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Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Semana Santa 2008

Misa de la Cena del Señor

20 de marzo de 2008


Publicado: BOA 2008, 109.


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La Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el libro del Éxodo (primera lectura), en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción, y del caos, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo.

También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido que los que estaban en Jerusalén abandonaran la ciudad en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra el caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación de Dios. Por esta razón, por Pascua, todo Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también por dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen.

También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, los apóstoles, su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrino, que por aquella noche constituían la casa y la familia de Pascua.

Así es como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la asociación de peregrinos (jaburaj) de Jesús, su familia, la que fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con Él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia. Nosotros somos su casa, y de esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad, que es para nosotros lo que fue Jerusalén para los judíos: casa viviente que aleja de las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros mismos.

Las murallas de esta Jerusalén se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor de Jesús es el que lucha hoy contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente el mundo, los pueblos y las familias, y de este modo nos ofrece la paz/shalom, un lugar de paz, en el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro.

Pienso que en nuestro tiempo también existen razones para reflexionar y ver cómo en nuestra sociedad se da igualmente la fuerza del caos. Vemos cómo un pueblo que aspira, o ha llegado en muchos de sus miembros, a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del mundo, puede ser destruido por dentro. Sabemos por experiencia, por ejemplo, que la técnica y el dinero no pueden por sí solos alejar la capacidad destructiva del caos, que aparece en los suicidios, muertes violentas, terrorismo, robos, violencia doméstica, luchas partidarias y partidistas, odio entre hermanos o compatriotas, luchas, en el fondo, tribales, guerras.

Únicamente pueden oponerse a la fuerza del caos las murallas auténticas que el Señor ha construido y la nueva familia que nos ha dado, abierta a todo el mundo. Esta fiesta pascual, pues, tiene una importancia política eminente, en el más profundo de los sentidos de esta palabra. Nuestros pueblos de Europa tienen así necesidad de volver a los fundamentos espirituales si no quieren dirigirse a la autodestrucción. Esta Pascua, de la que el Jueves Santo es su pórtico, debería volver a ser hoy una fiesta de familia, una forma de defender a la humanidad.

Para ello debemos añadir que la familia/Iglesia, lugar de la humanidad, abrigo de la criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero, cuando es protegida y congregada por el amor de Cristo. La familia aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que le da estabilidad y firmeza. Ésta ha de ser la noche en la que rehacemos el camino que conduce a la nueva ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia. Es día de reconciliación, de confesar los pecados, pues en esta noche deberíamos aprender de esta familia de Jesús a conocer mejor a la familia humana y a la humanidad que ha de guiarnos y protegernos.

Pero esta fiesta ha traído siempre a la memoria que, aunque tenemos casa, seguimos siendo nómadas, como el antiguo Israel; como hombres y mujeres que somos, nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con un pie en el estribo. Y pues vamos de camino y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el otro. Es la enseñanza de Jesús, su mandato nuevo. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pasja como ‘paso’, y expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la vida nueva de la Resurrección. Esta es la última Eucaristía hasta el domingo de la Pascua.

Así que esta fiesta sigue siendo para nosotros fiesta de peregrinación. Somos únicamente huéspedes en la tierra, y todos somos huéspedes de Dios. Por eso se nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son huéspedes. El Señor, que se hizo Él mismo huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos. Este es el punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser uno para el otro. Lo que verdaderamente cuenta no es lo que tenemos, sino lo que somos, personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad.

La Pascua se celebra en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero era la noche en que iba a ser entregado, y fue así, porque Él se levantó de la mesa y salió fuera, al otro lado del torrente Cedrón, extramuros. No tiene miedo al caos, no quiere esquivarlo, entrega su vida, es más fuerte que el mal disgregador, el Diablo y la muerte. Y porque Él penetró en ese caos, nosotros, que le seguimos a Él, también lo afrontamos con confianza, porque las murallas de la Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo.

Cristo baja a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro, porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. Él es el más fuerte; no hay potencia que pueda resistirle ni lugar que no llene con su presencia. Nos invita a nosotros a emprender el camino con Él, pues donde hay fe y amor allí está Él, allí la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.

Y un último pensamiento en esta hermosa tarde del Jueves Santo. Al finalizar la liturgia, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el altar a una capilla lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren acompañar a Jesús en la hora de soledad. Este camino de Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a Él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres y mujeres se niegan a reconocerle.

Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y a renovar con Él, en medio de las tinieblas, la luz de la vida, que “Él” mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de Resurrección, que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa. Amén.