Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Austria con ocasión del 850º Aniversario de la fundación del Santuario de Mariazell 2007

Vísperas marianas con sacerdotes
y religiosos en la Basílica de Mariazell

8 de septiembre de 2007


Temas: sacerdocio y vida consagrada (seguimiento y testimonio de Jesucristo: pobreza, castidad y obediencia).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2007/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20070908_vespri-mariazell_sp.html

Publicado: BOA 2007, 469.


Venerados y queridos hermanos en el ministerio sacerdotal; queridos hombres y mujeres de vida consagrada; queridos amigos:

Nos hemos reunido en la venerable Basílica de nuestra “Magna Mater Austriae”, en Mariazell. Desde hace muchas generaciones la gente reza aquí para obtener la ayuda de la Madre de Dios. Lo hacemos hoy también nosotros. Juntamente con ella, queremos ensalzar la inmensa bondad de Dios y expresar al Señor nuestra gratitud por todos los beneficios recibidos, en particular por el gran don de la fe. También queremos encomendarle a ella nuestras principales intenciones: pedir su protección para la Iglesia, invocar su intercesión para que Dios conceda buenas vocaciones a nuestras diócesis y comunidades religiosas, solicitar su ayuda para las familias y su oración misericordiosa por todas las personas que buscan el camino para salir del pecado y quieren convertirse, y, por último, encomendar a su solicitud materna a todos los enfermos y a las personas ancianas. Que la Gran Madre de Austria y de Europa nos ayude a todos a llevar a cabo una profunda renovación de la fe y de la vida.

Queridos amigos, como sacerdotes, religiosos y religiosas, sois servidores y servidoras de la misión de Jesucristo. Del mismo modo que hace dos mil años Jesús llamó a diversas personas para que lo siguieran, también hoy muchos jóvenes, chicos y chicas, tras escuchar su llamada, se ponen en camino, fascinados por Él e impulsados por el deseo de dedicar su vida al servicio de la Iglesia, entregándola para ayudar a los hombres. Tienen la valentía de seguir a Cristo y quieren ser sus testigos.

No obstante, seguir a Cristo tiene muchos riesgos, porque siempre nos acecha la amenaza del pecado, la falta de libertad y el abandono. Por eso, todos necesitamos su gracia, igual que María la recibió en plenitud. Aprendamos a mirar siempre, como María, a Cristo, tomándolo a Él como criterio de medida; así podremos participar en la misión universal de salvación de la Iglesia, cuya Cabeza es Él.

El Señor llama a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos a entrar en el mundo, en su realidad compleja, para cooperar allí en la construcción del Reino de Dios. Lo hacen de muchas y muy diferentes maneras: con el anuncio, con la construcción de la comunidad, con los diversos ministerios pastorales, con la vivencia de la caridad, con la investigación y la ciencia realizadas con espíritu apostólico, con el diálogo con la cultura de su entorno, con la promoción de la justicia querida por Dios y, en no menor medida, con la contemplación silenciosa del Dios Trinidad y rindiéndole un culto comunitario.

El Señor os invita a la peregrinación que la Iglesia lleva a cabo «en su caminar por la historia». Os invita a haceros peregrinos con Él y a participar en su vida, que también hoy es camino del Crucificado y camino del Resucitado a través de la Galilea de nuestra existencia. Sin embargo, es siempre el mismo e idéntico Señor quien, mediante el mismo y único bautismo, nos llama a la única fe. Por tanto, compartir su camino significa ambas cosas: la dimensión de la cruz, con fracasos, sufrimientos, incomprensiones, e incluso con desprecio y persecución; pero también la experiencia de una profunda alegría en el servicio y del gran consuelo que surge del encuentro con Él. La misión de las parroquias, de las comunidades y de cada uno de los cristianos bautizados, como la de la Iglesia, tiene su origen en la experiencia de Cristo crucificado y resucitado.

El centro de la misión de Jesucristo y de todos los cristianos es el anuncio del Reino de Dios. Para la Iglesia, los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, al igual que para todos los bautizados, este anuncio en el nombre de Cristo implica el compromiso de estar presentes en el mundo como sus testigos. En efecto, el Reino de Dios es Dios mismo que se hace presente en medio de nosotros y reina por medio de nosotros.

Por tanto, la construcción del Reino de Dios se hace realidad cuando Dios vive en nosotros y nosotros llevamos a Dios al mundo. Vosotros lo hacéis dando testimonio de un “sentido” que tiene sus raíces en el amor creador de Dios y se opone a toda insensatez y desesperación. Vosotros estáis de parte de los que buscan con gran esfuerzo este sentido, de todos los que quieren hacer de su vida algo positivo. Orando e intercediendo, sois los abogados de quienes buscan a Dios, de quienes están en camino hacia Dios. Vosotros dais testimonio de una esperanza que, contra toda desesperación silenciosa o manifiesta, remite a la fidelidad y a la solicitud amorosa de Dios. Al hacerlo, estáis de parte de los que en su vida deben soportar una pesada carga de la que no consiguen librarse. Dais testimonio del Amor que se entrega a los hombres y así ha vencido a la muerte. Estáis de parte de quienes nunca han experimentado el amor, de quienes ya no logran creer en la vida. Así os oponéis a toda clase de injusticia, oculta o manifiesta, así como al desprecio de los hombres, cada vez más generalizado.

De este modo, queridos hermanos y hermanas, toda vuestra existencia debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran testimonio vivo, que lleve a Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era «una lámpara que arde y alumbra» (Jn 5,35). ¡Sed también vosotros esas lámparas! Haced que brille vuestra luz en nuestra sociedad, en la política, la economía, la cultura y la investigación. Aunque sea una pequeña luz en medio de tantos fuegos artificiales, recibe su fuerza y su esplendor de la gran Lucero de la mañana, Cristo resucitado, cuya luz brilla —quiere brillar a través de nosotros— y no tendrá nunca ocaso.

Seguir a Cristo —y nosotros queremos seguirlo— significa asimilar cada vez más sus sentimientos y su estilo de vida. Es lo que nos dice la Carta a los Filipenses: «Tened los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2,5). “Mirar a Cristo” es el lema de estos días. Mirándolo a Él, el gran Maestro de vida, la Iglesia ha identificado tres características que destacan en los fundamentos de la actitud de Jesús. Estas tres características, que con la Tradición llamamos «consejos evangélicos», han llegado a ser los elementos diferenciadores de una vida dedicada al seguimiento radical de Cristo: pobreza, castidad y obediencia. Reflexionemos ahora un poco sobre ellas.

Jesucristo, que era rico en las riquezas de Dios, se hizo pobre por nosotros, nos dice san Pablo en la Segunda Carta a los Corintios (cf. 2Co 8,9). Se trata de una idea inagotable, sobre la que deberíamos seguir reflexionando siempre. Y la Carta a los Filipenses dice: «Se despojó de su rango y se rebajó haciéndose obediente hasta la muerte de cruz» (cf. Flp 2,7-8). Él, que se hizo pobre, llamó «bienaventurados» a los pobres.

San Lucas, en su versión de las Bienaventuranzas, nos ayuda a comprender que esta afirmación —el proclamar bienaventurados a los pobres— se refiere sin duda a la gente pobre, realmente pobre, en el Israel de su tiempo, donde existía una diferencia dolorosa entre ricos y pobres. Sin embargo, san Mateo, en su versión de las Bienaventuranzas, nos explica que la sola pobreza material, como tal, no garantiza la cercanía a Dios, porque el corazón puede ser duro y estar lleno de afán de riqueza. San Mateo, como toda la sagrada Escritura, nos da a entender que, en cualquier caso, Dios está cercano a los pobres de un modo especial.

Así, resulta claro que el cristiano ve en los pobres al Cristo que les espera y espera su compromiso. Quien quiera seguir a Cristo de un modo radical, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza desde Cristo, como un modo de liberarse interiormente para el prójimo. Para todos los cristianos, y especialmente para nosotros los sacerdotes, para los religiosos y religiosas, como individuos y como comunidades, la cuestión de la pobreza y de los pobres debe ser continuamente objeto de un profundo examen de conciencia. En nuestra situación, en la que no estamos mal, no somos pobres, creo que debemos reflexionar de modo particular en cómo podemos vivir esta llamada de modo sincero. Quisiera recomendarlo para vuestro —nuestro— examen de conciencia.

Para comprender bien lo que significa la castidad, debemos partir de su contenido positivo. Lo encontramos, una vez más, sólo mirando a Jesucristo. Jesús vivió con una doble orientación: hacia el Padre y hacia los hombres. En la Sagrada Escritura lo conocemos como persona que ora, que pasa noches enteras en diálogo con el Padre. Al orar incorporaba su humanidad, y la de todos nosotros, a la relación filial con el Padre. Este diálogo siempre se transformaba después en misión hacia el mundo, hacia nosotros. Su misión lo llevaba a una entrega pura y sin reservas a los hombres. En los testimonios de las Sagradas Escrituras no hay ningún momento de su existencia en que se pueda descubrir, en su comportamiento con los hombres, algún rastro de interés personal o de egoísmo. Jesús amó a los hombres en el Padre, desde el Padre; así, los amó en su verdadero ser, en su realidad.

Entrar en estos sentimientos de Jesucristo, es decir, estar en total comunión con el Dios vivo y en comunión pura con los hombres, a su disposición sin reservas, inspiró a san Pablo una teología y una praxis de vida que responde a las palabras de Jesús sobre el celibato por el reino de los cielos (cf. Mt 19,12). Los sacerdotes, los religiosos y las religiosas no viven sin relaciones interpersonales. Al contrario, la castidad significa —de aquí quería yo partir— una intensa relación. Se trata de una relación positiva con Cristo vivo y, a través de Él, con el Padre.

Por eso, con el voto de castidad del celibato no nos consagramos al individualismo o a una vida aislada, sino que prometemos de modo solemne poner totalmente y sin reservas al servicio del Reino de Dios —y así al servicio de los hombres— las intensas relaciones de las que somos capaces y que recibimos como un don. De este modo, los sacerdotes, las religiosas y los religiosos mismos se convierten en hombres y mujeres de la esperanza: contando totalmente con Dios y demostrando así que Dios para ellos es una realidad, crean en el mundo espacio para la presencia de Dios, de su Reino.

Vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, hacéis una contribución importante: en medio de la avaricia, del egoísmo de no saber esperar, del afán de consumo, del culto al individualismo, os esforzáis por vivir un amor desinteresado a los hombres. Vivís una esperanza que deja a Dios la tarea de la realización, porque creéis que es Él quien la llevará a cabo.

¿Qué habría sucedido si en la historia del Cristianismo no hubieran existido estas figuras orientadoras para el pueblo? ¿Qué sería de nuestro mundo si no existieran los sacerdotes, si no existieran las mujeres y los hombres de las órdenes religiosas, de las comunidades de vida consagrada, personas que con su vida testimonian la esperanza en una satisfacción más allá de los deseos humanos y la experiencia del amor de Dios, que supera todo amor humano? Precisamente hoy el mundo necesita nuestro testimonio.

Pasemos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años ocultos de Nazaret hasta el momento de la muerte en la cruz, en la escucha del Padre, en la obediencia al Padre. Por ejemplo, en la noche del monte de los Olivos, oró así: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Con esta oración Jesús asume, en su voluntad de Hijo, la terca resistencia de todos nosotros, transforma nuestra rebeldía en su obediencia. Jesús era un hombre de oración. Pero también sabía escuchar y obedecer: se hizo «obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8).

Los cristianos han experimentado siempre que, abandonándose a la voluntad del Padre, no se pierden, sino que de ese modo encuentran el camino hacia su identidad más profunda y su libertad interior. En Jesús han descubierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se compromete en una obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de Dios, llega a ser libre. Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una imposición desde el exterior ni con la pérdida de uno mismo. Sólo entrando en la voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad. El mundo necesita hoy el testimonio de esta experiencia, precisamente por su deseo de autorrealización y autodeterminación.

Romano Guardini narra en su autobiografía que, en un momento crítico de su camino, cuando la fe de su infancia se tambaleaba, llegó la decisión fundamental en toda su vida, la conversión, en el encuentro con las palabras de Jesús en las que afirma que sólo quien se pierde se encuentra a sí mismo (cf. Mc 8,34 ss.; Jn 12,25). Sin abandonarse, sin perderse, el hombre no puede encontrarse, no puede autorrealizarse.

Pero luego se planteó la pregunta: ¿En qué dirección debo perderme? ¿A quién puedo entregarme? Le pareció evidente que sólo podemos entregarnos totalmente si al hacerlo caemos en las manos de Dios. En definitiva, sólo en Él podemos perdernos y sólo en Él podemos encontrarnos a nosotros mismos. A continuación, no obstante, se planteó otra pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios? Entonces comprendió que el Dios al que podemos abandonarnos es únicamente el Dios que se hizo concreto y cercano en Jesucristo. Pero de nuevo se preguntó: ¿Dónde encuentro a Jesucristo? ¿Cómo puedo entregarme a Él de verdad? La respuesta que encontró Guardini en su ardua búsqueda fue la siguiente: Jesús únicamente está presente entre nosotros de modo concreto en su Cuerpo, la Iglesia. Por eso, en la práctica, la obediencia a la voluntad de Dios, la obediencia a Jesucristo, debe concretarse, en la práctica, en una humilde obediencia a la Iglesia. Creo que también esto debe ser siempre objeto de un profundo examen de conciencia.

Todo ello se encuentra resumido en la oración de san Ignacio de Loyola, una oración que siempre me ha parecido demasiado grande, hasta el punto de que casi no me atrevo a rezarla. Sin embargo, aunque nos cueste, deberíamos repetirla siempre: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios Espirituales, 234).

Queridos hermanos y hermanas, ahora vais a volver a vuestro entorno de vida, a los lugares de vuestro compromiso eclesial, pastoral, espiritual y humano. Que nuestra gran Abogada y Madre, María, extienda su mano protectora sobre vosotros y vuestra actividad. Que interceda por vosotros ante su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

A la vez que os doy las gracias por vuestra oración y por vuestro trabajo en la viña del Señor, pido a Dios que os proteja y bendiga a todos vosotros, a la gente, en especial a los jóvenes, aquí en Austria y en los diversos países de los que procedéis muchos de vosotros. De corazón os acompaño a todos con mi bendición.