Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Escuchar a Dios

9 de marzo de 2008


Publicado: BOA 2008, 97.


Es frecuente ver por la calle a jóvenes —y no tan jóvenes— caminando con cascos puestos en sus oídos; van en silencio, escuchan lo programado, no hablan normalmente con los demás transeúntes; sólo salen de su aislamiento si se encuentran con alguien muy conocido o si suceden cosas inesperadas. He ahí una imagen de lo que sucede en nuestra Iglesia con relativa frecuencia: ¿quién oye a Cristo, que habla? ¿Acaso no nos programamos para no perder tiempo y no dejar nada a la improvisación, no sea que mi vida se complique? ¿Hay espacios gratuitos para simplemente escuchar?

Siempre me ha impresionado aquello que dice el profeta Jeremías: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; / me forzaste y me pudiste. / Yo era el hazmerreír todo el día, / todos se burlaban de mí. / La palabra del Señor se volvió para mí / oprobio y desprecio todo el día. / Me dije: “no me acordaré de Él, / no hablaré más en su nombre”; / pero la Palabra era en mis entrañas fuego ardiente, / encerrado en los huesos; / intentaba contenerla, / y no podía» (Jr 20,7-9). Y me impresiona porque el Señor habla, pero no hacemos caso, y quien escucha tiene una vida apasionante, aunque sea difícil.

¿Qué hemos hecho con nuestros niños, adolescentes y jóvenes, que tanto les cuesta escuchar? ¿Cómo es posible tanto ruido que impide escuchar lo más importante de nuestra vida, que es Dios? Y no estoy hablando sólo de la falta de vocaciones al sacerdocio, ahora que escribo para el Día del Seminario. No, estoy intentando decir que hemos hecho gente cobarde, egoísta, encerrada en sus pequeños mundos, propietarias de sus “cosillas”. A mí no me preocupa que como cristianos fallemos, no estemos a la altura de las circunstancias; lo que me saca de quicio es esa indiferencia, ese dilatar los problemas, porque nunca se ponen sobre la mesa, porque huimos de las decisiones que no pueden dejarse para más tarde.

En la Escritura Santa hay muchas cosas; pero es frecuente que Dios y el hombre hablen, se escuchen; que ante lo propuesto por Dios a la humanidad, hombre y mujer, haya un deseo de respuesta. También es verdad que Dios se queja de que su pueblo no escucha. «¡Ah, si me escuchase mi pueblo!». ¿No habrá diez, quince, veinte, treinta chicos o jóvenes que quieran escuchar en Valladolid que tal vez Dios les llama a ser curas? Pero no por real decreto, sino porque el Señor ha ganado su corazón y ha abierto su vida a unas dimensiones insospechadas, por aquello que dice el Salmo 15: «El Señor es la parte de la herencia que me ha tocado (...); mi suerte está en tu mano; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad».

Nos toca orar por estas vocaciones. Queremos hacer una “Cadena de Oración por las vocaciones y la evangelización”; lo organiza la Delegación diocesana de Vocaciones del 2 al 9 de marzo. ¿Quieres participar? Llama al Seminario Diocesano. No se trata de arrancarle a Dios vocaciones: Él llama, seguro. Se trata de que esos niños, adolescentes, jóvenes y algún adulto oigan, se pongan a ponderar qué quieren hacer con su vida o, mejor, cómo pueden ser más felices haciendo la voluntad del Padre.