Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

Imprimir A4  A4x2  A5  

Conferencia

Jornada de estudio en la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid ante la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos 2008

La Palabra de Dios celebrada

5 de marzo de 2008


Publicado: BOA 2008, 122.


Estamos ya en el horizonte de un Sínodo de Obispos que tratará de “La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia” . Quiera el Señor que sea un momento de gracia para todos nosotros, Iglesia del Señor que camina por este mundo iluminada por la luz de la Palabra de Dios, de la presencia del Verbo, Hijo del Padre eterno. Quisiera, pues, hacer una pregunta que nos sirva de guía para este tiempo previo a la celebración del Sínodo: ¿Tienen nuestros fieles laicos suficientes posibilidades de contacto con la Biblia, para una práctica personal de lectura, estudio, oración, meditación y contemplación de la Palabra de Dios?

Falta, por supuesto, iniciación, no les hemos educado para ello. La riqueza de la Escritura no es disfrutada por la gran mayoría de los bautizados. El panorama debe cambiar necesariamente. Y aquí hemos de ayudarnos, no puede ir cada uno por su cuenta. Si queremos renovar nuestra Iglesia, nuestras catequesis, nuestra iniciación cristiana, nuestra Liturgia, nuestras parroquias, necesariamente hemos de conocer la Sagrada Escritura, porque desconocerla es desconocer a Cristo. Y no se trata sólo de cursos bíblicos que nos den un conocimiento de la Sagrada Escritura que nos permita saber unas cuantas cosas de la Biblia, como si únicamente se tratara de un texto de la antigüedad.

Hemos de aprovechar cuanto de bueno tenemos, dar a conocer las experiencias concretas que funcionen. Por ello, aprovechemos lo que ya tenemos, que no es poco; aprovechemos lo que nos ha dado ya la Iglesia para nuestro provecho. Volvamos al Concilio, tantas veces invocado y en ocasiones olvidado. En Sacrosanctum Concilium (SC) 7 se nos dice que la obra de salvación, continuada por la Iglesia, se realiza en la Liturgia. Es muy importante, por ello, mostrar a nuestros fieles que, como no podía ser de otro modo, para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Aceptar esta presencia de Jesucristo es vital para la acción apostólica. Aleja de un ritualismo que no deja esponjar el espíritu; éste es cambiado por Espíritu Santo para vivir la nueva alianza.

SC 7 afirma también que Cristo está presente «en el sacrificio de la Misa». Y hay que cuidar esa presencia, porque se realiza o por la persona del ministro —«ofreciéndose ahora por el ministerio de los sacerdotes el mismo (sacrificio) que entonces se ofreció en la cruz»—, o, sobre todo, por las especies eucarísticas. Pero no termina ahí SC 7. Continúa diciendo: «Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza».

Pero nos interesa hoy sobre todo subrayar que Cristo, el que salva, «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla». Esta lectura en la Iglesia de la Sagrada Escritura creo yo que añade algo a la simple y hermosa lectura y estudio personal o comunitario de la Palabra de Dios. Sin duda se refiere a lo que llamamos Liturgia de la Palabra en la celebración, sobre todo, de la Eucaristía, sin olvidar la Liturgia de las Horas, oración de la Iglesia, que el presbítero y el diácono tienen el encargo y la promesa de celebrar cada día.

Muchos de vosotros sois presbíteros, consagrados o fieles laicos jóvenes y tal vez no os habéis percatado de la novedad que supuso en la Iglesia la Ordenación General del Leccionario del Misal y de la Liturgia de la Iglesia. Centrándonos en el Leccionario, la Introducción General muestra como el Concilio recomienda la Sagrada Escritura como fuente de renovación del Pueblo de Dios. Si la Iglesia, por ello, «trata de incrementar el amor suave y vivo hacia la Escritura, para que los fieles alcancen un conocimiento más profundo del texto sagrado y encuentren en ella el alimento de su vida», esta tarea ha de hacerse, sobre todo, en las comunidades cristianas, en las comunidades parroquiales.

En las celebraciones se ha establecido, por esta razón, que haya lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más apropiadas (cf. SC, 35). «A fin de que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles, ábranse con más amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un periodo determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura» (SC, 51). Ciertamente estas exhortaciones conciliares han cristalizado en esa Introducción General al Leccionario de la Misa, que conocemos en síntesis y del que ahora sólo haré unos subrayados, pues es un documento breve que se puede leer en pocos minutos. Terminaré con algún comentario pertinente a la Palabra de Dios en la celebración cristiana.

En el leccionario dominical y festivo (solemnidades y fiestas) se trata, por supuesto, de que, ante el mayor número de fieles reunidos para la celebración, se propongan «aquellos pasajes bíblicos que constituyen la parte principal de la Palabra de Dios revelada, la cual debe ser escuchada por los fieles a lo largo de un trienio» (n. 1) en las tres lecturas proclamadas, no simplemente leídas.

Que exista una lectura del Antiguo Testamento (profeta), una segunda del Nuevo (Cartas o Apocalipsis, según los diversos tiempos), y la tercera del Evangelio, por un lado, quiere manifestar la unidad de ambos Testamentos en la Historia de la salvación, a la que hemos aludido en la primera parte, cuyo centro es Cristo celebrado en su misterio pascual; y, por otro, responde a una antigua tradición, que también se observó en los ritos latinos más antiguos, que ahora podemos ver en el rito hispano renovado (profeta, apóstol y Evangelio). He visto, al leer el documento que nos ocupa, que los ciclos se llaman A, B y C con una intención: como si el ciclo A de lecturas hubiese comenzado a leerse en el primer año de la era cristiana, el ciclo B en el año 2 d. C. y el ciclo C en el año 3 de nuestra era. Lógicamente es una ficción, pero es bella y sugerente.

Las lecturas de domingos y fiestas contienen “unidad temática” y “lectura semicontinua”. La primera se mantiene entre las lecturas de Adviento, Cuaresma y Pascua, los tiempos fuertes o que revisten características especiales. En los domingos del tiempo ordinario, la lectura del Antiguo Testamento se elige por su correspondencia con las del Nuevo, principalmente con el Evangelio; éste y la segunda lectura revisten la característica de lectura semicontinua.

Leamos SC 24: «En la celebración litúrgica, la importancia de la Sagrada Escritura es muy grande, pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan, las oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado las acciones y los signos. Por tanto, para procurar la reforma, el progreso y la adaptación de la sagrada liturgia, hay que fomentar aquel amor suave y vivo hacia la Sagrada Escritura que atestigua la venerable tradición de los ritos, tanto orientales como occidentales». No sorprende, pues, que afirmemos que la instauración conciliar y postconciliar de la liturgia se apoya de modo indiscutible en la recuperación de la primacía de la palabra de Dios. Para conseguir esta primacía, el Concilio puso un énfasis especial en la denominada «Liturgia de la Palabra». ¿Ha producido ésta los frutos esperados? No siempre ha provocado en los fieles un deseo de un encuentro vivencial con Dios a través de las celebraciones. Este juicio crítico se explica en parte, a mi modo de ver, por una crisis generalizada del lenguaje, que no favorece la expresión de fe en una era muy audiovisual. Pero también ha influido decisivamente un grave defecto en la comprensión de lo que significa «palabra de Dios», que se va poco a poco corrigiendo, pero no del todo. Me explico.

Por «palabra de Dios» no hay que entender solamente la serie de vocablos escritos que nos ofrece la Biblia, leídos en nuestras celebraciones litúrgicas. La lectura de la Palabra de Dios se hace en una celebración, que es un conjunto de hechos, gestos, acciones, comportamientos, miradas, incluso silencios, que establecen entre Dios y nosotros la comunión de un diálogo, lo cual nos conduce a una relación psicológica irreductible a formulaciones únicamente conceptuales. Hay que tener en cuenta que la Tradición, en el cuerpo eclesial, es la transmisión orgánica de la palabra de Dios.

La Biblia, sí, es eminentemente palabra de Dios, con la garantía de un magisterio apostólico. Pero debemos ser también testigos, no sólo de los progresos técnicos y metodológicos de la exégesis, sino de un movimiento bíblico en el que la lectura de la Escritura por los fieles, en el seno de la Iglesia, sea el signo y el efecto de un despertar evangélico. La historia nos enseña la coherencia y el poder de ese retorno a las fuentes, en las grandes horas de la Iglesia: no ha habido reforma en profundidad sin dicho retorno. Y este principio es válido sin duda también para la reforma litúrgica y bíblica surgida del Vaticano II, y que creo que no se ha realizado en toda su amplitud.

Dios habla hoy en la celebración, de modo que la Biblia que en ella leemos no es sólo la historia del pueblo de Israel o de la comunidad cristiana, sino también y sobre todo forma y vehículo de la Palabra de Dios enunciada sin cesar en el ahora mismo. Leyendo la Escritura, se escucha la Palabra: así lo afirmaba Orígenes, para quien «la Escritura se vuelve Palabra». Es una precisa y preciosa expresión, pues la Palabra de Dios en la Tradición de la Iglesia se hace Escritura Santa; pero ésta, para que no sea letra muerta, ha de llegar al oyente como Palabra/Verbo de Dios. Este paso «de escritura a palabra» tiene lugar de modo privilegiado en la celebración, en la cual la repetición de palabras del pasado, de palabras escritas, se convierte en relectura constante de lo que Dios ha hecho y no cesa de hacer en medio de nosotros.

El principio hermenéutico de la Escritura es, pues, la existencia actual de la Iglesia. Es decir, no es el pasado de donde emerge la palabra; es la palabra actual la que hace emerger el sentido contemporáneo: es la Biblia leída en la actualidad del Espíritu Santo, en el ámbito de una comunidad creyente. En este caso, la revelación sólo puede tener sentido para hombres y mujeres que buscan interpretarse y saben que la palabra de Dios les indica lo que son y lo que deben ser.

Si esto es así, la Liturgia, celebración de la Palabra de Dios en nuestra vida concreta y según sus múltiples recursos, encuentra su fuente viva, no en los textos antiguos, por más cualificados que sean por una exégesis gramatical y literaria, sino en la existencia de la Iglesia como Pueblo de Dios y comunidad del Espíritu. El “hoy” de la Iglesia resultará ser el lugar de la Palabra, que después la teología tendrá la responsabilidad de escrutar y actualizar reflexivamente. Así nos encontramos con un Dios que habló una vez para siempre, pero presente en nuestra propia historia concreta, como consecuencia de su encarnación: Dios sigue presente en sus obras de creación y sigue en las palabras que reveló, que exhalan su buen olor.

En este contexto, los acontecimientos, que son la materia de la historia, quedan integrados, constituyen la misma economía de salvación: hay, pues, una dimensión histórica de la fe, y hay una significación litúrgica de los acontecimientos, es decir, de los hechos que, desbordando los fenómenos de la naturaleza y la banal rutina de las cosas, introducen algo “nuevo” para el presente, y más aún en la perspectiva de futuro.

Nuestros pequeños o grandes acontecimientos, los individuales y los colectivos, deben transfigurarse gracias a la celebración del misterio de Cristo muerto y resucitado, que va a convertirlos en verdaderos “sacramentos de salvación universal”. Cuando la Liturgia integra las situaciones concretas de los creyentes en el tiempo y en el espacio, como constitutivas de su celebraciones de la fe, no manipula el dato revelado, la Palabra de Dios, como un objeto puro colocado ante ella; lo que estamos diciendo es que no hay Palabra de Dios, en el sentido único de un contenido de verdad de origen trascendente, sin que haya interiorización de esta palabra en una conciencia humana.

La Palabra de Dios no es la comunicación desde lo alto de un saber fijado de una vez por todas. Ella designa inseparablemente la acción de Dios en la historia y en la experiencia creyente del Pueblo de Dios que se traduce en una experiencia interpretativa de dicha acción. Así, la respuesta de fe del Pueblo de Dios pertenece al contenido mismo de lo que es la Palabra de Dios para nosotros. Esta palabra no alcanza su plenitud, su sentido, su actualidad, sino en la fe que la acoge. De ahí que la Palabra de Dios deba ser celebrada en la Liturgia.

Por eso, ha podido ocurrir que la reforma litúrgica del Vaticano II en ocasiones se ha prestado a una aplicación que podemos llamar “ilustrada”, es decir, que ha subrayado más el aspecto “lógico” de la Palabra de Dios, y menos el simbólico, el único capaz de integrar lo especulativo y lo práctico. Nuestros cultos se celebran con frecuencia alrededor de la «palabra de Dios», pero se trata de una palabra que ha perdido aquella fuerza insinuadora que responde al deseo humano más profundo, a aquel deseo de plegaria que anhela captar bella y últimamente a Aquel a quien se dirige, y que desea captarlo como corresponde al hombre capax symbolorum. Esto se opone a una cierta inflación de palabra en la que puede caer o estancarse la Liturgia.

Por eso es importante el silencio en nuestra celebración; un silencio que no sea fruto de pobreza sino de pleno deseo, y que no se puede improvisar. Es el silencio que es respuesta a la Palabra de Dios, que espera una respuesta de sus auditores, para establecer un diálogo vital. El diálogo vive del silencio. Es el soplo que busca, un instante de densidad. Es el amigo que calla para escuchar y abrir los labios impotentes para revelar el secreto de su corazón. Sólo el silencio permite medir la palabra del Otro. Siempre vivimos tentados de dejarnos llevar por la agitación y las prisas, por los susurros y las consideraciones.

De ahí que el renacimiento de la Palabra en nuestras liturgias sólo será auténtico si favorece que el silencio sea creado de nuevo, para responder a Jesucristo, Palabra Encarnada de Dios. Desde la encarnación del Verbo Jesucristo, en efecto, podemos entender el carácter eminentemente lingüístico de todo el amoroso vuelco de Dios hacia los hombres, y que se llame “Palabra”, “Verbo”, a Dios, no únicamente en cuanto vuelto a nosotros sino, con inefable metáfora, en su misma entraña (en cuanto “Segunda Persona”): «La Palabra se hizo carne». “Carne”, “cuerpo humano”, para nosotros va unido a “lenguaje”, hecho físico y corporal. Casi se podría leer la cita de san Juan como «la Palabra se hizo palabra».

Hasta Jesucristo, en efecto, Dios no se había metido tanto en la palabra: hay palabras “desde arriba”, pero sin faz humana. Quizá la palabra más profunda es entonces la negativa, el rechazo de Dios a decir su nombre —al modo de los “dioses”—: «Yo soy el que soy» o, literalmente, «yo soy el Yo-soy». Pero en Jesucristo, la vida misma de Dios, su “conservación interior”, se hace “un hombre” y, por tanto, se atiene a hablar como hombre. Y de aquí que, sin embargo, la «Palabra de Dios» quede como en sordina, casi en insinuación, en «comunicación indirecta», aplicando una expresión de Søren Kierkegaard.

Jesucristo, eso sí, dice claramente que es Hijo de Dios Padre, pero esta expresión deja un margen de ambigüedad, necesario para vivir y convivir con Él. Pues si Jesucristo hubiera dicho entonces directamente —como decimos ahora en el Credo— que era «Dios verdadero de Dios verdadero», su boca humana hubiera ardido y sus discípulos (y su Madre incluso) habrían quedado aniquilados. La plena conciencia de la divinidad de Jesucristo sólo les pudo ser soportable a los suyos con posterioridad y en su ausencia: es decir, después de Pentecostés, con el Espíritu Paráclito. A partir de Pentecostés el lenguaje de la Palabra de Dios en la celebración, en la Liturgia, es una red de insinuaciones, de interpelaciones, de significaciones que establece una “relación” con un Dios presente y ausente paradójicamente; una red a través de la cual nos invade el viento de la noche infinita, el silencio sonoro de los espacios de Dios, manifestado en Cristo, pero que aún no se ha descubierto del todo «lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos parecidos a Él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2).