz de Dios. Por tanto, la voz de los grandes valores está inscrita en nuestro ser y la grandeza del hombre consiste precisamente en que no está cerrado en sí mismo, no se reduce a las cosas materiales, cuantificables, sino que tiene una apertura interior a las cosas esenciales, y también la posibilidad de una escucha.

En la profundidad de nuestro ser podemos escuchar no sólo las necesidades del momento, las cosas materiales, sino también la voz del Creador mismo; así se conoce lo que es bueno y lo que es malo. Pero, naturalmente, esta capacidad de escucha debe ser educada y desarrollada. Y precisamente este es el compromiso del anuncio que nosotros hacemos en la Iglesia: desarrollar esta importantísima capacidad, dada por Dios al hombre, de escuchar la voz de la verdad y, así, la voz de los valores.

Por consiguiente, un primer paso consiste en hacer que las personas perciban que nuestra misma naturaleza lleva en sí un mensaje moral, un mensaje divino, que debe ser descifrado y que nosotros poco a poco podemos conocer y escuchar mejor si desarrollamos en nosotros una escucha interior. Ahora bien, el problema concreto consiste en cómo educar para la escucha, en cómo lograr que el hombre sea capaz de escuchar, a pesar de todas las sorderas modernas, en cómo hacer que se vuelva a escuchar, en cómo conseguir que se haga realidad el effetá del bautismo, la apertura de los sentidos interiores.

Viendo la situación en la que nos encontramos, yo propondría una combinación entre un camino laico y un camino religioso: el camino de la fe. Hoy todos vemos que el hombre podría destruir el fundamento de su existencia, su tierra, y, por tanto, que ya no podemos hacer con nuestra tierra, con la realidad que nos ha sido encomendada, lo que queramos y lo que en cada momento parezca útil o conveniente; si queremos sobrevivir, debemos respetar las leyes interiores de la creación, de esta tierra, aprenderlas y también obedecerlas.

Así pues, esta obediencia a la voz de la tierra, del ser, es más importante para nuestra felicidad futura que las voces y los deseos del momento. En otras palabras, este es un primer criterio que conviene aprender: el ser mismo, nuestra tierra, habla con nosotros, y nosotros debemos escuchar si queremos sobrevivir y descifrar este mensaje de la tierra. Y si debemos ser obedientes a la voz de la tierra, esto vale aún más para la voz de la vida humana. No sólo debemos cuidar la tierra; también debemos respetar al otro, a los otros: al otro en su singularidad como persona, como mi prójimo, y a los otros como comunidad que vive en el mundo y en la que debemos vivir juntos. Y vemos que sólo si respetamos absolutamente a esta criatura de Dios, a esta imagen de Dios que es el hombre, y si respetamos absolutamente la convivencia en la tierra, podemos progresar.

De este modo, llegamos a la conclusión de que necesitamos las grandes experiencias morales de la humanidad, que son experiencias surgidas del encuentro con el otro, con la comunidad; la experiencia de que la libertad humana es siempre una libertad compartida y sólo puede funcionar si compartimos nuestras libertades respetando los valores que son comunes a todos.

Me parece que con estos pasos podemos hacer ver la necesidad de obedecer a la voz del ser, de respetar la dignidad del otro, de respetar la necesidad de vivir juntos nuestras libertades como una libertad, y para todo esto es preciso conocer el valor que implica promover una digna comunión de vida entre los hombres. Así llegamos, como ya he dicho, a las grandes experiencias de la humanidad, en las que se manifiesta la voz del ser, y sobre todo a las experiencias de la gran peregrinación histórica del pueblo de Dios, que comenzó con Abrahán; en él, no sólo encontramos las experiencias humanas fundamentales, sino que también, a través de esas experiencias, podemos escuchar la voz del Creador mismo, que nos ama y ha hablado con nosotros.

Aquí, en este contexto, respetando las experiencias humanas que nos indican el camino hoy y mañana, me parece que los diez Mandamientos tienen siempre un valor prioritario, en el que vemos las grandes señales que nos indican el camino. Los diez Mandamientos, releídos, revividos a la luz de Cristo, a la luz de la vida de la Iglesia y de sus experiencias, indican algunos valores fundamentales y esenciales: los mandamientos cuarto y sexto, juntos, indican la importancia de nuestro cuerpo, de respetar las leyes del cuerpo, de la sexualidad y del amor, el valor del amor fiel, la familia. El quinto mandamiento indica el valor de la vida y también el valor de la vida común. El séptimo mandamiento indica el valor de compartir los bienes de la tierra, la justa distribución de estos bienes, la administración de la creación de Dios. El octavo mandamiento indica el gran valor de la verdad. Y, así como en los mandamientos cuarto, quinto y sexto tenemos el amor al prójimo, en el octavo tenemos la verdad.

Todo esto no funciona si falta la comunión con Dios, el respeto a Dios y la presencia de Dios en el mundo. Un mundo sin Dios será siempre un mundo de arbitrariedad y de egoísmo. Sólo si aparece Dios hay luz, hay esperanza. Nuestra vida tiene un sentido que no surge de nosotros, sino que nos precede, nos dirige. Por consiguiente, en este sentido tomamos juntos los caminos obvios que hoy también la conciencia laica puede ver fácilmente, y así tratamos de guiar las voces más profundas, la voz verdadera de la conciencia, que se comunica en la gran tradición de la oración, de la vida moral de la Iglesia. Yo creo que, con un camino de paciente educación, todos podemos aprender a vivir y a encontrar la verdadera vida.

Soy don Mauro. Santidad, al desempeñar nuestro ministerio pastoral, cada vez nos vemos más agobiados por muchos afanes. Aumentan los compromisos de gestión administrativa de las parroquias, de organización pastoral y de acogida de las personas que atraviesan situaciones difíciles. ¿Hacia qué prioridades debemos orientar hoy nuestro ministerio de sacerdotes y párrocos, para evitar, por un lado, la fragmentación y, por otro, la dispersión? Muchas gracias.

Es una pregunta muy realista; es verdad. También yo experimento un poco este problema, con tantos asuntos que surgen cada día, con tantas audiencias necesarias, con tanto que hacer. Sin embargo, es preciso establecer las prioridades adecuadas y no olvidar lo esencial: el anuncio del Reino de Dios. Al escuchar esta pregunta, me vino a la mente el evangelio de hace dos semanas sobre la misión de los setenta y dos discípulos. Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos setenta y dos discípulos, les dio tres imperativos, que a mi parecer expresan también hoy sustancialmente las grandes prioridades del trabajo de un discípulo de Cristo, de un sacerdote. Los tres imperativos son: orad, curad y anunciad. Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo.

«Orad», es decir: sin una relación personal con Dios, todo lo demás no puede funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad divina y la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no vivimos una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo Jesús.

Por eso cada día celebramos la santa Eucaristía como encuentro fundamental, donde el Señor habla con nosotros y nosotros con el Señor, que se entrega en nuestras manos. Sin la Liturgia de las Horas, por la que entramos en la gran plegaria de todo el pueblo de Dios, comenzando por los Salmos del pueblo antiguo renovado en la fe de la Iglesia, y sin la oración personal, no podemos ser buenos sacerdotes, pues se pierde la sustancia de nuestro ministerio. Por eso, el primer imperativo es ser hombres de Dios, es decir, hombres que tienen amistad con Cristo y con sus santos.

Viene luego el segundo imperativo. Jesús dijo: «curad a los enfermos, a los abandonados, a los necesitados». Es el amor de la Iglesia a los marginados, a los que sufren. Incluso las personas ricas pueden estar interiormente marginadas y sufrir. «Curar» se refiere a todas las necesidades humanas, que son siempre necesidades que van en lo profundo hacia Dios. Por tanto, como se dice, es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones humanas con las personas que nos han sido encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad, porque Dios se hizo hombre y así reafirmó todas las dimensiones de nuestro ser humano.

Pero, como he aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi parecer, a este «curar», en sus múltiples formas, pertenece también el ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el Bautismo, que es la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan por el sacramento de la Reconciliación, y la Unción de los Enfermos. Por supuesto, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía, se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero sobre todo —este es nuestro mandato— las almas. Debemos pensar en las muchas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la meditación, estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios.

Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos nosotros? Anunciamos el Reino de Dios. Pero el Reino de Dios no es una utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realice dentro de cincuenta años o quién sabe cuándo. El Reino de Dios es Dios mismo, Dios que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el Reino de Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos los creyentes. Por consiguiente, anunciar el Reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy, hacer presente la Palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de Dios y, naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en la sagrada Eucaristía.

Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace reconocer los límites de nuestras fuerzas. Lo que no podamos hacer nosotros, lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar, de colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de orar, curar y anunciar.

Me llamo don Daniele. Santidad, el Véneto es tierra de fuerte inmigración, con una presencia importante de personas no cristianas. Esta situación obliga a nuestras diócesis a llevar a cabo una nueva tarea de evangelización en su interior. Sin embargo, resulta ardua, porque debemos conciliar las exigencias del anuncio del Evangelio con las de un diálogo respetuoso con las demás religiones. ¿Qué indicaciones pastorales nos puede dar? Muchas gracias.

Naturalmente, vosotros vivís más de cerca esta situación. En este sentido, no puedo dar muchos consejos prácticos, pero puedo decir que en todas las visitas ad limina, tanto de los obispos asiáticos, africanos y latinoamericanos, como de toda Italia, siempre se afrontan estas situaciones. Ya no existe un mundo uniforme. Sobre todo en nuestro Occidente están presentes todos los demás continentes, las demás religiones, los demás modos de vivir la vida humana. Vivimos en un encuentro permanente, que tal vez nos asemeja a la Iglesia antigua, donde se vivía la misma situación. Los cristianos eran una pequeñísima minoría, un grano de mostaza que comenzaba a crecer, rodeado de religiones y condiciones de vida muy diversas. Por consiguiente, debemos aprender nuevamente lo que vivieron los cristianos de las primeras generaciones.

San Pedro, en su Primera Carta, en el capítulo tercero, dijo: «Debéis estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (cf. 1P 3, 15). Así formuló la necesidad de combinar el anuncio y el diálogo, dirigiéndose al hombre normal de aquel tiempo, al cristiano normal. No dijo formalmente: «Anunciad a cada uno el Evangelio». Dijo: «Debéis ser capaces, debéis estar dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza». Me parece que esta es la síntesis necesaria entre el diálogo y el anuncio.

El primer punto es que en nosotros mismos siempre debe estar presente la razón de nuestra esperanza. Debemos vivir la fe y pensar la fe, conocerla interiormente. Así, en nosotros mismos la fe se convierte en razón, se hace razonable. La meditación del Evangelio, y en su caso el anuncio, la homilía, la catequesis, para hacer que las personas sean capaces de pensar la fe, son ya elementos fundamentales en esta unión de diálogo y anuncio. Nosotros mismos debemos pensar la fe, vivir la fe, y como sacerdotes encontrar maneras diversas de hacerla presente, a fin de que nuestros católicos puedan encontrar la convicción, la predisposición y la capacidad para dar razón de su fe.

El anuncio que transmite la fe a la conciencia de hoy debe tener múltiples formas. Sin duda, la homilía y la catequesis son dos formas principales, pero luego hay otras muchas formas de encuentro —seminarios sobre la fe, movimientos laicales, etc.— donde se habla de la fe y se aprende la fe. Todo esto nos hace capaces, ante todo, de vivir como auténticos prójimos de los no cristianos; aquí prevalecen los cristianos ortodoxos y los protestantes; luego vienen los seguidores de otras religiones, musulmanes, y otros.

El primer aspecto es vivir con ellos, reconociendo que son el prójimo, nuestro prójimo. Por tanto, vivir en primera línea el amor al prójimo como manifestación de nuestra fe. Yo creo que esto constituye ya un testimonio muy fuerte y también una forma de anuncio: vivir realmente con estos “otros” el amor al prójimo, reconocer en ellos a nuestro prójimo, de forma que puedan constatar que este «amor al prójimo» está dirigido a ellos. Si sucede esto, podremos presentar más fácilmente la fuente de este comportamiento nuestro, es decir, explicar que el amor al prójimo es manifestación de nuestra fe.

En el diálogo no se puede pasar inmediatamente a los grandes misterios de la fe, aunque los musulmanes tengan ya cierto conocimiento de Cristo, cuya divinidad niegan, pero al que al menos reconocen como un gran profeta, y aman a la Virgen María. Por eso, también hay elementos comunes en la fe, que pueden servir de punto de partida para el diálogo.

Algo práctico y realizable, necesario, es sobre todo buscar un entendimiento básico sobre los valores que es preciso vivir. También aquí tenemos un tesoro común, porque vienen de la religión de Abrahán, interpretada, revivida de una manera que hay que estudiar, a la que en última instancia debemos responder. Pero está presente la gran experiencia sustancial, la de los diez Mandamientos, y creo que este es el punto en el que debemos profundizar.

Los grandes misterios me parecen un nivel al que es difícil llegar, e imposible en los grandes encuentros. Tal vez la semilla deba entrar en el corazón, a fin de que en algunos pueda madurar una respuesta de fe a través de diálogos más específicos. Pero lo que podemos y debemos hacer es buscar el consenso en torno a los valores fundamentales, expresados en los diez Mandamientos, resumidos en el amor al prójimo y el amor a Dios, que se pueden interpretar en las diversas dimensiones de la vida.

Al menos seguimos un camino común hacia el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios que es finalmente el Dios de rostro humano, el Dios presente en Jesucristo. Este último paso sólo se ha de dar en encuentros íntimos, personales o de pequeños grupos; en cambio, el camino hacia este Dios, del que vienen estos valores que hacen posible la vida común, me parece realizable también en encuentros más amplios.

Así pues, a mi parecer, aquí se realiza una forma de anuncio humilde, paciente, que espera, pero que también concreta ya nuestro vivir según la conciencia iluminada por Dios.

Soy don Samuele. Hemos escuchado su invitación a orar, a curar y a anunciar. Lo hemos tomado en serio, preocupándonos de su persona y, para manifestarle nuestro afecto, le hemos traído algunas botellas de buen vino de nuestra tierra, que le entregaremos por medio de nuestro obispo. Paso a la pregunta. Cada vez aumentan más los casos de personas divorciadas que se vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a los sacerdotes una ayuda para su vida espiritual. Estas personas con frecuencia sufren por no poder acceder a los sacramentos. Es necesario afrontar esas situaciones, compartiendo los sufrimientos que implican. Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas, espirituales y pastorales podemos compaginar la misericordia y la verdad? Muchas gracias.

Sí, se trata de un problema doloroso, y ciertamente no existe una receta sencilla para resolverlo. Todos sufrimos por este problema, pues todos tenemos a personas cercanas que se encuentran en esa situación y sabemos que para ellos es un dolor y un sufrimiento, porque quieren estar en plena comunión con la Iglesia. El vínculo de su matrimonio anterior reduce su participación en la vida de la Iglesia. ¿Qué hacer?

Un primer punto sería, naturalmente, la prevención, en la medida de lo posible. Por eso, resulta cada vez más fundamental y necesaria la preparación para el matrimonio. El Derecho Canónico asume que el hombre como tal, incluso el que no tiene una gran instrucción, quiere formar un matrimonio según la naturaleza humana, como se indica en los primeros capítulos del Génesis. Es hombre, tiene una naturaleza humana y, por consiguiente, sabe lo que es el matrimonio. Quiere hacer lo que dice su naturaleza humana. Esto es lo que da por supuesto el Derecho Canónico. Es algo que se impone: el hombre es hombre, la naturaleza es así, y le dice eso.

Pero hoy ese axioma según el cual el hombre quiere hacer lo que está en su naturaleza, un matrimonio único y fiel, se transforma en un axioma un poco distinto. «Volunt contrahere matrimonium sicut ceteri homines». Ya no sólo habla la naturaleza, sino los «ceteri homines»: lo que hacen todos. Y lo que hoy hacen todos no es sólo el matrimonio natural, según el Creador, según la creación; lo que hacen los «ceteri homines» es casarse con la idea de que un día el matrimonio puede fracasar y luego se puede pasar a un segundo, a un tercero y a un cuarto matrimonio. Este modelo, «como hacen todos», se convierte en un modelo opuesto a lo que dice la naturaleza. Así resulta normal casarse, divorciarse y volverse a casar; y nadie piensa que sea algo que vaya contra la naturaleza humana, o al menos es difícil encontrar a una persona que piense así.

Por eso, para ayudar a las personas a llegar realmente al matrimonio, no sólo en el sentido de la Iglesia, sino también en el del Creador, debemos revivir la capacidad de escuchar a la naturaleza. Así volvemos a la primera cuestión, a la primera pregunta. Es necesario redescubrir en «lo que hacen todos» lo que nos dice la naturaleza misma, que habla de modo diferente al de esa costumbre moderna. En efecto, nos invita al matrimonio para toda la vida, con una fidelidad que dure toda la vida, a pesar de los sufrimientos que implica crecer juntos en el amor.

Así pues, los cursos de preparación para el matrimonio deben ayudar a revivir en nosotros la voz de la naturaleza, del Creador, para redescubrir, más allá de lo que hacen todos los «ceteri homines», lo que nos dice íntimamente nuestro ser mismo. En esta situación, distinguiendo entre lo que hacen todos y lo que dice nuestro ser, los cursos de preparación para el matrimonio deben ser un camino de redescubrimiento, para volver a aprender lo que nos dice nuestro ser; deben ayudarnos a llegar a una decisión verdadera con respecto al matrimonio según el Creador y según el Redentor.

Esos cursos de preparación son muy importantes para “conocerse a uno mismo”, para descubrir la verdadera voluntad matrimonial. No basta la preparación, pues las grandes crisis vienen después. Por eso, es muy importante el acompañamiento durante los primeros diez años de matrimonio. En la parroquia no sólo hay que promover los cursos de preparación, sino también la comunión en el camino que viene después, acompañarse y ayudarse mutuamente. Los sacerdotes, y también las familias que ya han hecho esas experiencias, que conocen esos sufrimientos, esas tentaciones, deben ayudarles en sus momentos de crisis. Es importante la presencia de una red de familias que se ayuden mutuamente. También los movimientos pueden prestar una gran ayuda.

La primera parte de mi respuesta sugiere la prevención, no sólo en el sentido de preparar, sino también de acompañar, es decir, la presencia de una red de familias que ayude a afrontar esta situación contemporánea, donde todo está en contra de la fidelidad de por vida. Es necesario ayudar a encontrar esta fidelidad, a aprenderla incluso en medio del sufrimiento.

Sin embargo, en caso de fracaso, es decir, cuando los esposos no se sienten capaces de cumplir su voluntad inicial, queda siempre la pregunta de si realmente fue una voluntad, en el sentido del sacramento. Por tanto, se puede abrir un proceso para la declaración de nulidad. Si fue un verdadero matrimonio, y en consecuencia no pueden volver a casarse, la presencia permanente de la Iglesia ayuda a estas personas a soportar un sufrimiento adicional. En el primer caso, tenemos el sufrimiento de superar esa crisis, de aprender una fidelidad ardua y madura. En el segundo, tenemos el sufrimiento de encontrarse en un vínculo nuevo, que no es el sacramental y que por tanto no permite la comunión plena en los sacramentos de la Iglesia. Aquí se trata de enseñar y aprender a vivir con este sufrimiento. Volveremos a este punto en la primera pregunta de la otra Diócesis.

En nuestra generación, en nuestra cultura, debemos redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser algo muy positivo, pues nos ayuda a madurar, a ser lo que debemos ser, a estar más cerca del Señor, que sufrió por nosotros y sufre con nosotros. Así pues, también en esta segunda situación es de suma importancia la presencia del sacerdote, de las familias, de los movimientos, la comunión personal y comunitaria, la ayuda del amor al prójimo, un amor muy específico. Sólo este amor profundo de la Iglesia, que se realiza con un acompañamiento colectivo, puede ayudar a estas personas a sentirse amadas por Cristo, miembros de la Iglesia, incluso en una situación difícil, y a vivir la fe.

Santidad, me llamo don Saverio. Mi pregunta se refiere a las misiones. Este año se cumple el 50º Aniversario de la Encíclica Fidei donum. Aceptando la invitación del Papa, muchos sacerdotes, también de nuestra Diócesis, incluido yo, hemos vivido —otros siguen viviendo— la experiencia de la misión ad gentes. Sin duda se trata de una experiencia extraordinaria que, en mi modesta opinión, podrían vivir numerosos sacerdotes en el ámbito del intercambio entre Iglesias hermanas. Sin embargo, teniendo en cuenta la disminución del número de sacerdotes en nuestros países, ¿cómo se puede llevar hoy a la práctica la indicación de esa Encíclica y con qué espíritu deben acogerla y vivirla los sacerdotes enviados y toda la diócesis? Muchas gracias.

Gracias. Ante todo, quisiera expresar mi agradecimiento a todos estos sacerdotes fidei donum y a las diócesis. Como ya he dicho, recientemente he tenido numerosas visitas ad limina tanto de obispos de Asia como de África y América Latina, y todos me dicen: «Tenemos gran necesidad de sacerdotes fidei donum y estamos muy agradecidos por el trabajo que realizan, pues hacen presente, en situaciones a menudo dificilísimas, la catolicidad de la Iglesia; demuestran que somos una gran comunión universal, así como el amor al prójimo lejano, al que ellos hacen cercano, próximo». Este gran don, que se ha hecho realidad durante los últimos cincuenta años, lo he visto y percibido casi de modo palpable en todos mis diálogos con los sacerdotes, que dicen: «No penséis que los africanos ya somos ahora autosuficientes; seguimos teniendo necesidad de que se haga visible la gran comunión de la Iglesia universal». Todos necesitamos que se demuestre la comunión de los católicos, un amor al prójimo vivido por personas que llegan de lejos para ir al encuentro de su prójimo.

Hoy la situación ha cambiado, en el sentido de que también nosotros en Europa recibimos a sacerdotes procedentes de África, de América Latina e incluso de otras partes de la misma Europa, y eso nos permite ver la belleza de este intercambio de dones, de este don recíproco, porque todos tenemos necesidad de todos. Precisamente así crece el Cuerpo de Cristo.

Para resumir, quisiera decir que este don era y es un gran don y que así lo percibe la Iglesia. En muchas situaciones —que ahora no puedo describir— en las que existen problemas sociales, de desarrollo, de anuncio de la fe, de aislamiento, de necesidad de la presencia de otros, estos sacerdotes son un don en el que las diócesis y las Iglesias particulares reconocen la presencia de Cristo que se entrega por nosotros y, al mismo tiempo, reconocen que la Comunión eucarística no es sólo comunión sobrenatural: también se convierte en comunión concreta a través de este don de los sacerdotes diocesanos, que van a otras diócesis, transformando así la red de las Iglesias particulares en una auténtica red de amor.

Gracias a todos los que han hecho realidad este don. Animo a los obispos y a los sacerdotes a seguir otorgando este don. Sé que ahora en Europa, con la escasez de vocaciones, resulta cada vez más difícil hacerlo, pero ya tenemos la experiencia de que también otros continentes, como Asia —en concreto, la India— y sobre todo África, nos están dando sacerdotes. La reciprocidad sigue siendo muy importante; precisamente por eso es muy necesaria la experiencia de que somos Iglesia enviada al mundo y de que todos conocen a todos y aman a todos; esa es también la fuerza del anuncio. Así se pone de manifiesto que el grano de mostaza da fruto y se hace un árbol cada vez más grande, en el que las aves del cielo pueden descansar. Gracias y ¡ánimo!

Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una dificultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de consumo inmediato; no un proyecto a construir, sino un vagar sin meta. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y perfectos y eso supone que cualquier pequeño fracaso y la mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento, sino como una derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos irremediables como el suicidio, que hiere gravemente el corazón de quienes los aman y de la sociedad entera. ¿Qué nos puede decir a los educadores, que a menudo nos sentimos con las manos atadas y sin respuestas? Muchas gracias.

Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, «la gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado». Entonces la vida es algo ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido en sí misma. Al contrario, debemos tratar de dar sentido a esta parte del ser.

Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado “creacionismo” y el evolucionismo, presentados como si fueran alternativas incompatibles: quien cree en el Creador no podría admitir la evolución y, por el contrario, quien apoya la evolución debería excluir a Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen muchas pruebas científicas a favor de la evolución, que se presenta como una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la vida y del ser como tal.

Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde procede todo y por qué ese camino desemboca finalmente en el hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona quise decir también que la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver esos hechos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la realidad. Nuestra razón es más amplia, y puede ver que la razón no es en sustancia algo irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo, la Razón creadora, y nosotros somos verdaderamente un reflejo de la Razón creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y que en definitiva da significado a nuestra vida.

Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos de dificultad se transforman en momentos de madurez, del proceso y progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su último momento de vida.

Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.

Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica siempre renunciar a nosotros mismos, aceptar a los demás con su manera diferente de ser, una entrega de nosotros mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor, sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegamos a ser grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.

Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en la parroquia como en la Acción Católica y en los movimientos, pues sólo en compañía de otros podrán las nuevas generaciones descubrir esta gran dimensión de nuestro ser.

Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que escribió usted en su libro “Jesús de Nazaret”: «¿Qué ha traído en verdad Jesús al mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un mundo mejor? ¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios». Hasta aquí la cita, que me parece llena de claridad y verdad. Mi pregunta es: se habla de nueva evangelización, de nuevo anuncio del Evangelio —ésta ha sido también la decisión principal del Sínodo de nuestra Diócesis de Belluno-Feltre—, pero ¿qué hacer para que este Dios, única riqueza traída por Jesús y que a muchos les parece como envuelto en niebla, siga resplandeciendo en nuestros hogares y sea agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen no tener ya sed? Muchas gracias.

Gracias. Es una pregunta fundamental. La pregunta fundamental de nuestro trabajo pastoral es cómo llevar a Dios al mundo, a nuestros contemporáneos. Evidentemente, el llevar a Dios abarca muchos aspectos: ya en el anuncio de Jesús, con su vida y muerte podemos ver las muchas dimensiones de Dios, que forman una unidad. Debemos tener presentes dos cosas. Por una parte, el anuncio cristiano, el Cristianismo, no es un paquete complicadísimo de tantos dogmas que nadie podría llegar a conocerlos por completo. No es algo sólo para académicos, que pueden estudiar estas cosas, sino algo sencillo: Dios existe, Dios está cercano en Jesucristo. El mismo Jesucristo, resumiendo, dijo: «Ha llegado el Reino de Dios». Esto es lo que anunciamos, algo muy sencillo en el fondo. Todos los otros aspectos son sólo dimensiones de esa única realidad; no todas las personas deben conocerlo todo, pero ciertamente todas deben entrar en lo profundo, en lo esencial; así se abordan con alegría creciente también las diversas dimensiones.

Pero, en concreto, ¿qué se ha de hacer? Hablando del trabajo pastoral actual ya tocamos los puntos esenciales. Pero continuando en este sentido, llevar a Dios implica sobre todo, por una parte, el amor y, por otra, la esperanza y la fe. Es decir, la dimensión de la vida, el mejor testimonio de Cristo, el mejor anuncio, es siempre la vida de los auténticos cristianos. Hoy el anuncio más hermoso lo realizan las familias que, alimentándose de la fe, viven con una alegría profunda y básica, incluso en medio del sufrimiento, y ayudan a los demás, amando a Dios y al prójimo. También para mí el anuncio más estimulante es siempre el de las familias o personalidades católicas impregnadas de fe. En ellas resplandece realmente la presencia de Dios y a través de ellas llega el “agua viva” de la que usted ha hablado. Así pues, el anuncio fundamental es precisamente el de la vida misma de los cristianos.

Por supuesto, después viene el anuncio de la Palabra. Debemos hacer todo lo posible para que se escuche y se conozca la Palabra. Hoy existen muchas escuelas de la Palabra y el diálogo con Dios en la Sagrada Escritura, diálogo que también se transforma necesariamente en oración, porque un estudio meramente teórico de la Sagrada Escritura es sólo una escucha intelectual y no sería un encuentro verdadero y satisfactorio con la Palabra de Dios. Si es verdad que en la Escritura y en la Palabra de Dios es el Señor, el Dios vivo, quien nos habla, suscita nuestra respuesta y nuestra oración, entonces las escuelas de la Escritura deben ser también escuelas de oración, de diálogo con Dios, de acercamiento íntimo a Dios.

A continuación vienen todas las formas de anuncio. Naturalmente, los sacramentos. Con Dios siempre vienen también todos los santos. Como nos dice la Sagrada Escritura desde el inicio, Dios nunca viene solo, viene acompañado y rodeado de los ángeles y de los santos. En la gran vidriera de San Pedro que representa al Espíritu Santo, me agrada mucho que Dios se encuentre rodeado de una multitud de ángeles y de seres vivos, que son expresión y, por decirlo así, emanación del amor de Dios.

Con Dios, con Cristo, con el hombre que es Dios y con Dios que es hombre, viene la Virgen. Esto es muy importante. Dios, el Señor, tiene una Madre y en esa Madre reconocemos realmente la bondad maternal de Dios. La Virgen, Madre de Dios, es el auxilio de los cristianos, es nuestro consuelo permanente, es nuestra gran ayuda. Esto lo veo también en el diálogo con los obispos del mundo, de África y últimamente de América Latina. El amor a la Virgen es la gran fuerza de la catolicidad. En la Virgen reconocemos toda la ternura de Dios; por eso, cultivar y vivir este gozoso amor a la Virgen, a María, es un don muy grande de la catolicidad.

Luego vienen los santos. Cada lugar tiene su santo. Eso está bien, porque así vemos los múltiples colores de la única luz de Dios y de su amor, que se acerca a nosotros. Debemos descubrir a los santos en su belleza, en su acercarse a nosotros en la Palabra, pues en un santo determinado podemos encontrar traducida precisamente para nosotros la Palabra inagotable de Dios; así mismo, todos los aspectos de la vida parroquial, incluso los humanos. No debemos andar siempre por las nubes, por las altísimas nubes del Misterio; también debemos estar con los pies en la tierra y vivir juntos la alegría de ser una gran familia: la pequeña gran familia de la parroquia, la gran familia de la diócesis, la gran familia de la Iglesia universal.

En Roma puedo ver todo esto; puedo ver cómo personas procedentes de todas las partes del mundo y que no se conocen, en realidad se conocen, porque todos forman parte de la familia de Dios; se sienten una familia porque todos tienen el amor al Señor, a la Virgen, a los santos; tienen la sucesión apostólica, al Sucesor de Pedro, a los obispos.

Esta alegría de la catolicidad, con sus múltiples colores, es también la alegría de la belleza. Aquí tenemos la belleza de un hermoso órgano; la belleza de una hermosísima iglesia; la belleza que se ha desarrollado en la Iglesia. Me parece un testimonio maravilloso de la presencia y de la verdad de Dios. La Verdad se manifiesta en la belleza y debemos agradecer esta belleza y hacer todo lo posible para que permanezca, se desarrolle y crezca aún más. De esta forma, Dios llega hasta nosotros de un modo muy concreto.

Soy don Lorenzo, párroco. Santo Padre, los fieles esperan sólo una cosa de los sacerdotes: que seamos especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. No son palabras mías, sino de Su Santidad en un discurso al clero en Varsovia . Mi padre espiritual en el seminario, durante aquellas arduas sesiones de dirección espiritual, me decía: «Lorenzino, humanamente vas bien, pero...», y cuando decía «pero» quería decir que a mí me gustaba más jugar al fútbol que hacer la adoración eucarística. Y decía que eso no se correspondía con mi vocación; que yo no debía contradecir a mis profesores en las clases de Moral y de Derecho, porque los profesores sabían más que yo. Y no sé qué otras cosas querría insinuar con aquel «pero». De todos modos, ahora que está en el cielo rezo por él alguna vez un réquiem. A pesar de todo eso, soy sacerdote desde hace 34 años y me siento muy feliz. No he hecho milagros, ni desastres conocidos; quizás alguno desconocido. Para mí, «humanamente vas bien» es una felicitación. Acercar el hombre a Dios y Dios al hombre, ¿no se realiza sobre todo a través de lo que llamamos humanidad, que es irrenunciable también para nosotros, los sacerdotes?

Gracias. Diría simplemente «sí» a lo que ha dicho usted al final. El catolicismo, de una forma un poco simplista, ha sido considerado siempre la religión del gran et... et... (‘y... y...’), es decir, la religión de la síntesis, no de grandes exclusivismos. Católico quiere decir precisamente ‘síntesis’. Por eso, yo no soy partidario de las exclusiones: o jugar al fútbol o estudiar Sagrada Escritura o Derecho canónico. Hay que hacer las dos cosas. Es bueno hacer deporte; yo no soy un gran deportista, pero cuando era más joven me agradaba ir a la montaña de vez en cuando; ahora sólo hago algunas caminatas muy fáciles, pero siempre me gusta pasear aquí, en esta hermosa tierra que el Señor nos ha dado.

Ciertamente, no podemos vivir siempre en una profunda meditación. Tal vez un santo, en la última fase de su camino terrestre, puede llegar a ese punto, pero normalmente vivimos con los pies en la tierra y los ojos dirigidos al cielo. Ambas cosas nos las ha dado el Señor. Por eso, amar las cosas humanas, amar las bellezas de su mundo, no sólo es muy humano, sino que además es muy cristiano y auténticamente católico.

Diría, y creo que ya lo he mencionado antes, que una pastoral católica buena y auténtica incluye también este aspecto: vivir en el et... et...; vivir la humanidad y el humanismo del hombre, todos los dones que el Señor nos ha dado y que hemos desarrollado; y, al mismo tiempo, no olvidar a Dios, porque al final la gran luz viene de Dios; sólo de Él viene la luz que da alegría a todos estos aspectos de las cosas que existen.

Así pues, simplemente quiero poner de relieve la gran síntesis católica, el et... et...: ser verdaderamente hombre y, cada uno según sus dones y su carisma, amar la tierra y las cosas hermosas que el Señor nos ha dado, pero también agradecer el hecho de que en la tierra resplandezca la luz de Dios, que da esplendor y belleza a todo lo demás. En este sentido, vivamos gozosamente la catolicidad. Esta sería mi respuesta.

Me llamo don Arnaldo. Santo Padre, debido a las exigencias pastorales y ministeriales, y al número cada vez menor de sacerdotes, nuestros obispos se ven obligados a redistribuir al clero, a menudo acumulando compromisos y encomendando varias parroquias a la misma persona. Eso afecta a la sensibilidad de numerosas comunidades de bautizados y a la disponibilidad de nosotros, los sacerdotes, para vivir juntos —sacerdotes y laicos— el ministerio pastoral. ¿Cómo vivir este cambio de organización pastoral, dando prioridad a la espiritualidad del Buen Pastor? Muchas gracias, Santidad.

Sí, con su pregunta volvemos a la cuestión de las prioridades pastorales, de cómo debe actuar un párroco. Hace poco tiempo, un obispo francés, que era religioso y nunca había sido párroco, me decía: «Santidad, quisiera que me explicara lo que es un párroco. Nosotros, en Francia, tenemos grandes unidades pastorales, con cinco, seis o siete parroquias, y el párroco se transforma en un coordinador de organismos, de trabajos diversos». Y le parecía que el párroco, al estar así ocupado en la coordinación de esos diversos organismos, ya no tenía la posibilidad de un encuentro personal con sus ovejas; y él, al ser obispo —y, por tanto, un gran párroco—, se preguntaba si es bueno ese sistema o si se debería buscar la manera de hacer que el párroco sea realmente párroco, es decir, pastor de su grey.

Naturalmente, yo no podía dar una receta para resolver inmediatamente esa situación de Francia, pero el problema hay que plantearlo en general. El párroco, a pesar de las nuevas situaciones y las nuevas formas de responsabilidad, no debe perder la cercanía con la gente; debe ser realmente el pastor de esa grey que le ha encomendado el Señor. Hay situaciones diversas; pienso en los obispos que en sus diócesis afrontan situaciones muy distintas; deben tratar de lograr que el párroco siga siendo pastor y no se convierta en un burócrata sagrado.

En cualquier caso, creo que la primera manera de estar cerca de las personas que nos han sido confiadas es precisamente la vida sacramental: en la Eucaristía estamos juntos y podemos y debemos encontrarnos. El sacramento de la Reconciliación es un encuentro personalísimo. También el Bautismo es un encuentro personal; y no sólo el momento de administrar el sacramento.

Todos estos sacramentos tienen su propio contexto: bautizar implica primero catequizar de algún modo a la familia joven, hablar con ellos, a fin de que el Bautismo sea también un encuentro personal y una ocasión para una catequesis muy concreta. Lo mismo se puede decir de la preparación para la primera Comunión, para la Confirmación y para el Matrimonio: siempre son ocasiones donde en realidad el párroco, el sacerdote, se encuentra directamente con las personas; él es el predicador, el administrador de los sacramentos, en un sentido que implica siempre la dimensión humana. El sacramento nunca es sólo un acto ritual; el acto ritual y sacramental refuerza el contexto humano en el que actúa el sacerdote, el párroco.

Además, me parece muy importante encontrar las formas correctas de delegar. El párroco no se debe limitar a ser el coordinador de organismos; más bien, debe delegar de diferentes maneras. Ciertamente, en los Sínodos —y aquí, en vuestra Diócesis, habéis tenido un Sínodo— se encuentra el modo de liberar suficientemente al párroco para que, por una parte, conserve la responsabilidad de toda la unidad pastoral que se le ha encomendado, pero, por otra, no se reduzca principalmente y sobre todo a ser un burócrata coordinador. Debe tener en su mano los hilos esenciales, contando luego con colaboradores.

Creo que uno de los frutos importantes y positivos del Concilio ha sido la corresponsabilidad de toda la parroquia. Ya no es sólo el párroco quien debe animar todo, sino que, dado que todos formamos la parroquia, todos debemos colaborar y ayudar, a fin de que el párroco no quede aislado por encima como coordinador. Debe ser realmente un pastor, con la ayuda de colaboradores en los trabajos comunes que se realizan en la vida de la parroquia.

Así pues, esta coordinación y esta responsabilidad vital sobre toda la parroquia, por una parte, y la vida sacramental y de anuncio, como centro de la vida parroquial, por otra, podrían permitir también hoy, en circunstancias ciertamente muy difíciles, que el párroco, aunque tal vez no conozca a todos por su nombre, como el Señor nos dice refiriéndose al Buen Pastor, sí conozca realmente a sus ovejas y sea realmente el pastor que las llame y las guíe.

A mí me corresponde la última pregunta, y tengo la tentación de no formularla, pues se trata de una pregunta trivial y, después de que en las nueve respuestas anteriores Su Santidad nos haya hablado de Dios elevándonos a grandes alturas, me parece casi insignificante lo que voy a preguntarle; sin embargo, lo voy a hacer. Se trata de mi generación, los que nos formamos durante los años del Concilio, y luego salimos con entusiasmo y tal vez también con la intención de cambiar el mundo; hemos trabajado mucho y hoy tenemos algunas dificultades; estamos cansados, no se han realizado muchos de nuestros sueños y también nos sentimos un poco aislados. Los mayores nos dicen: «¿Veis cómo teníamos razón nosotros al ser más prudentes?», y los jóvenes algunas veces nos llaman los «nostálgicos del Concilio». Nuestra pregunta es esta: ¿Podemos aportar aún algo a nuestra Iglesia, especialmente con la cercanía a la gente que, a nuestro parecer, nos ha caracterizado? Ayúdenos a recobrar esperanza, serenidad...

Gracias. Es una cuestión importante, que yo conozco muy bien. También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la Basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo y sigue siendo una charta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido esto?

En primer lugar, quisiera hacer una observación histórica. Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran Concilio de Nicea —que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea—, no se produjo una situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran Concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban contra todos.

San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del Concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era una situación de caos total; así describe san Basilio con gran plasticidad el drama del posconcilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a participar en el primer Concilio de Constantinopla. El santo respondió: «No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy». Y no fue.

Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora no nos supone una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y sólo con sufrimiento se realiza el crecimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.

En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación de la posguerra, que después de toda la destrucción y viendo el horror de la guerra y los combates, y constatando el drama de las grandes ideologías que en realidad habían llevado a la gente al abismo de la guerra, había redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.

Pero al desaparecer esa generación, se hicieron visibles todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo; así comienza, explota, la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: «en dos mil años de Cristianismo no hemos creado un mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin un mundo nuevo».

En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva y sana modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta difícil, como después del primer Concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: «Esto es el Concilio. Literalmente, los textos son aún un poco anticuados, pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del Concilio. Así debemos actuar».

Y por otra parte, naturalmente, viene la reacción: «Así destruís la Iglesia». Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y también el tímido, humilde intento de hacer realidad el verdadero espíritu del Concilio. Dice un proverbio: «Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece». El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e incluso con muchas pérdidas, en la construcción de un nuevo proceso cultural.

La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada “posmodernidad”. Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la vida; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra el paso a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.

Pues bien, en esos dos contextos de rupturas culturales —la primera, la revolución cultural de 1968; la segunda, la caída hacia el, por así llamarlo, nihilismo después de 1989—, la Iglesia ha seguido con humildad su camino entre las pasiones del mundo y la gloria del Señor. En ese camino debemos crecer con paciencia, aprendiendo de un modo nuevo lo que significa renunciar al triunfalismo. El Concilio dijo que era preciso renunciar al triunfalismo, pensando en el barroco, en todas las grandes culturas de la Iglesia. Se dijo: «Comencemos de modo moderno, nuevo». Pero surgió otro triunfalismo, el de pensar: «Ahora hacemos las cosas; nosotros hemos encontrado el camino, y en él encontraremos el mundo nuevo». La humildad de la cruz, de Cristo crucificado, también excluye este triunfalismo. Debemos renunciar al triunfalismo según el cual ahora nace realmente la gran Iglesia del futuro. La Iglesia de Cristo siempre es humilde y precisamente así es grande y gozosa.

Me parece muy importante que ahora podamos ver con perspectiva todo lo positivo que ha crecido en el posconcilio: en la renovación de la liturgia, en los sínodos —sínodos romanos, sínodos universales, sínodos diocesanos—, en las estructuras parroquiales, en la colaboración, en la nueva responsabilidad de los laicos, en la gran corresponsabilidad intercultural e intercontinental, en una nueva experiencia de la catolicidad de la Iglesia, de la unanimidad que crece en humildad y sin embargo es la verdadera esperanza del mundo.

Así pues, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio, que no es un espíritu reconstruido desde los textos, sino que son precisamente los grandes textos conciliares, releídos ahora con las experiencias que hemos tenido y que han dado fruto en tantos movimientos, tantas nuevas comunidades religiosas. Llegué a Brasil con la idea de que las sectas se estaban expandiendo y la Iglesia católica era un poco estática; sin embargo, una vez allí, comprobé que casi todos los días nace en Brasil una nueva comunidad religiosa, un nuevo movimiento. No sólo crecen las sectas; también crece la Iglesia con nuevas realidades, llenas de vitalidad, que, aunque no se reflejan en las estadísticas —esta es una esperanza falsa, pues no debemos divinizar las estadísticas—, crecen en las almas, suscitan la alegría de la fe, hacen presente el Evangelio, promoviendo así también un verdadero desarrollo del mundo y de la sociedad.

Por tanto, me parece que debemos combinar la gran humildad de Cristo crucificado, de una Iglesia que es siempre humilde y siempre atacada por los grandes poderes económicos, militares, etc., y juntamente con esta humildad, debemos aprender también el verdadero triunfalismo de la catolicidad, que crece en todos los siglos. También hoy crece la presencia de Cristo crucificado y resucitado, el cual conserva sus heridas; está herido, pero precisamente así renueva el mundo; da su Espíritu, que renueva también a la Iglesia, a pesar de toda nuestra pobreza. Con este conjunto de humildad de la cruz y de alegría del Señor resucitado, que en el Concilio nos dio una gran señal indicadora del camino, podemos avanzar con alegría y llenos de esperanza.