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Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Austria con ocasión del 850º Aniversario de la fundación del Santuario de Mariazell 2007

Encuentro con las autoridades \\y el Cuerpo Diplomático en Viena

7 de septiembre de 2007


Temas: Austria, Europa y vida (aborto y eutanasia).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2007/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20070907_hofburg-wien_sp.html

Publicado: BOA 2007, 463.


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Estimado señor Presidente federal, estimado señor Canciller federal, ilustres miembros del Gobierno federal, honorables diputados del Parlamento nacional y miembros del Senado federal, ilustres presidentes regionales, estimados representantes del Cuerpo Diplomático, ilustres señoras y señores:

Introducción

Es para mí una gran alegría y un honor encontrarme hoy con usted, señor Presidente federal, y con los miembros del Gobierno federal, así como con los representantes de la vida política y pública de la República de Austria. Este encuentro en la Residencia de Hofburg refleja las buenas relaciones, marcadas por la confianza mutua, que existen entre su país y la Santa Sede, como ha mencionado usted, señor Presidente. Por eso me alegro profundamente.

Las relaciones entre la Santa Sede y Austria forman parte de la amplia red de relaciones diplomáticas, en las que Viena constituye una importante encrucijada de caminos, pues aquí tienen también su sede numerosas organizaciones internacionales. Me complace la presencia de tantos representantes diplomáticos, a quienes saludo cordialmente. Os agradezco, señoras y señores embajadores, vuestro compromiso no sólo al servicio de los países que representáis y de sus intereses, sino también al servicio de la causa común de la paz y el entendimiento entre los pueblos.

Austria

Esta es mi primera visita como obispo de Roma y pastor supremo de la Iglesia católica universal a este país, que, sin embargo, ya conozco desde hace mucho tiempo por mis numerosas visitas anteriores. Para mí —permitidme decirlo— es realmente una gran alegría estar aquí. Tengo aquí muchos amigos y, como vecino bávaro, el estilo de vida de Austria y sus tradiciones me son familiares. Mi gran predecesor el papa Juan Pablo II, de venerada memoria, visitó Austria tres veces. Cada vez fue recibido muy cordialmente por la gente de este país, sus palabras fueron escuchadas con atención y sus viajes apostólicos han dejado huella.

En los últimos años y décadas, Austria ha logrado avances que nadie hubiera soñado incluso hace dos generaciones. Vuestro país no sólo ha experimentado un notable progreso económico, sino que también ha desarrollado una convivencia social ejemplar, que se puede resumir con la expresión “solidaridad social”. Los austriacos tienen todas las razones para ser reconocidos por ello, y lo manifiestan no sólo abriendo su corazón a los pobres y necesitados de su país, sino también siendo generosos cuando hay que demostrar solidaridad al producirse catástrofes y desastres en el mundo. Las grandes iniciativas Licht ins Dunkel (‘Luz en la oscuridad’), antes de Navidad, y Nachbar in Not (‘Vecino necesitado’) constituyen un hermoso testimonio de esos sentimientos.

Austria y la ampliación de la Unión Europea

Nos encontramos en un lugar histórico, desde el cual se gobernó durante siglos un Imperio que abarcaba amplias áreas de Europa central y oriental. Este lugar y este momento nos brindan una ocasión providencial para dirigir nuestra mirada a toda la Europa actual. Tras los horrores de la guerra y las traumáticas experiencias del totalitarismo y la dictadura, Europa emprendió el camino hacia una unidad del continente capaz de asegurar un orden duradero de paz y desarrollo justo. La dolorosa división que partió el continente durante décadas ha sido superada políticamente, pero la unidad está en gran parte aún por realizar en la mente y el corazón de las personas. Aunque después de la caída del telón de acero, en 1989, algunas esperanzas excesivas quedaron defraudadas, y en algunos aspectos se pueden formular críticas justificadas contra algunas instituciones europeas, el proceso de unificación se puede considerar un logro de gran repercusión, que ha traído un período de paz desconocido durante mucho tiempo a este continente, antes desgarrado por continuos conflictos y fatales guerras fratricidas.

Para los países de Europa central y oriental en particular, la participación en ese proceso es un incentivo adicional para consolidar la libertad, el estado de derecho y la democracia dentro de sus fronteras. A este respecto, quiero recordar la contribución que hizo mi predecesor el papa Juan Pablo II a este proceso histórico. También Austria, como “país puente”, al encontrarse en el límite entre Occidente y Oriente, ha contribuido en gran medida a esta unión y además —no debemos olvidarlo— se ha beneficiado mucho de ella.

Europa

La “casa europea”, como solemos llamar a la comunidad de este continente, sólo será un buen lugar para vivir todos si se construye sobre unos sólidos cimientos culturales y morales de valores comunes tomados de nuestra historia y de nuestras tradiciones. Europa no puede y no debe renegar de sus raíces cristianas, que representan un componente dinámico de nuestra civilización para caminar por el tercer milenio. El cristianismo ha modelado profundamente este continente, como lo atestiguan en todos los países, particularmente en Austria, no sólo las numerosas iglesias y los importantes monasterios. La fe se manifiesta sobre todo en las innumerables personas a las que, a lo largo de la historia hasta hoy, ha impulsado a una vida de esperanza, amor y misericordia. Mariazell, el gran santuario nacional de Austria, es también un punto de encuentro para varios pueblos de Europa. Es uno de los lugares en donde los hombres han encontrado, y siguen encontrando, la “fuerza de lo alto” para una vida recta.

En estos días, el testimonio de la fe cristiana en el centro de Europa se manifiesta también en la III Asamblea Ecuménica Europea que se está celebrando en Sibiu-Hermannstadt (Rumanía), cuyo lema es: “La luz de Cristo ilumina a todos los hombres. Esperanza de renovación y unidad en Europa” . Viene espontáneamente el recuerdo de la Jornada Católica Centroeuropea, que en 2004, con el tema: “Cristo, esperanza de Europa”, congregó a numerosos creyentes en Mariazell.

Hoy se habla a menudo del modelo de vida europeo. Con esa expresión se alude a un orden social que combina eficacia económica con justicia social, pluralismo político con tolerancia, liberalismo con apertura; pero también significa conservación de los valores que caracterizan a este continente. Este modelo, con los condicionamientos de la economía moderna, afronta un gran desafío. La tan citada globalización no se puede detener, pero la política tiene la tarea urgente y la gran responsabilidad de regularla y limitarla para evitar que se realice a expensas de los países más pobres y, en los países ricos, de las personas pobres, y que vaya en detrimento de las futuras generaciones.

Ciertamente, como sabemos, Europa también ha vivido y sufrido terribles caminos erróneos. Entre ellos: restricciones ideológicas de la filosofía, de la ciencia y también de la fe; abuso de la religión y la razón con fines imperialistas; degradación del hombre mediante un materialismo teórico y práctico; y, por último, degeneración de la tolerancia en una indiferencia sin referencias a valores permanentes. Pero Europa también se ha caracterizado por una capacidad de autocrítica que la distingue y cualifica en el amplio panorama de las culturas del mundo.

La vida

Fue en Europa donde se formuló por primera vez el concepto de derechos humanos. El derecho humano fundamental, el presupuesto por todos los demás derechos, es el derecho a la vida misma. Esto vale para la vida desde su concepción hasta la muerte natural. En consecuencia, el aborto no puede ser un derecho humano; es exactamente lo contrario. Es una «profunda herida social», como destacaba continuamente nuestro difunto hermano el cardenal Franz König.

Al afirmar esto, no expreso solamente una preocupación de la Iglesia. Más bien, quiero actuar como abogado de una petición profundamente humana y portavoz de los niños por nacer, que no tienen voz. Al hacerlo, no cierro los ojos ante los problemas y los conflictos que experimentan muchas mujeres, y soy consciente de que la credibilidad de mis palabras depende también de lo que la Iglesia misma hace para ayudar a las mujeres que atraviesan dificultades.

En este contexto, hago un llamamiento a los líderes políticos para que no permitan que los hijos sean considerados una forma de enfermedad, y para que en vuestro ordenamiento jurídico no sea abolida, en la práctica, la calificación del aborto como injusto. Lo digo impulsado por la preocupación por los valores humanos, pero este es sólo un aspecto del problema. El otro es la necesidad de hacer todo lo posible para que los países europeos estén nuevamente dispuestos a acoger a los niños. ¡Impulsad a los jóvenes a fundar nuevas familias con el matrimonio y a convertirse en madres y padres! De este modo, no sólo les haréis un bien a ellos mismos, sino también a toda la sociedad. También apoyo decididamente vuestros esfuerzos políticos por fomentar condiciones que permitan a las parejas jóvenes criar a sus hijos. Pero todo ello no serviría de nada si no logramos crear nuevamente en nuestros países un clima de alegría y confianza en la vida, en el que los niños no sean considerados una carga, sino un don para todos.

Otra gran preocupación que tengo es el debate sobre lo que se ha llamado «ayuda activa a morir». Se puede temer que, algún día, se ejerza una presión implícita o incluso explícita sobre las personas gravemente enfermas o ancianas para que soliciten la muerte o se la procuren ellos mismos. La respuesta adecuada al sufrimiento del final de la vida es una atención amorosa y el acompañamiento hacia la muerte —especialmente con la ayuda de los cuidados paliativos— y no la «ayuda activa a morir».

Sin embargo, para realizar un acompañamiento humano hacia la muerte hacen falta reformas estructurales en todos los campos del sistema sanitario y social, y la organización de estructuras para los cuidados paliativos. También se deben tomar medidas concretas para el acompañamiento psicológico y pastoral de las personas gravemente enfermas y de los moribundos, de sus parientes, de los médicos y del personal sanitario. En este campo el Hospizbewegung (‘movimiento hospitalario’) está realizando una buena labor. Sin embargo, no pueden delegarse todas esas tareas únicamente en él. Muchas otras personas deben estar dispuestas —o ser impulsadas a esa disponibilidad— a dedicar tiempo e incluso recursos a la asistencia amorosa de los enfermos graves y de los moribundos.

El diálogo de la razón

Por último, también forma parte de la herencia europea una tradición de pensamiento que considera esencial una correspondencia sustancial entre fe, verdad y razón. Aquí, en definitiva, se trata de ver si la razón está en el principio de todas las cosas y en su fundamento, o si no es así. Se trata de si la realidad tiene su origen en el azar y la necesidad y, por tanto, si la razón es un producto casual secundario de lo irracional y si, en el océano de la irracionalidad, a fin de cuentas, es también algo sin sentido; o si es verdad, en cambio, lo que constituye la convicción de fondo de la fe cristiana: «In principio erat Verbum» (‘En el principio era la Palabra’), es decir, que en el origen de todas las cosas está la Razón creadora de Dios, que decidió darse a conocer a nosotros, los seres humanos.

Permitidme citar, en este contexto, a Jürgen Habermas, un filósofo que no profesa la fe cristiana, que afirma: «Para la autoconocimiento normativo de la época moderna, el cristianismo no ha sido solamente un catalizador. El universalismo igualitario, del que brotaron las ideas de libertad y de convivencia solidaria, es una herencia directa de la justicia judía y de la ética cristiana del amor. Esta herencia, sustancialmente inalterada, ha sido siempre reasumida de modo crítico y reinterpretada. Hasta hoy no existe una alternativa a ella».

La labor de Europa en el mundo

Sin embargo, por el carácter único de su vocación, Europa tiene también una responsabilidad única en el mundo. A este respecto, ante todo no debe renunciar a sí misma. Europa, que desde el punto de vista demográfico está envejeciendo rápidamente, no debe convertirse en un continente espiritualmente viejo. Además, será cada vez más consciente de sí misma si asume la responsabilidad que le corresponde en el mundo por su singular tradición espiritual, por sus extraordinarios recursos y por su gran poder económico. Por tanto, la Unión Europea debe desempeñar un papel destacado en la lucha contra la pobreza en el mundo y en el compromiso en favor de la paz.

Podemos constatar gratamente que los países de Europa y la Unión Europea son de los que más contribuyen al desarrollo internacional, pero también deberían hacer sentir su importancia política, por ejemplo, ante los urgentísimos desafíos que plantea África, las inmensas tragedias de ese continente, como el azote del sida, la situación en Darfur, la explotación injusta de los recursos naturales y el preocupante tráfico de armas.

Asimismo, los esfuerzos diplomáticos y políticos de Europa y de los países que la integran no pueden olvidar la situación permanentemente grave de Oriente Próximo, donde resulta necesaria la contribución de todos para favorecer la renuncia a la violencia, el diálogo mutuo y una auténtica coexistencia pacífica. También deben seguir mejorando las relaciones de Europa con las naciones de América Latina y con las del continente asiático, mediante oportunos vínculos para el intercambio.

Conclusión

Estimado señor Presidente federal, ilustres señoras y señores; Austria es un país rico en bendiciones: una gran belleza natural que, año tras año, atrae a millones de personas para disfrutar de reposo; una extraordinaria riqueza cultural, creada y acumulada por muchas generaciones; y muchas personas dotadas de talento artístico y de gran capacidad creativa. En todas partes se pueden ver los frutos de la diligencia y de las habilidades de la gente trabajadora. Este es un motivo de gratitud y de sano orgullo. Pero, ciertamente, Austria no es una “isla feliz” y no se considera así. La autocrítica siempre es útil y, desde luego, es muy común en Austria. Un país que ha recibido mucho, también debe dar mucho. Puede contar en gran medida con sus propios recursos, pero también debe exigirse a sí mismo cierta responsabilidad con respecto a los países vecinos, a Europa y al mundo.

Mucho de lo que Austria es y posee se lo debe a la fe cristiana y a su efecto beneficioso sobre las personas. La fe ha modelado profundamente el carácter de este país y a su gente. Por eso, todos deben estar interesados en evitar que un día en este país sólo las piedras hablen del Cristianismo. Sin una intensa fe cristiana, Austria ya no sería Austria.

A vosotros y a todos los austriacos, especialmente a los ancianos y los enfermos, así como a los jóvenes, que tienen aún la vida por delante, deseo esperanza, confianza, alegría y la bendición de Dios. Gracias.