Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

¿Se ha ido la Navidad?

13 de enero de 2008


Publicado: BOA 2008, 8.


Afirmaba un escritor en un diario de nuestra ciudad que, como en tantas cosas, la Navidad se le ha ido de las manos a la Iglesia. ¿Será verdad? Nuestro columnista parece apoyar su afirmación en varias razones, que yo sinceramente no entiendo. Dice que la Iglesia parece haber olvidado los hechos históricos que se conmemoran, como es la llegada del llamado Niño Dios a este mundo irredento. No es cierta semejante afirmación, por supuesto; estoy seguro de que no ha celebrado la Eucaristía en estos días. Precisamente nos acusan de lo contrario. Que se pongan de acuerdo, por favor.

Otra razón aducida es que Navidad se reduce a compras, subida de precios, acumulación de familiares en casa, extravagantes regalos, comidas de empresa, y que los actos más genuinos de “estos festejos” ya no tienen lugar en los templos: las catedrales son las plazas públicas y las grandes superficies. Pero esa no es la Navidad de la Iglesia; será la Navidad de la concejalía de los ayuntamientos y de los grandes almacenes. Nosotros no nos apuntamos a eso, aunque cada uno puede celebrar lo que desee y como le apetezca. Pero sin confundir.

Navidad es que Dios vivo está presente entre los hombres y mujeres, porque se encarnó y no omitió la formalidad de insertarse en la trama de la historia. Desde que Cristo vino y viene, lo que es escandaloso es que ¡Dios está en el mundo! Es la paradoja cristiana, la piedra de toque. Este Dios escandaloso, presente en los sacramentos, en la Iglesia, a pesar de sus debilidades, es el Dios de la mayor caridad, del mayor amor. El cuerpo y la sangre de Cristo es lo que salva al ser humano, y este sacramento puede llegar a la humanidad por medio del más miserable, del más pecador de los sacerdotes y en la comunidad cristiana más humilde.

Jesucristo, el que de nuevo se ha mostrado en Navidad, que acaba este domingo del Bautismo del Señor, no es nada de lo que la civilización industrial y técnica pueda aportarnos por sí misma, sino precisamente aquello que necesita vitalmente: una presencia de amor. Podemos así decir, en efecto, que Jesucristo no sirve para nada, pero también que lo aporta todo. No sirve para nada porque no aporta ninguno de los medios de acción que nuestra civilización necesita.

Y, sin embargo, Jesucristo nos trae una certeza que nunca podrá darnos ningún análisis científico, ningún progreso de la tecnología, ningún desarrollo de las ciencias humanas: la certeza de que cada uno de nosotros somos amados de una manera absoluta. Y es que Jesucristo es, ante todo, una presencia fraterna. Está con nosotros en el marco de nuestra existencia diaria, que tiene sus limitaciones, sus estrecheces, sus sufrimientos y sus apuros. Pero no está con nosotros para ser, como lo somos todos nosotros, traído y llevado por los enfrentamientos sociales, las luchas a muerte, la hipocresía, el fracaso o el abandono, sino que está con nosotros para ofrecernos un camino hacia la libertad y la esperanza. Él es un Hermano que nos conduce, por medio de su manera propia de vivir la existencia diaria, hacia ese lugar en que todo desemboca, por fin, en la luz en la que todo recupera su verdadero sentido. Es el Siervo de Dios, que no quiebra la caña cascada, ni apaga el pábilo vacilante: eso significa su bautismo.