Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La Iglesia es un misterio

9 de septiembre de 2007


Publicado: BOA 2007, 414.


Al iniciar esta comunicación con los cristianos de Valladolid, y con cuantos quieran oírla en la COPE o leerla en los medios escritos, tengo en cuenta que la ciudad está en fiestas, y que estamos en los comienzos de un nuevo curso pastoral. ¿De qué hablar, pues, en estas circunstancias, tras el verano? Me gustaría no estar de componendas, sino recordar algo vital para los que seguimos a Jesús con una fe sin duda razonable, pero envuelta en el misterio de Cristo, el Hijo de Dios que se hizo carne.

La idea de un Dios-Hombre, antes de inquietar a tantos humanos que sueñan con ser hombres-Dios, choca violentamente con nuestro espíritu. Quiero decir que, aunque se le demuestre al hombre actual que no hay ninguna contradicción en que el Hijo de Dios se haya encarnado en las entrañas de María, esta realidad engendra en él estupor. Lo cual es normal. El anuncio de la cruz acaba por repelerle. ¡Dios nacido y crucificado! ¿A quién se le puede ocurrir semejante cosa? Ya lo decía san Pablo: «¡Escándalo para los judíos y locura para los griegos!».

Si nosotros, incluso los creyentes y practicantes, no sintiéramos el choque de este anuncio, ¿no sería quizá porque nuestra fe, aunque sea sincera y sólida, se ha embotado? ¿No sería que su contenido se ha endulzado a nuestros ojos, que la costumbre nos adormece, que ya no sabemos llegar en nuestra oración o en nuestra vida a una verdadera compasión? Estoy convencido de que, por tantas razones, la novedad de nuestra fe no es apreciada hoy, que no produce ya estupor ser cristiano, conocer a Cristo y encontrarse con Él ya no significa alegría profunda, paz intensa.

Pero todavía es más “escandalosa” y “loca” esta creencia en una Iglesia en la que no sólo lo divino y lo humano están unidos, sino en la que lo divino se nos ofrece obligatoriamente a través de lo “demasiado humano”. «¡Ah, no; esto ya es inaceptable!», piensan muchos. «Pues es así», hay que contestarles. Pero si la Iglesia es en verdad “Jesús que continúa” en medio de nosotros, si es “Jesucristo manifestado y comunicado” hoy, los hombres y mujeres de la Iglesia, seglares o clérigos, no hemos heredado el privilegio que le hacía exclamar a Jesús atrevidamente: «¿Quién de vosotros me acusará de pecado?».

No. Estos hombres y mujeres que formamos la Iglesia podemos tener una comprensión mediocre de nuestro tiempo e incluso de las cosas eternas. Podemos ser mezquinos, demasiado humanos, pecadores. Se puede afirmar con toda verdad que si todo es contraste y paradoja en Jesucristo, más lo es todavía en su Iglesia... ¡Cuánto más que para contemplar a Cristo, será necesario, por consiguiente, para contemplar a la Iglesia sin escandalizarse, que la mirada se purifique y se transforme! Sí, porque confesamos con fuerza, aunque a veces no se comprenda, que la Iglesia es el testimonio permanente de Cristo. Ella es la presencia urgente, la presencia importuna de este Dios entre nosotros.

¡Ojalá lleguemos a comprender el misterio inefable de lo que ella es, nosotros que estamos en la Iglesia, nosotros que decimos que somos de la Iglesia! Ese Cristo y su Esposa, la Iglesia, es nuestro único tesoro, que queremos que muchos, todos, lo posean como nosotros lo poseemos. Así empezamos un curso nuevo: con este bendito escándalo y bendita locura.