Consejo Presbiteral

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Acta

Asamblea Plenaria 2/2007

La Palabra de Dios
en la vida y la misión del presbítero

17 de diciembre de 2007


Temas: Palabra de Dios - presbiterado y Plan Pastoral Diocesano.

Publicado: BOA 2007, 524.


El pasado día 17-12-2007, a las 10:30 h., se reunió la Asamblea Plenaria del Consejo Presbiteral, presidida por el Sr. Arzobispo, D. Braulio Rodríguez Plaza, asistiendo treinta y seis de sus miembros.

El Secretario inicia el encuentro con un saludo de bienvenida e invita a comenzarlo compartiendo un momento de oración«La Virgen está encinta y da a un luz un hijo...» (Is 4,14)—, en el deseo de que, al inicio de esta segunda parte del Adviento, fijemos nuestra mirada en María para que Ella nos ayude a vivir la próxima celebración de la primera venida del Señor.

El Sr. Arzobispo, previo saludo de bienvenida a los asistentes, especialmente dirigido a los dos nuevos miembros del Consejo y a D. Roberto Fernández Prieto, considerablemente recuperado del accidente sufrido, insta a todos a ayudar a los fieles a vivir la profundidad del misterio cristiano que entraña la Navidad en un contexto poco favorable.

Seguidamente es propuesto y elegido como moderador D. Diodoro Sarmentero Martín, que cede el uso de la palabra al Secretario con el objeto de dar lectura a las conclusiones de la anterior Asamblea Plenaria del Consejo Presbiteral, celebrada el día 11-6-2007: “Iniciación cristiana: Catecumenado bautismal y Confirmación de adultos” . Finalizada la lectura, se entabla un diálogo en el que el Consejo manifiesta la necesidad de ofrecer unas orientaciones que favorezcan la unidad de criterios y de seguir creando las estructuras pastorales necesarias que permitan dar respuesta a las nuevas situaciones que la Iniciación cristiana exige en este momento.

A continuación, con el objeto de presentar el tema que ocupará la reflexión de la presente Asamblea: La Palabra de Dios en la vida y misión del presbítero, toma la palabra el Sr. Arzobispo, cuya intervención se reproduce íntegramente a continuación.

«Después de leer las respuestas al cuestionario que se envió a todos los sacerdotes de la Diócesis, paso a explicar el sentido de esta Asamblea Plenaria del Consejo Presbiteral, el por qué del tema y las dos vertientes que tiene, a mi modo de ver: una es la personal; otra tiene que ver con el ministerio pastoral de aquellos (nosotros) que en la Iglesia tenemos la misión de orientar y guiar en un ámbito tan decisivo como es el de la Revelación de Dios, de su Palabra, que llega a nosotros por la Tradición y la Escritura Santa, la Biblia.

Hablemos primero de la vertiente personal del tema: yo, creyente en Jesucristo, lo soy porque en la Iglesia Él se ha encontrado conmigo, he escuchado su palabra y le he respondido aceptando una vocación en la Iglesia muy concreta. Pero no puedo olvidar que soy un discípulo de Cristo, y como creyente, tanto cuando soy “oyente de la Palabra”, como cuando afronto el contenido de la fe en el estudio de la Teología, se me exige justamente pensar intelectualmente mi fe, la mía, a fin de que pueda encontrarme a gusto en mi piel de creyente, y en nuestro siglo XXI. Yo no puedo tener, por tanto, unas simples ideas vagas sobre Revelación, Palabra de Dios, Escritura e Iglesia, Escritura y Tradición, relación entre Antiguo Testamento y Nuevo Testamento.

¿Escucho con el alma entera, mostrando al mundo atareado el gran caso que hago a la Palabra que sale de la boca de Dios? ¿Doy testimonio del papel primordial de este oír, de donde viene la fe: la fe que se recibe por el oído, crece en el corazón y se confiesa con los labios (cf. Rm 10,9-17)? ¿Comprendo que, para entender aquellos logia de Cristo, fácilmente memorizables, que durarán después de la ascensión y se actualizan en otros tiempos y bajo otros cielos, es Cristo quien nos da la clave de la interpretación de la Escritura (hermeneuein, Lc 24,27), que no es más que Él mismo, que hace de exegeta inigualable?

Lo que nos interesa, en el fondo, ya no será tanto de qué habla Dios, cuanto el hecho, en sí mismo sorprendente, de que Dios nos hable: la comunicación de Dios. Comunicación ininterrumpida ya desde su acción creadora, pero más nítida cuando Dios entra en nuestra propia historia, y plena cuando su Hijo se hace carne en María y lleva a cumplimiento lo que el Padre quiere decirnos cuando realiza su Misterio Pascual. Desde entonces “lo viejo no tiene nada de viejo; todo lo tiene nuevo. Lo importante es descubrir lo nuevo que está escondido detrás de lo viejo”, decía Eugenio Romero Pose, obispo fallecido no hace muchos meses, citando a su buen amigo Eduardo Zurro, presbítero de nuestra Iglesia, también desaparecido .

Pensemos este enunciado, que sirve de guía a nuestro trabajo: Toda la interpretación y la lectura bíblica, desde el inicio del cristianismo hasta hoy y hasta siempre, será una lectura de lo anunciado y cumplido. Todas las tradiciones interpretativas han querido entrar en lo antiguo, porque entrar en lo antiguo es entrar en lo más nuevo que la Revelación nos puede dar. Lo cual es imposible sin un Pueblo, escogido por Dios por pura gracia, con el que hace Alianza no entre iguales, sino de Dios a criatura.

Toda la novedad se condensa en el cumplimiento de lo anunciado, de lo que no se puede prescindir. Por ello la Alianza hecha con el antiguo Pueblo no es algo desechable, que se pueda de ella prescindir. Ese pueblo de la primera Alianza tiene un Testamento (el Antiguo). Por ello es necesario entrar en lo Antiguo, en el anuncio. Y ésta es tarea de testigos, no de exegetas o de expertos, porque el único camino para entrar en lo anunciado es a través de Aquel mismo que es lo anunciado y que, en palabras de san Ireneo, trayéndose a sí mismo, trajo consigo el cumplimiento, toda novedad. Él es lo Nuevo que entra en lo Antiguo, porque, siendo el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, es a la vez lo Nuevo (cumplimiento) y lo Antiguo (anuncio).

Esto explica no sólo el papel del nuevo Pueblo de Dios, sino también el sentido fuerte de la Tradición (= lo recibido se transmite a la siguiente generación). Esto explica igualmente el valor del Magisterio, que sirve a la Palabra/Revelación de Dios, pero que interpreta el sentido hondo de la Escritura en que lo dicho por Dios se ha hecho Biblia (= Los Libros), una vez cumplido lo Antiguo en lo Nuevo. Los Doce son quienes garantizan al nuevo Pueblo de Dios que lo dicho y hecho por Cristo, lo cumplido por Él, no se ha perdido en diferentes tradiciones. En concreto, la tradición evangélica, sin la que nada es el resto del Nuevo Testamento, ha caminado desde lo dicho y hecho por Jesús hasta la Pascua cumplida en Él y continuada en la Iglesia. Hay diferencias entre Jesús antes y después de su Pascua, pero ese Jesús es el Cristo de nuestra fe. Son cuatro las etapas de esta tradición y material evangélico (palabras y hechos de Jesús; tradición oral de ese material; pequeñas colecciones de logia y hechos de Cristo en arameo, después en griego; nuestros cuatro evangelios). Nada necesario para la salud de los hombres se ha perdido: tampoco el Jesús histórico.

Pero entrar en lo Antiguo desde lo Nuevo no es un ejercicio opcional. Lo Nuevo, la novedad, se presenta siempre como cumplimiento de lo anunciado y, necesariamente, exige entrar en lo Antiguo para descubrir la potencia y la riqueza de lo que esperaba desvelarse. Esta es la lectura católica de la Biblia. No se puede leer el Nuevo Testamento sin vibrar con la espera del Pueblo de la promesa. La novedad perdería toda su potencia. Es decir, “no se puede hacer una lectura del Antiguo Testamento que no sea católica..., esto es, que no haya recibido ya su cumplimiento”. Igualmente, leer el Antiguo Testamento sin que vibre en nosotros la novedad anunciada y reconocida en la historia, Jesucristo, no es más que un ejercicio de abstracción que no hace justicia ni a uno ni al otro Testamento.

Los estudiosos hablan del Antiguo Testamento como realidad abierta. Quieren decir que una lectura leal del Antiguo Testamento, en sus tres grandes partes (Ley, Profetas y Escritos), no puede sustraerse a la impresión de estar ante un corpus abierto, repleto de líneas que apuntan hacia el futuro y que reclaman un cumplimiento en la historia; diversas interpretaciones judías anteriores y contemporáneas al cristianismo lo corroboran (Qumrán, literatura intertestamentaria, etc.). Basta citar un texto del último Isaías:

“Somos desde antiguo gente a la que no gobiernas, no se nos llama por tu nombre. ¡Ah! Si rompieses los cielos y descendieses —ante tu faz los montes se derretirían, como prende el fuego en la hojarasca, como el fuego hace hervir al agua— para dar a conocer tu nombre a tus adversarios, y hacer temblar a las naciones ante ti, haciendo tú cosas terribles, inesperadas” (Is 63,19-64,2).

La respuesta a ese grito, que pide algo “inesperado”, no será precisamente un libro. El que potencialmente ha intervenido en la historia no cesará en su creatividad para sorprender de nuevo a su pueblo con la venida de su Hijo encarnado, mostrando así a Israel y a las naciones la eficacia de su único designio salvífico amoroso.

La primera cuestión preguntada (puntos 1.1 y 1.2) viene, pues, a considerar cómo es, y cómo está nuestra relación personal con ese conjunto que es la Palabra de Dios, con el Pueblo de Dios que transmite lo revelado (Tradición) y ha puesto por escrito el texto sagrado de la Biblia, interpretado eclesialmente (Magisterio). Aceptando la importancia de la Palabra de Dios en nuestras vidas, ¿cómo salir de la rutina, la comodidad en la lectura, estudio, oración y vivencia de la Palabra de Dios? ¿Sería preciso hacer un plan de estudios sistemático de la Biblia para ofrecerlo a los sacerdotes de nuestro presbiterio?

Todos los medios que nos ayudan a entrar en contacto con la Palabra de Dios (la lectio divina, la contemplación y la meditación, el Oficio Divino, el estudio del Evangelio y la lectura de comentarios bíblicos, y cualquier lectura no intelectual, sino sapiencial, no especulativa, sino orante, buscando incluso paralelos —scrutatio—) se apoyan en un principio aceptado, al menos implícitamente, por todos: “La Escritura, que nos ha sido entregada como Palabra de Dios por la Tradición, está divinamente inspirada”, de modo que, como san Francisco de Asís escribía a todos los fieles, también nosotros podemos decir: “Ya que soy el siervo de todos, he de servir a todos las fragantes palabras de mi Señor”. Llama “fragantes” a las palabras de Cristo, comparándolas así con panes aún calientes y aromáticos.

Conocemos esas palabras de 2Tm 3,16: “Toda Escritura está inspirada por Dios”; otros traducen por “divinamente inspirada” (theopneustos). La palabra tiene dos significados fundamentales: uno muy conocido y otro, en cambio, habitualmente olvidado, a pesar de no ser menos importante que el primero.

Comencemos por el significado más conocido: la Escritura está “inspirada por Dios”. Otro pasaje del Nuevo Testamento, 2P 1,21, explica así este significado: “Esos hombres (los profetas, los autores bíblicos), movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios”. Es la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura, el artículo de la fe que dice que el Espíritu Santo “habló por los profetas”. El Espíritu Santo acompaña a la Palabra del mismo modo que en el seno de la Trinidad la espiración del Espíritu está vinculada a la encarnación del Verbo. Así como en la encarnación el Espíritu viene a María para que la Palabra se haga carne en su seno, de forma análoga (aunque no idéntica), el Espíritu opera en el escritor sagrado para que éste acoja la palabra de Dios y la “encarne” en un lenguaje humano.

Podemos describir este misterioso hecho de la inspiración mediante una imagen humana: Dios “toca” con su dedo divino —es decir, con su energía viviente que es el Espíritu Santo— ese recóndito punto en el que el espíritu humano se abre al infinito, y desde ahí ese toque (que es en sí mismo simple e instantáneo por ser Dios quien lo produce) se difunde como una vibración sonora por todas las facultades del hombre (voluntad, inteligencia, imaginación, corazón), traduciéndose en conceptos, imágenes, palabras. “Esos hombres, movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios”: se produce el misterioso paso de la moción divina a la realidad creada que se observa en todas las obras ad extra de Dios: en la creación, en la encarnación, en la actuación de la gracia.

Habitualmente se pone de relieve un solo efecto de esta maravillosa obra de Dios: la inerrancia bíblica, la Biblia no contiene error alguno (si entendemos por “error” la ausencia de una verdad humanamente posible en un determinado contexto cultural, y, por tanto, exigible a quien escribe). Pero la inspiración bíblica va más allá de la simple inerrancia; la inspiración da paso, positivamente, a su inagotabilidad, a su fuerza y vitalidad divina, y a aquello que san Agustín llamaba la mira profunditas, su admirable profundidad.

Es preciso, sin embargo, descubrir el otro significado menos conocido de la inspiración bíblica. El participio theopneustos es activo, no pasivo, y si es verdad que la tradición teológica siempre lo ha explicado en sentido pasivo (inspirada por Dios), es también verdad que la misma tradición ha sabido ver un significado activo. La Escritura, decía san Ambrosio, es theopneustos no sólo porque está “inspirada por Dios”, sino también porque exhala a Dios, ¡porque huele a Dios! (De Spiritu Sancto, III, 112). ¡Ahora Dios exhala! Como diría san Francisco, la Escritura es la fragancia de Dios.

Hablando de la creación, san Agustín dice que Dios no hizo las cosas y después se marchó, sino que ellas “provenientes de Él, permanecen en Él” (Confesiones, IV, 12, 18). Lo mismo ocurre con las palabras de Dios: provenientes de Dios, permanecen en Él, y Él en ellas. Tras haber dictado la Escritura, el Espíritu Santo se ha encerrado en ella, la habita y la anima sin cesar con su soplo divino. La Dei Verbum recoge también este filón de la tradición cuando dice que “las sagradas Escrituras inspiradas por Dios, inspiración pasiva, y redactadas de una vez para siempre comunican inmutablemente la Palabra de Dios mismo y hacen resonar en las palabras de los profetas y de los Apóstoles la voz del Espíritu Santo” (n. 21).

Todo lo dicho acerca de los medios utilizados para el encuentro con la Palabra de Dios (punto 1.2) nos afecta profundamente como discípulos de Cristo, oyentes de su Palabra, que en la Iglesia participamos del sacerdocio ministerial del Señor. Evidentemente esta comprensión de la Palabra de Dios, hecha Escritura, no es posible sin la existencia de una Iglesia que la custodia, anuncia y transmite. Es éste un servicio que hace la Iglesia a los hombres como servidora de la Palabra de Dios. Ciertamente sin Escritura no hay Iglesia, pero sin Iglesia, ¿hubiera sido posible la Escritura tal y como ha llegado hasta nosotros? También el Magisterio custodia la Escritura y sirve a ella interpretándola con la autoridad que le ha dado Cristo.

Un tema diferente, que ha aparecido en las respuestas, es el que se enuncia así: “Hay que aceptarlo, el Magisterio tiene la ‘última palabra’, pero debe dejar investigar con libertad”. Aquí es preciso aclarar un poco: existe la libertad de investigar y cuanto más mejor, y nunca pagarán los cristianos a cuantos hombres y mujeres han penetrado en la comprensión de la Escritura que con la Tradición contienen la Palabra de Dios. Pero investigar con libertad no es igual a interpretar o a comprender la Escritura exclusivamente de esta o aquella manera, porque ese no es el campo exclusivo de la investigación bíblica o exégesis. Ni siquiera el Magisterio ha afirmado, salvo en muy pocas ocasiones, que determinado texto bíblico tenga cierto significado único; sus afirmaciones tienen más bien el sentido de afirmar que tal texto tiene también esa comprensión, y que esa comprensión está de acuerdo con lo que Dios ha querido revelar. La investigación bíblica no es la Teología.

También nos afecta personalmente, como sacerdotes de Jesucristo, el punto 2.2. Aquí no se trata de elegir o aceptar la exégesis canónica de la que hablan los autores y que da su sentido teológico-espiritual en contra de la utilización de los métodos histórico-críticos. Eso es un error. Yo preguntaba: “¿te fías más... de los métodos histórico-críticos que...? Es un matiz importante, como veremos.

Es verdad que la Encíclica Divino afflante Spiritu de Pío XII (1943) había abierto las puertas al método histórico-crítico para ser utilizado en la teología católica. Hay que decir, pues, que el método histórico es y sigue siendo una dimensión del trabajo exegético a la que no se puede renunciar. La razón es clara: para la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales. Ella no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia ocurrida sobre la faz de esta tierra: confesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana, ésta debe afrontar el método histórico. Es bueno para una mejor comprensión de este tema leer Dei Verbum, 12 y el documento de la Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia, en el capítulo “Métodos y criterios de interpretación”.

Pero el método histórico-crítico, aunque sea indispensable a partir de la estructura de la fe cristiana, y aunque trata de una de las dimensiones fundamentales de la exégesis, no agota el cometido de la interpretación para quien ve en los textos bíblicos la única Sagrada Escritura y la cree inspirada por Dios. ¿Cuál es la razón de esta insuficiencia de los métodos histórico-críticos? Lo ha expresado bien el Papa en su libro Jesús de Nazaret (p. 12-14): “En cuanto método histórico, busca los diversos hechos desde el contexto del tiempo en que se formaron los textos. Intenta conocer y entender con la mayor exactitud posible —tal como era en sí mismo— para descubrir así lo que el autor quiso y pudo decir en ese momento, considerando el contexto de su pensamiento y los acontecimientos de entonces. En la medida en que el método histórico es fiel a sí mismo, no sólo debe estudiar la palabra como algo que pertenece al pasado, sino dejarla además en el pasado. Puede vislumbrar puntos de contacto con el presente, semejanzas con la actualidad; puede intentar encontrar aplicaciones para el presente, pero no puede hacerla actual, ‘de hoy’, porque eso sobrepasaría lo que le es propio. Efectivamente, en la precisión de la explicación de lo que pasó reside tanto su fuerza como su limitación”.

Todo intento, pues, de conocer el pasado debe ser consciente de que no puede superar el nivel de hipótesis, ya que no podemos recuperar con ningún método el pasado en el presente. Como apunta el Papa, ha sido Dei Verbum la que se propuso leer los diversos textos bíblicos en el conjunto de la única Escritura, haciéndolos ver así bajo una nueva luz. Éste es un principio fundamental de la exégesis teológica: quien quiera entender la Escritura en el espíritu en que ha sido escrita debe considerar el contenido y la unidad de toda ella; se han de tener en cuenta también la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe, las correlaciones internas de la fe (cf. Dei Verbum, 12). Y eso no se alcanza únicamente con los métodos histórico-críticos.

La unidad de la Escritura es un dato teológico, sí, pero que no se aplica simplemente desde fuera a un conjunto de escritos en sí mismo heterogéneos. La exégesis moderna ha demostrado que las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relectura cada vez nuevo: los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de manera nueva. Benedicto XVI dice que en la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus posibilidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos.

¿Ese proceso es infinito? No. Cristo es la clave de todo, como hemos visto antes, y, a partir de Él, se aprende a entender la Biblia como unidad. Sin embargo, para ello se presupone una decisión de fe que no puede surgir del mero método histórico. Pero esa decisión de fe tiene su razón —una razón histórica— y permite ver la unidad interna de la Escritura y entender de un modo nuevo los diversos tramos del camino sin quitarle su originalidad histórica. La llamada “exégesis canónica” no se opone, pues, al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de un modo orgánico y lo convierte en verdadera teología.

La exégesis bíblica es la explicación de un texto. En ella se distingue un doble aspecto: filológico y teológico. La exégesis teológica no podría, sin una grave temeridad que los Padres y los teólogos, después de Orígenes, no han dejado de reprochar y que ha sido objeto de declaraciones especialmente importantes (Divino afflante Spiritu; Dei Verbum; La interpretación de la Biblia en la Iglesia, etc.), prescindir de los datos auxiliares que le aportan los estudios filológicos (examen de manuscritos, fijación del texto, esclarecimientos aportados a su sentido por los recursos de los estudios lingüísticos, gramaticales, estilísticos, históricos, etc.). En cambio, siendo el objeto principal de las Escrituras transmitirnos la Palabra de Dios, que se dirige al Pueblo de Dios y sólo en él se conserva viva, las más sabias interpretaciones de estas Escrituras corren el riesgo de ser superficiales y aun extraviarse completamente, cuando separan su estudio del de toda la tradición cristiana, o cuando se sustraen a la regulación del Magisterio vivo de la Iglesia.

Pero sería interpretar mal las consideraciones precedentes concluir que podría haber, de un lado, una exégesis puramente filológica o histórico-crítica, y de otro, una exégesis teológica. Como la Escritura es única, no hay más que una exégesis auténtica de su sentido, a la vez científica y religiosa, alimentada de sabias investigaciones e iluminada por el testimonio de la Iglesia. La exégesis espiritual preconizada por toda la tradición cristiana no debe ser entendida como una alegoría cualquiera que se superpondría libremente y como desde fuera al sentido histórico de los textos. Inversamente, una exégesis literal que nada quiera saber de los desarrollos y de la unidad de los grandes temas de la Revelación que forman la profunda unidad de la Escritura, estaría condenada a permanecer en la superficie de los textos. La verdadera exégesis espiritual es la que, por sumisión al texto, pero al texto visto en las perspectivas que le son propias, destaca paso a paso de la letra, el espíritu que asoma en ella. Evita poner en ningún texto lo que no tiene relación objetiva con él, pero, detrás de todos los textos sagrados, capta lo que forma su continuidad y unidad perfecta.

El Papa destaca otro aspecto importante para nosotros: toda palabra humana de cierto peso encierra en sí un relieve mayor de lo que el autor, en su momento, podía ser consciente. Este valor añadido de la palabra, que trasciende su instante histórico, resulta más claro aún para las palabras que han madurado en el proceso de la historia de la fe y cristalizado en la Escritura Santa. Con ellas el autor sagrado no habla simplemente por sí mismo y para sí mismo. Habla a partir de una historia común en la que está inmersa y en la cual están ya silenciosamente presentes las posibilidades de su futuro, de su camino posterior en el Pueblo donde han nacido. Pero el desarrollo posterior de las palabras no habría sido posible si en ellas mismas no hubieran estado ya presentes esas aperturas intrínsecas.

El autor sagrado no habla como sujeto privado, encerrado en sí mismo. Habla en una comunidad viva y por tanto en un movimiento histórico vivo que ni él ni la colectividad han construido, sino en el que actúa una fuerza directriz superior, la inspiración de Dios. Eso ya lo decía la antigua doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura (sentido literal, espiritual, alegórico y pleno). Los distintos libros de la Sagrada Escritura, como ésta en su conjunto, no son simple literatura. Ha surgido en el sujeto vivo del Pueblo de Dios en camino y vive en él.

La relación con el sujeto “Pueblo de Dios” es vital para la Escritura. Se podría decir que los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores a los que debemos un libro de la Escritura. Pero estos autores no son escritores autónomos en el sentido moderno del término, sino que forman parte del sujeto común “Pueblo de Dios”: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el Pueblo es el verdadero y más profundo “autor” de las Escrituras. Y, aún más: este Pueblo no es autosuficiente, sino que se sabe guiado y llamado por Dios mismo que, en el fondo, es quien habla a través de los hombres y mujeres y su humanidad. Por eso, más que imaginar la Escritura y la Tradición como dos fuentes en verdad complementarias pero independientes, conviene entender que la Escritura constituye como el núcleo de la Tradición, de la que no se la puede separar para comprenderla, mientras que la misma Tradición no puede organizarse más que alrededor de la Escritura.

Del punto 2.3 sólo quiero destacar una explicación, que se refiere a la palabra ideología y “lectura ideológica”. El Diccionario de la Real Academia Española define “ideología” como el “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político”. Algo perfectamente legítimo, aunque con frecuencia se encierra en ello una cierta falta de objetividad voluntaria en la visión de la realidad. La lectura “ideológica” de la Palabra de Dios o de la Sagrada Escritura es, de algún modo, cierta distorsión de la realidad a la hora de una comprensión de la Biblia o de alguno de los libros o pasajes. Ninguno estamos libres de este peligro.

Se distorsiona la realidad con la lectura fundamentalista de la Escritura y también cuando se ve la Escritura únicamente como la expresión de cierta antropología cultural. Se da esta lectura con mucha frecuencia también cuando, más allá de una legítima interpretación o actualización del texto bíblico, se quiere adaptar a nuestra situación cambiando el sentido del texto, por ejemplo, cuando llamamos salmos no a una traducción del original salmo bíblico, siempre difícil, sino a una versión que nada tiene que ver con el original. Y esto lo hacemos en algunas ocasiones, demasiadas.

Una lectura ideológica de la Escritura es hablar de Jesús de Nazaret “con rigor científico” y desconfiar del testimonio evangélico sobre Él, adoptando el lenguaje de la negación, de la duda, de la conjetura, y subrayando las referencias al carácter no histórico de muchas escenas evangélicas (por ejemplo, el interrogatorio de Jesús ante el Sanedrín). Siempre recuerdo la costumbre de Rudolf Bultmann cuando, al tratar de los milagros de Jesús, afirmaba sin pruebas que eran textos inventados o copiados en comunidades helenistas, no de Palestina, de esta literatura. Jamás dijo cuáles eran esos textos paganos que los cristianos provenientes de la gentilidad habían copiado para crear los milagros de Jesús. Cuando alguien investigó y publicó esos posibles paralelos de los milagros de Cristo, se probó la absoluta falta de rigor en quien pasaba por ser el gran exegeta, influido grandemente por un prejuicio. Esa manera de investigar no ha dejado de influir en católicos que hablan sobre Jesús de Nazaret.

Es muy frecuente presentar la sociedad del tiempo de Jesús bajo el prisma que evoca claramente el análisis de la lucha de clases: desigualdad entre la gran mayoría de la población campesina y la pequeña elite que vivía en las ciudades, tribunales que pocas veces apoyaban a los campesinos. Así se sitúa la actividad de Jesús y la predicación del Reino en un horizonte preferente y casi exclusivamente social. Parece que se puede alegremente cambiar el “Sitz im Leben” y así hacemos moderno el Evangelio, o presentar el contexto de Jesús en conflicto dialéctico, para subrayar mejor la dimensión social de su actividad. Cristo en su predicación y actuación habla de esa dimensión social, pero ¿por qué olvidar el carácter novedoso de que Jesús afirme que es uno con el Padre?; ¿por qué silenciar las veces que Jesús cura, hace milagros y exorcismos que relaciona con el pecado y la esclavitud a la que Satanás somete a la humanidad? Jesús, sí, ha luchado por el sufrimiento, ha amado y preferido a los más pobres, pero interpreta su vida y su muerte como redentora, y éste es el mejor servicio hecho a los hombres y mujeres.

Pongamos otro ejemplo. La pobreza de Cristo, como todo lo que se relaciona con su persona, es un misterio de Dios. Utilizarlo como tema de propaganda o de enternecimiento sería profanarlo; pretender conformarlo con nuestros cálculos humanos sería volatilizarlo. Lo único que se puede hacer es ponerse en la presencia de Dios, lo más sencilla y pobremente posible, mirarlo y escucharlo, pedirle que le entendamos y comprendamos.

Jesús nace pobre, vive pobre, muere pobre. Con una pobreza que no es teatral. Puede ser clasificado entre los que se hallan sin protección y que, viviendo a merced de las circunstancias, se encuentran cualquier día expuestos a la peor miseria. Una disposición administrativa le obliga a nacer fuera del hogar familiar; la insignificancia de sus padres le impide nacer en un lugar digno, y su cuna es el pesebre del establo del lugar común abarrotado. Los primeros que lo descubren, que son también pobres, lo descubren por esa señal: un recién nacido envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. Durante años, en Nazaret, Jesús es un trabajador como los demás. Cuando se da a conocer entre los hombres, vive, sin afectación, como un pobre, sin nada, ni casa ni fortuna; vive de limosnas y del trabajo, en parte probablemente de la pesca de sus discípulos, y en gran parte por la generosidad de algunas mujeres devotas que le siguen.

Lleva una existencia dura, experimenta el hambre, la sed, la fatiga, la suerte de puertas que se le abren y puertas que se le cierran. Pero Jesús no es exclusivista y cuenta también con amigos que viven desahogadamente; sin embargo, no se deja deslumbrar por las riquezas y dedica lo mejor de su tiempo y de sus intereses a los pobres, a los enfermos, a los pequeños. Su pobreza no es un arma arrojadiza, sino una confianza en el Padre y un saber donde está la esclavitud del ser humano y lo que le puede salvar; y aquí todos somos pobres.

El punto 3 traslada el tema del ámbito personal del sacerdote a ver la situación de los fieles laicos respecto a la Biblia. Aquí ciertamente pesa la costumbre hecha carne de la poca lectura de los cristianos de la Biblia, su casi prohibición, que la ha alejado de un horizonte cultural en los últimos siglos. Es cierto: se promocionó más el catecismo —poco en esta época, por cierto, cuando el magnífico Catecismo de la Iglesia Católica es un medio excelente incluso para introducirse en la Palabra de Dios—, los devocionarios, y tal vez una religiosidad costumbrista y moralizante. Pero antes de Trento la gente no disponía de libros, ni de ejemplares de la Biblia o el Nuevo Testamento, y rezumaba sabor bíblico. Ahí está el ejemplo de santa Teresa de Jesús: no hay en sus obras muchas citas literales de los textos bíblicos, pero constantemente está mostrando que vive en esa vida que deriva de la Biblia, de los Evangelios, del Nuevo Testamento, con muchas citas implícitas.

Pero, ¿qué hemos hecho desde la publicación de la Dei Verbum? ¿No hemos subrayado mucho más otros aspectos del Concilio y olvidado un tanto este tema, sobre todo el capítulo VI de esa Constitución, nn. 21-26? Yo entono el mea culpa, pues creo no haber hecho bien los deberes. La pregunta sigue siendo: ¿Tienen nuestros fieles laicos suficientes posibilidades de contacto con la Biblia, para una práctica personal de lectura, oración, meditación y contemplación de la Palabra de Dios?

Falta, por supuesto, iniciación, no les hemos educado para ello. Pero el panorama debe cambiar necesariamente. Y aquí hemos de ayudarnos, no puede ir cada uno por su cuenta. ¿Necesitaríamos ayuda de fuera de nuestra Iglesia? Tal vez, pero, en cualquier caso, no podemos seguir como hasta ahora, si queremos renovar nuestra Iglesia, nuestras catequesis, nuestra iniciación cristiana, nuestra liturgia, nuestras parroquias. No se trata sólo de cursos bíblicos que nos den un conocimiento de la Sagrada Escritura que nos permita saber unas cuantas cosas de la Biblia, como si únicamente se tratara de un texto de la antigüedad.

Hemos de aprovechar cuanto de bueno tenemos, dar a conocer las experiencias concretas que funcionen. Pero hemos de pensar en un servicio eclesial diocesano que, aprovechando el Sínodo de los Obispos y el año dedicado a san Pablo, cree unas estructuras permanentes, un servicio eclesial que se ofrezca y esté ahí como algo propio del Pueblo de Dios».

Finalizada la precedente reflexión del Sr. Arzobispo, después de un breve descanso, se inicia el trabajo en grupos en torno a los dos interrogantes propuestos, transcurrido el cual se lleva a cabo en la Asamblea la exposición de las siguientes aportaciones:

1. ¿Cómo salir los presbíteros de la rutina, comodidad y cierta pereza en la lectura, estudio, oración personal y litúrgica, y vivencia de la Palabra de Dios?: percibir su necesidad para nuestra identidad (vida y misión) como presbíteros; fijar un itinerario personal, vinculado al tiempo litúrgico; propiciar el acompañamiento comunitario con otros presbíteros y laicos; cuidar los medios ordinarios (oración personal, Oficio Divino, preparación de la homilía...); hacer uso de diversos instrumentos (lectio divina, estudio, reflexión, comentarios bíblicos...); sentir verdadera preocupación por el servicio a la Palabra; favorecer en nuestros encuentros y reuniones la oración y meditación de la Palabra... Para ello, no se considera necesario elaborar un plan sistemático de estudio de la Biblia, sino más bien cuidar y potenciar la Formación Permanente, dentro de la cual pueden ofrecerse cursos monográficos, claves de lectura e interpretación, estudio de documentos, orientaciones bibliográficas...

2. ¿Cómo podrán los fieles laicos tener suficientes posibilidades de contacto con la Biblia para una práctica personal de lectura, oración, meditación y contemplación de la Palabra de Dios?: ayudar a sentir la necesidad del encuentro con la Palabra en la oración, celebración y formación; favorecer unas catequesis, formación y predicación más bíblicas; integrar celebraciones de la Palabra en el dinamismo litúrgico-pastoral; incorporar la lectura y reflexión de la Palabra de Dios en encuentros, reuniones, charlas...; ofrecer materiales y comentarios, como el Evangelio de cada día... Para ello, no se considera necesaria la creación de un nuevo servicio eclesial diocesano, sino más bien potenciar la Escuela Diocesana de Formación y el Itinerario de Formación de Laicos, además de otros servicios ya existentes: escuelas y grupos bíblicos, equipos de liturgia, cursos bíblicos a distancia..., que requerirán sacerdotes y laicos formados en el campo bíblico.

Dicha exposición da lugar a un breve diálogo en torno a los siguientes aspectos: formación bíblica en nuestro Seminario diocesano, dificultades ambientales por una errónea comprensión de la relación Biblia-Ciencia, lugares de lectura de la Biblia (pobre, sencillez...), distorsiones culturales para la correcta interpretación de la Biblia (El Código da Vinci...), relación Jesús de la historia-Cristo de la fe...

Ya por la tarde, se prosigue la Asamblea con la presentación de los nuevos responsables diocesanos: D. José Luis Velasco Martínez, delegado de Patrimonio; D. Jorge Fernández Bastardo, delegado de Pastoral Juvenil; y D. Ricardo Vargas García-Tenorio, director del Centro Diocesano de Espiritualidad. Todos ellos, al tiempo que manifiestan su disponibilidad para responder a la misión encomendada, refieren los retos y objetivos que tienen planteados, para los que solicitan la necesaria colaboración de todos en bien de nuestra Iglesia diocesana.

A continuación, en el deseo de ofrecer algunas aportaciones al Consejo Pastoral Diocesano para la elaboración del nuevo Plan Pastoral Diocesano trienal , D. Luis Javier Argüello García, Vicario de la Ciudad y D. Diodoro Sarmentero Martín, Vicario de la zona Campos, destacan algunos retos pastorales planteados en la ciudad y el mundo rural que están demandando una respuesta, si se quiere ser fiel al tiempo presente, que enumeramos sucintamente:

1. Ciudad:

  • Personas: pastoral vocacional, distribución y formación permanente del clero; familia y vertebración del laicado; relación e integración de la vida consagrada...
  • Misión: evangelización de los jóvenes y de nuevas zonas; transmisión de la fe e iniciación cristiana; inmigrantes cristianos; identidad y coordinación de la caridad...
  • Comunión: unidades parroquiales; pastoral sacramental; distribución de tareas; eucaristías dominicales...
  • 2. Mundo rural:

  • Problemática pastoral: despoblación; cambio de civilización; cultura dominante; secularización intermedia; religiosidad popular; pastoral de servicios; sacerdotes sobrecargados o desvinculados...
  • Respuesta pastoral: pastoral misionera y comunitaria; concienciación diocesana; participación del laicado; formación permanente del clero; signos de esperanza (pastoral conjunta y participación del laicado)...
  • Todo ello es objeto de diálogo en la Asamblea, comentándose los siguientes aspectos: valor del trabajo pastoral del mundo rural; eucaristías dominicales en la ciudad; atención a las nuevas urbanizaciones; potenciación del laicado asociado evangelizador; atención evangelizadora de los núcleos de población joven; dificultad de la escasez de sacerdotes; integración de los sacerdotes en la pastoral conjunta; pastoral misionera y evangelizadora...

    Finalmente, se da paso al turno de informaciones y comunicaciones, en el que se presentan las dos siguientes cuestiones:

  • Gran celebración “Por la familia”: D. Jesús Fernández Lubiano, delegado de Familia y Vida, presenta esta iniciativa de la Conferencia Episcopal, organizada por la Archidiócesis de Madrid, que tiene como objetivo ser un gran anuncio del Evangelio de la familia, invitando a todos los sacerdotes a animar a los fieles laicos para que acudan el próximo día 30-12-2007 a la plaza de Colón de Madrid.
  • XX Aniversario de la Ordenación episcopal de D. Braulio: Se celebrará el próximo día 20-12-2007, compartiendo un café en la Residencia Sacerdotal, a las 16 h., y la celebración de la eucaristía en la Catedral a las 20 h., actos a los que están invitados todos los sacerdotes de nuestra Diócesis.
  • Sin más asuntos que abordar, después de unas palabras de agradecimiento del Sr. Arzobispo a la Asamblea por el trabajo desarrollado a lo largo de la jornada y de una sencilla oración final de acción de gracias, se levantó la sesión a las 17:45 h., de todo lo cual doy fe como Secretario.

    Francisco Javier Mínguez Núñez, Secretario