Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Festejar el amor

30 de diciembre de 2007


Publicado: BOA 2007, 503.


Me contaban en Soria, cuando fui obispo de la diócesis oxomense, que en tiempos pasados, cuando dos jóvenes se convertían en novios, se decía de ellos: «Estos dos festejan». ¡Qué bella expresión para describir la maravilla que es el amor humano entre mujer y hombre y que, si son cristianos, se convierte en sacramento de la Iglesia, acción de Cristo para con estos dos miembros de su Pueblo santo! Es claro que hay que distinguir entre la familia cristiana y la que no lo es, pero cualquier familia compuesta de hombre y mujer y sus hijos, si los tienen, es de un valor, de una riqueza humana, que puede estar amenazada en nuestra sociedad.

Hace unos días declaraba un colega mío que en la propia naturaleza del hombre y a la mujer está inscrita una llamada a una unión estable, a un amor unitivo y procreador, fuente de bien para los esposos y los hijos. A mí me parece suficientemente claro que este orden natural del matrimonio y la familia no es una invención del ser humano, ni producto de una evolución cultural. Y por ello hay que defenderlo de ataques ideológicos, culturales, jurídicos, porque la familia no es de izquierdas o de derechas, y porque cuando la familia no se protege, el ser humano pierde en tantos aspectos, se confunden lo legal y lo ético, y la gente tiene una confusión terrible.

¿Acaso no hay otras formas de unión afectiva, fuera de la familia natural? Sí, pero lo que se ha hecho en España es que, para no discriminar esas formas de unión que no son el matrimonio entre hombre y mujer, se han elaborado políticas legislativas en las que el matrimonio es el más perjudicado. Esta es la razón de la urgencia de educar a las nuevas generaciones en lo que significa el verdadero amor como base de la institución familiar. ¿Cómo, de otro modo, van a superar las crisis normales de la futura relación matrimonial con madurez y entrega de sí mismos, si se está inculcando un estilo de vida del que han desaparecido las exigencias éticas de la entrega de sí mismo a favor de los demás?

Si la familia cristiana se diferencia de otras que no lo son, ¿qué aporta aquélla a nuestra sociedad? La familia como institución natural es de un valor inmenso, tanto que, si se perdiera esa riqueza, la familia cristiana no podría apoyarse en nada sólido. No. Se apoya en ese plan o proyecto de Dios en la creación; lo que ocurre es que la familia cristiana está edificada sobre el sacramento del matrimonio, que es una acción de Cristo sobre los esposos para amarse con fidelidad por encima de avatares, reproduciendo el amor de Cristo a la humanidad, a la Iglesia. Mi colega obispo decía que la presencia de Dios en la vida de los esposos es la garantía para amarse según su plan y para superar las dificultades que lleva consigo la vida en común, la procreación y educación de los hijos. Esas dificultades las tienen también las familias no cristianas, pero la gracia de Dios, que únicamente se entiende desde la salvación y regeneración traída por Jesucristo y su vida entregada por nosotros, es algo fundamental que transforma o ahonda lo humano. Con razón se llama a la familia cristiana «pequeña iglesia», es decir, comunidad reunida por Dios para educar, celebrar, amarse y ser signo del amor de Dios en los más necesitados de ese hogar y de los empobrecidos del mundo.

El domingo 30 de diciembre celebraremos un hermoso encuentro en Madrid, en el que tendremos la oportunidad de ser exhortados por el Papa a vivir con toda plenitud la familia cristiana. Sólo queremos mostrar cómo vivimos en la Iglesia la realidad familiar. Nada más y nada menos.