Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Semana Santa 2008

Misa Crismal

20 de marzo de 2008


Publicado: BOA 2008, 113.


Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Esta celebración tan expresiva del Jueves Santo que es la Misa Crismal, siempre me ha parecido un misterio de Cristo envolvente, que explica mucho lo que es la Liturgia en la Iglesia: no un mero recuerdo historicista de algo pasado, sino el memorial de acciones salvadoras de Alguien que ha vencido a la muerte, de modo que siempre sucede algo nuevo o, mejor, aparece algún aspecto nuevo de un todo ocurrido para siempre. Como tal, la Misa Crismal no puede afectar únicamente a los sacerdotes, que hoy renováis ante el obispo vuestras promesas sacerdotales. La vida nueva de Cristo alcanza a todos los miembros del Cristo total.

Me alegra que seáis muchos consagrados y fieles laicos quienes celebréis con nosotros la Eucaristía que cierra la Cuaresma y nos introduce en la Pascua. Vosotros también, como todos los bautizados, «os habéis revestido de Cristo» (Ga 3,27). Eso es precisamente lo que sucede en el Bautismo (y en todos los sacramentos partiendo de él): Nos revestimos de Cristo; él nos da sus vestidos, que no son algo externo, pues significan que entramos en una comunión existencial con Él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran mutuamente. Esa vida de Cristo es la que Él nos regala, y es vida que fluye siempre, como muestran la bendición de los Óleos y la consagración del Crisma Santo.

No os sintáis, pues, ajenos a esta celebración, donde, eso sí, se destaca la comunión de los presbíteros y diáconos con su obispo y ese actuar en nombre de Cristo cabeza de la Iglesia que realizan los sacerdotes. Sois de este Pueblo santo y no estáis de invitados que miran lo que sucede.

Permitidme, hermanos sacerdotes, que me ayude del Salmo 16, 15 según la numeración griega, en esta homilía. Los mayores entre nosotros, hasta los primeros años setenta, pronunciamos el v. 5 de este salmo en el momento de recibir la llamada tonsura, cuando fuimos aceptados en el estado clerical, casi como una divisa de la misión que entonces asumimos, reservada hoy en parte para la ordenación de diáconos. Es un texto muy expresivo: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad, es espléndida». Pienso que, cuando ahora lo rezamos en las Completas del jueves, es bueno recordar cómo tratamos entonces de hacernos cargo del compromiso que abrazamos, para vivirlo hoy desde una comprensión profunda.

¿No será una luz preciosa este salmo para hacernos ver hoy, a presbíteros jóvenes y mayores, qué significa ser sacerdote y, sobre todo, cómo vivirlo en la práctica? Le decimos al Señor en el v. 2: «¡No hay dicha para mí fuera de ti!» (La traducción actual de la Liturgia de las Horas es «Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen»). Sin embargo, hay aquí un lenguaje pragmático, casi profano, no teológico. Estamos en el lenguaje del propietario de la hacienda y de la distribución de la tierra en Israel, como se describe en el Pentateuco y en Josué. Sabemos que la tribu de Leví quedó excluida de ese reparto de tierra; no recibió territorio alguno.

De esta tribu se dice: «Es el Señor su heredad» (Dt 10,9; Jos 14,4); «Yo soy (el Señor) tu parte y heredad en medio de los israelitas» (Nm 18,20). Se trata aquí de una ley de conservación simple y concreta: los israelitas viven de la tierra que les es asignada. Sólo los sacerdotes no logran su sustento por medio del trabajo agrícola (no había otro); el único fundamento de su vida, incluso de su vida física, es, pues, el mismo Señor. En términos concretos: los sacerdotes viven de su participación en las ofrendas y otras donaciones, de los bienes que se ofrecen a Dios; de éstos reciben ellos una parte, como encargados del servicio divino.

Pero hay aquí algo más que dos formas de sustento físico para los hijos de Leví y los de las otras tribus. Hecha por Dios la promesa a Abraham de poseer la tierra de Canaán, el israelita participa de esa promesa de su inserción en el contexto vital del futuro pueblo elegido. Pero para el levita, su vida se proyecta directa y exclusivamente hacia el Señor. Y no es que en los hijos de Leví Dios venga a sustituir a la tierra como garantía de subsistencia, casi como si se ofreciera una forma independiente de seguridad, pero es verdad que Dios es el único que les garantiza la vida de una manera directa; en Él se funda incluso la vida terrena, la vida física. En el momento en que desapareciera el culto divino, la vida perdería para ellos la fuente de su sustento.

De esta suerte, la vida del levita es, al mismo tiempo, privilegio y riesgo. La cercanía de Dios es su único y directo medio de vida. El Salmo 16, pues, es el canto de un sacerdote que expresa aquello que constituye el centro físico y espiritual de su existencia. Quien en este salmo ora cumple todo cuanto la Ley ha establecido para él: la privación de posesiones exteriores y una vida sustentada por el culto divino y para el culto divino, de tal manera que este culto no se entiende únicamente en el sentido de una forma determinada de subsistencia, sino que se vive como verdadero fundamento.

Nos parece que este orante espiritualiza la Torá, y así la transfiere a Cristo, precisamente porque en el hijo de Leví no llega a realizarse en plenitud su genuino contenido. Como en tantas ocasiones, un texto del Antiguo Testamento está abierto a su cumplimiento en Cristo. Por ello, este salmo tiene importancia para nosotros, los ordenados: en primer lugar, porque se trata de una plegaria sacerdotal; en segundo lugar porque asistimos en este salmo a la autosuperación interna del Antiguo Testamento en movimiento hasta Cristo, y así podemos admirar la unidad de la historia de la salvación. No vivir en virtud de lo que uno posee, sino del culto, significa para el orante vivir en la presencia de Dios, fundar la propia existencia en un confiarse a Él desde lo más íntimo.

Dios ha venido a ser, por consiguiente, la “Tierra” del orante. En el salmo aparece con toda claridad después qué dimensiones asume concretamente esta realidad en la vida cotidiana: «Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré». Es caminar con Dios, saberlo siempre cercano, tratar con Él, mirarle y dejarse examinar por Él: he ahí lo que constituye el centro de esta prerrogativa de los levitas. De esta suerte, Dios se hace verdaderamente una tierra, un territorio en nuestra vida. Y así vivimos y “moramos” en su casa.

«Bendeciré al Señor, que me aconseja», continúa el Sal 16,7. Cuando nuestra vida se halla verdaderamente anclada en la palabra de Dios, el Señor «nos aconseja». La palabra bíblica deja de ser entonces un vocablo cualquiera, y se convierte en un término que compromete directamente mi vida. Todo esto trae a la memoria el gran salmo de la palabra de Dios, el larguísimo Salmo 119. La palabra bíblica, pues, supera la distancia y se hace para mí palabra personal; mi vida se convierte en una palabra que proviene de Dios: «Tú me enseñarás el sendero de la vida» (Sal 16,11). La vida deja de ser un oscuro enigma. Aprendemos qué significa vivir. La vida se aclara: «Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas (...), me saciarás de gozo en tu presencia y de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 16,9.11).

Pero nosotros no somos de la tribu de Leví, nuestro sacerdocio no es el levítico: ¿qué tenemos que ver con esos dos salmos? Cierto, no somos descendientes de los levitas, pero sí tenemos que ver con esos salmos, y no es casual que el Salmo 16 representara para la Iglesia antigua la gran profecía de la Resurrección, la descripción del nuevo David y del Sacerdote definitivo, Jesucristo. El misterio de Jesucristo, su muerte y su resurrección resplandecen allí donde de la palabra y su indestructible fuerza vital se hace experiencia viva.

De hecho pertenecen a la esencia misma del sacerdocio aspectos tales como el estar expuesto del levita, la carencia de una tierra, el vivir proyectado hacia Dios. Basta leer el relato de los apóstoles pescadores en Lc 5,1-11, que concluye con estas palabras: «Ellos lo dejaron todo y lo siguieron». Sin ese despojarse de todas nuestras posesiones no hay sacerdocio. La llamada al seguimiento de Cristo no es posible sin ese gesto de libertad y de renuncia ante cualquier compromiso.

Creo que, bajo esta luz, adquiere todo su profundo significado el celibato como renuncia a un futuro afincamiento terreno y a un ámbito propio de vida familiar; más aún, se hace indispensable para asegurar el carácter fundamental y la realización concreta de la entrega a Dios. Esto significa, claro está, que el celibato impone sus exigencias respecto a toda forma de plantearse la existencia. No puede alcanzar su pleno significado si nos plegamos a las reglas de la propiedad y del juego de la vida, tal como hoy se aceptan comúnmente. Sobre todo, no puede consolidarse si no hacemos de ese nuestro habitar en la presencia de Dios el centro de nuestra existencia.

Ser célibe es pobreza, pero es riqueza inaudita para nosotros mismos y para la Iglesia y el mundo. Por ello se vuelve una y otra vez a preguntar a la Iglesia: ¿para cuándo la abolición del celibato? Aún el celibato opcional se defiende con igual óptica en nuestra cultura dominante. Necesitamos la luz de Dios, la fuerza y fortaleza del Espíritu, por supuesto, para vivir el celibato por el Reino de los cielos, con un amor de corazón indiviso a Cristo pobre, pero también para que no se ofusque nuestra mente. Por ello oramos al Señor: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti; yo digo al Señor: “Tú eres mi bien”» (Sal 16,1-2). Que nadie os quite la alegría de vuestra entrega a Dios y a los hermanos. Pidamos a Jesús que nos ayude a amar como Él, para experimentar cada vez más qué hermoso es llevar su yugo. Amén.