Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Solemnidad de Nuestra Señora de san Lorenzo 2007

8 de septiembre de 2007


Publicado: BOA 2007, 426.


Demos gracias a Dios, queridos hermanos, porque podemos un año más celebrar la Santa Misa el 8 de septiembre, fiesta de Nuesta Señora de san Lorenzo; al conmemorar el nacimiento de la Virgen, acompañados de su imagen, esta ciudad con sus autoridades, el Sr. Alcalde que preside la Corporación municipal, se reúne en la Catedral para celebrar a la que ha dejado y deja huella en la historia humana: María de Nazaret, la que dio a luz al Sol de justicia, Cristo, Dios y hombre verdadero, nuestro Señor.

Es fiesta y en ella queremos alegrarnos, niños y mayores, jóvenes y padres de familia; es decir, la familia de los hijos de Dios, la Santa Iglesia, que camina en Valladolid. Para los católicos, que como el resto de los ciudadanos celebran las fiestas de la ciudad, el día 8 es día especial. Así lo cantaba ya nuestro Miguel de Cervantes en un poema para la Natividad de María:

«Niña de Dios, por nuestro bien nacida; / tierna, pero, tan fuerte, que la frente, / en soberbia maldad endurecida, / quebrantasteis de la infernal serpiente; / brinco de Dios, de nuestra muerte vida, / pues vos fuisteis el medio conveniente / que redujo a pacífica concordia / de Dios y el hombre la mortal discordia.

Creced, hermosa planta, y dad el fruto / presto en sazón, por quien el alma espera / cambiar en ropa rozagante el luto / que la gran culpa la vistió primera. / De aquel inmenso y general tributo, / la paga conveniente y verdadera / en vos se ha de fraguar: creced, Señora, / que sois universal remediadora».

Esta Señora es María, la excelsa «Hija de Sión», la Madre de Jesús que vivió en íntima solidaridad con su tierra y su pueblo; la «sierva del Señor» (Lc 1,38), como lo fueron los patriarcas, Moisés, los profetas y todo el pueblo de Israel. No la separemos de nosotros, de nuestras preocupaciones, de los retos que tenemos los católicos en la sociedad plural y despistada en que vivimos. Ella es de nuestra estirpe, como nos ha mostrado el evangelio de la genealogía de Jesucristo.

Una sola vez el Evangelio registra las únicas palabras que María dirigió a los hombres: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Todas las demás palabras de la Virgen van dirigidas a Dios Padre, a su Hijo Jesús, o a los ángeles. Pero este proceder de María en sus palabras y gestos son como «una irrupción de ternura materna» (Paul Claudel) en nuestra historia humana. María es el sacramento de la ternura para ayudarnos a volver a leer el Evangelio, repitiéndonos de diferentes modos aquellas mismas palabras que dirigió a los hombres en las bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga».

Es algo que también queremos hacer los que formamos la Iglesia de Valladolid en el curso que pronto iniciaremos: volvernos a la Escritura Santa, sobre todo al Evangelio de Jesucristo, para descubrir con asombro qué ha hecho el Señor con nosotros, qué proyectos de salvación pensó y sigue pensando para la humanidad, pues Él siempre cumple la alianza con su Pueblo. Os pido, hermanos, que os sintáis invitados también vosotros a volveros a María y, en este día en que celebramos su nacimiento como criatura singular, ver cómo Ella, «bienaventurada», ha creído sin ver, actitud tan opuesta a la nuestra, siempre dispuestos a pedir cuentas al Señor de lo que nos pasa.

Ella está, como nos muestra el libro de los Hechos de los Apóstoles, en medio de los discípulos de su Hijo, vigilante con ellos en oración, esperando al Espíritu Santo, Don de lo alto. Tras la muerte de Jesús, María se manifiesta todavía más silenciosa, asumiendo su nueva maternidad; pero no es la suya una actitud pasiva: sigue diciéndonos: «Haced lo que Él os diga». Y es que María es Iglesia naciente, modelo de todos cuantos queremos ser cristianos; es en María donde en realidad nace la Iglesia; Ella se identifica con la Iglesia en el mismo momento de su nacimiento, esto es, al pie de la Cruz de su Hijo y cuando viene el Espíritu.

Nuestro cristianismo no es solamente una religión divina, insondable, misteriosa; es también una religión humana que, como tal, posee, entre otras cosas, una dimensión afectiva que se deriva de Ella, de la Madre de Cristo, de su condición femenina, plenamente integrada en la Iglesia, sin ideología de género, esa desafortunada forma moderna de la lucha de clases. Cristo no ignora los derechos del corazón humano. Más aún: Él, más que ningún otro, siente la necesidad de colocar sobre María esta dimensión humana —nunca bastante humana— que integra nuestra vida en este mundo.

He visto utilizar, en una lectura reciente, a un autor cristiano un simbolismo interesante para hablar de la Iglesia, de la que formamos parte: es comparada con el lebrillo que utilizara Jesús, cuando el Jueves Santo lava los pies de sus discípulos. Quien quita los pecados del mundo es Jesús y el agua purificadora del Espíritu Santo. Pero para llevar a cabo esta misión se necesitan también un recipiente y una toalla. El recipiente, el lebrillo, es algo sólido, rígido, y significa la estructura permanente institucional de la Iglesia. La toalla es suave, se adapta a la forma de los pies que está secando, y significa la otra expresión de la Iglesia, siempre adaptándose a las necesidades particulares de cada ambiente, de cada cultura, cada edad, cada condición. Las dos cosas son igualmente necesarias y su finalidad es la misma: la de permitir a Cristo ofrecer a todos, mujeres y hombres, la experiencia de la salvación en la misericordia del Padre de los cielos.

En la Iglesia, la organización, la eficacia, la jerarquía, la división en diócesis, parroquias, instituciones y estructuras es un elemento más masculino, podríamos decir; la Virgen, la mujer, representa, por el contrario, en la Iglesia todo aquello que supone disponibilidad, caridad, afecto, amistad, capacidad de crear “comunión”, comprensión recíproca, superación de encontradas mentalidades. Los dos aspectos, como el lebrillo y la toalla, compenetrados mutuamente, revelan el rostro visible de la Iglesia, y se complementan, pues hombres y mujeres en ella han de cuidar de ambos aspectos.

No coloquemos a Nuestra Señora en el horizonte de lo etéreo, lo privado, lo espiritual sin carne, lo que no tiene relación con la vida diaria, en el fondo con lo que no tiene importancia, o con lo que desempolvamos en determinadas ocasiones, como son las fiestas patronales, la Semana Santa y no toda. María está enraizada en la genealogía de Jesús, que se remonta a Abraham, a David, y que presenta a Jesús, en el Evangelio de san Lucas, como el heredero de la promesa hecha a ambos en la historia por el mismo Dios: el Señor ha ofrecido un reino eterno, a pesar del pecado de Israel. Es la historia de la salvación de los hombres y mujeres. Historia real, con sus sombras incluidas. Esa es también nuestra historia, la actual, la de nuestra ciudad y la de nuestra Diócesis.

Al acabar esta homilía, vuelvo de nuevo al Evangelio que dice en san Lucas: «María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51). Estas «cosas» se referían a Jesús y a todo lo que a su Hijo le afectaba. Evidentemente el de María es un custodiar afectuoso; un conservar en el corazón para poder recurrir de nuevo a aquello que se conserva tan profundamente. De ahí que surja espontáneo en nosotros los cristianos invocar a María como Hija de Sión, para que nos consiga la capacidad de poder escuchar la Palabra de Dios, aquella Palabra que es el Verbo de Dios, que en su seno materno se hizo carne para revelarnos el misterio de Cristo.

Que Él nos dé la fuerza para poder reflejarnos en María, y así dar el mismo valor a la escucha de la Palabra de Dios que damos a la acción, sin oponer ambos elementos, sino coordinándolos de tal manera que el saber escuchar ocupe siempre el lugar preferente. Que así sea.