Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

El bien de la vida

6 de abril de 2008


Publicado: BOA 2008, 102.


La fiesta de la Encarnación del Señor, que celebramos el 25 de marzo, cuando es posible litúrgicamente, es muy querida por los cristianos, pues, entre otros aspectos del misterio inefable del Hijo de Dios hecho hombre, nos recuerda que, como nosotros, Jesús comenzó su vida humana en el seno de su Madre. Por esta razón, si ya la vida humana merece y debe ser respetada desde el momento de su concepción, desde que el Hijo de Dios se hizo carne, toda vida humana, todo hombre o mujer, tiene para nosotros los cristianos un valor añadido: «La vida del hombre es don de Dios, que todos están llamados a custodiar siempre», decía Benedicto XVI en un discurso a los que participaron en la Conferencia Internacional del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud en noviembre de 2007 .

Pero el aprecio por la vida, por toda vida, se deprecia cada día en nuestro Occidente. Aparte del desprecio de la dignidad humana de los más débiles (enfermos, inmigrantes, niños sin educar, personas que pasan verdaderas dificultades económicas cada mes, embrutecimiento de un vida sexual disparatada en adolescentes y jóvenes, condiciones humanas degradantes, etc.), en España son significativas las cifras del aborto de 2007, de modo que se ha llegado incluso a un cierto desprecio de la Ley que despenaliza los tres supuestos para hacerlo “lícito”, que no ético. Y de paso recuerdo que en realidad en España no hay Ley del aborto, sino unos supuestos que se despenalizan. De ahí el escándalo de las clínicas donde se practican abortos ilegales.

¿No será mejor el aborto libre? Sería un disparate en una sociedad en la que miles de esposos tienen que acudir a largos y gravosos procesos de adopción. Un signo claro de una sociedad que en ocasiones muestra una cara ciertamente hipócrita. El aborto, pues, no es un problema que afecte sólo a los católicos. Muchos que no comparten nuestra fe lo rechazan como “solución” a un embarazo. Ciertamente ningún católico, ni en el ámbito privado ni público, puede admitir la práctica del aborto, la eutanasia o la producción, congelación y manipulación de embriones humanos.

Por ello, «no puede sostenerse que el aborto es inadmisible para un católico pero que esto no obliga al que no lo es» (Nota de los Obispos de la Subcomisión de Familia y Vida del 25-3-08). Sin embargo, lo que está sucediendo entre nosotros es que, como el frío del invierno, parece que el problema del aborto se nos ha ido metiendo hasta los huesos. En opinión de expertos en el tema de la vida, lo más grave no es sólo que existan en España esos supuestos de los que habla la Ley de 1985, sino que se den en distintas opciones políticas una misma o parecida actitud ante la realidad del aborto. Nos hemos acostumbrado al aborto; ya no causa extrañeza y no escandaliza más que a unos pocos.

Vamos hacia una sociedad con pocos hijos; una sociedad eugenésica en la que no se permiten, por ejemplo, niños con síndrome de Down, no porque se hayan curado, sino porque no se les ha dejado nacer; bastante contraria a concebir una familia numerosa, porque ésta es entendida como obsoleta, decimonónica y que vive en una imposición religiosa que no se puede tolerar. ¡Un disparate un tanto liberticida contra los padres que libremente deciden tener tres, cuatro o más hijos!

¿Cómo no recordar lo que dijo hace ya muchos años Juan Pablo II en Madrid?: «Quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad» (Juan Pablo II, Homilía en la misa para las familias, Madrid, 2-11-1982).