Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Estados Unidos y visita a la ONU 2008

Encuentro con educadores católicos
en Washington

17 de abril de 2008


Temas: educación cristiana (verdad, bien, "caridad intelectual" y libertad académica).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/april/documents/hf_ben-xvi_spe_20080417_cath-univ-washington_sp.html

Publicado: BOA 2008, 190; Ecclesia LXVIII/3.411, abril (2008), 610-613.


Queridos cardenales, queridos hermanos obispos, ilustres profesores, docentes y educadores:

«¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!» (Rm 10,15). Con estas palabras de Isaías, citadas por san Pablo, les saludo calurosamente a cada uno de ustedes, portadores de sabiduría, y a través de ustedes a todo el personal, los estudiantes y las familias de las numerosas y diversas instituciones formativas a las que ustedes representan. Es un verdadero placer encontrarme con ustedes y compartir algunas reflexiones sobre la naturaleza y la identidad de la educación católica hoy. En particular, deseo dar las gracias al P. David O’Connell, presidente y rector de la Universidad Católica de América. Querido Presidente, aprecio mucho sus amables palabras de bienvenida. Le ruego que transmita mi gratitud cordial a toda la comunidad de esta Universidad, a las facultades, al personal y a los estudiantes.

La tarea educativa es parte integrante de la misión que la Iglesia tiene de proclamar la Buena Noticia. En primer lugar, y ante todo, cada institución educativa católica es un lugar para encontrar a Dios vivo, el cual revela en Jesucristo su amor y su verdad transformadores (cf. Spe salvi, 4) . Esta relación suscita el deseo de crecer en el conocimiento y en la comprensión de Cristo y su enseñanza. De este modo, quienes lo encuentran se ven impulsados por la fuerza del Evangelio a llevar una nueva vida caracterizada por todo lo que es bello, bueno y verdadero; una vida de testimonio cristiano alimentada y fortalecida en la comunidad de los discípulos de Nuestro Señor, la Iglesia.

La dinámica entre encuentro personal, conocimiento y testimonio cristiano es parte integrante de la diakonia de la verdad que la Iglesia ejerce en medio de la humanidad. La revelación de Dios ofrece a cada generación la posibilidad de descubrir la verdad última sobre la vida propia y sobre la finalidad de la historia. Esta tarea nunca es fácil: implica a toda la comunidad cristiana y motiva a cada generación de educadores cristianos para garantizar que el poder de la verdad de Dios impregne todas las dimensiones de las instituciones a las que sirven. De este modo, la Buena Noticia de Cristo puede actuar, guiando tanto al docente como al estudiante hacia la verdad objetiva que, trascendiendo lo particular y lo subjetivo, apunta a lo universal y a lo absoluto que nos capacita para proclamar con confianza la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). Frente a los conflictos personales, la confusión moral y la fragmentación del conocimiento, los nobles fines de la formación académica y de la educación, fundados en la unidad de la verdad y en el servicio a la persona y a la comunidad, son un instrumento especialmente poderoso de esperanza.

Queridos amigos, la historia de esta nación ofrece numerosos ejemplos del compromiso de la Iglesia en este ámbito. De hecho, la comunidad católica en este país ha hecho de la educación una de sus prioridades más importantes. Esta empresa no se ha llevado a cabo sin grandes sacrificios. Figuras eminentes como santa Elizabeth Ann Seton, y otros fundadores y fundadoras, con gran tenacidad y clarividencia, han impulsado la institución de lo que hoy es una notable red de escuelas parroquiales, que contribuyen al bienestar espiritual de la Iglesia y de la nación. Algunos, como santa Katherine Drexel, dedicaron su vida a la educación de los que otros habían descuidado; en su caso, de los afroamericanos y los nativos americanos. A través de las escuelas católicas, innumerables hermanas, hermanos y sacerdotes de congregaciones religiosas, junto con padres altruistas, han ayudado a generaciones de inmigrantes a salir de la miseria y ocupar su lugar en la sociedad actual.

Este sacrificio continúa todavía hoy. Es un excelente apostolado de la esperanza procurar hacerse cargo de las necesidades materiales, intelectuales y espirituales de más de tres millones de jóvenes y estudiantes. También ofrece a toda la comunidad católica una oportunidad muy encomiable de contribuir generosamente a las necesidades económicas de nuestras instituciones. Hay que garantizar su continuidad a largo plazo. En efecto, se ha de hacer todo lo posible, en colaboración con el conjunto de la comunidad, para asegurar que sean accesibles a personas de cualquier estrato social y económico. A ningún niño o niña se le debe negar su derecho a una educación en la fe, que a su vez nutre el espíritu de la nación.

Algunos cuestionan hoy el compromiso de la Iglesia en la educación, preguntándose si estos recursos no se podrían emplear mejor de otra manera. Ciertamente, en una nación como ésta, el Estado ofrece amplias oportunidades para la educación y atrae hacia esta honrosa profesión a hombres y mujeres comprometidos y generosos. Es oportuno, pues, reflexionar sobre lo específico de nuestras instituciones católicas. ¿Cómo pueden contribuir al bien de la sociedad a través de la misión primordial de la Iglesia, que es la evangelización?

Todas las actividades de la Iglesia provienen de su conciencia de ser portadora de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo: en su bondad y sabiduría, Dios ha elegido revelarse a sí mismo y dar a conocer el propósito escondido de su voluntad (cf. Ef 1,9; Dei Verbum, 2) . El deseo de Dios de darse a conocer y el deseo innato en cada ser humano de conocer la verdad constituyen el contexto de la búsqueda humana sobre el significado de la vida. Este encuentro único se mantiene dentro de la comunidad cristiana: el que busca la verdad se convierte en el que vive de la fe (cf. Fides et ratio, 31). Esto puede ser descrito como un movimiento del “yo” al “nosotros”, que lleva al individuo a formar parte del Pueblo de Dios.

La misma dinámica de identidad comunitaria —«¿a quién pertenezco?»— vivifica el ethos de nuestras instituciones católicas. La identidad de una universidad o de una escuela católica no es simplemente una cuestión del número de estudiantes católicos. Es una cuestión de convicción: ¿creemos realmente que sólo en el misterio del Verbo encarnado se esclarece verdaderamente el misterio del hombre (cf. Gaudium et spes, 22) ? ¿Estamos realmente dispuestos a confiar todo nuestro yo, inteligencia y voluntad, mente y corazón, a Dios? ¿Aceptamos la verdad que Cristo revela? En nuestras universidades y escuelas ¿es tangible la fe? ¿Se expresa fervorosamente en la liturgia, en los sacramentos, por medio de la oración, los actos de caridad, la preocupación por la justicia y el respeto por la creación de Dios? Solamente de este modo damos realmente testimonio sobre el significado de quiénes somos y de lo que defendemos.

Desde esta perspectiva se puede reconocer que la “crisis de verdad” contemporánea está radicada en una “crisis de fe”. Únicamente mediante la fe podemos dar libremente nuestro asentimiento al testimonio de Dios y reconocerlo como el garante trascendente de la verdad que Él revela. Una vez más, vemos por qué promover la intimidad personal con Jesucristo y el testimonio comunitario de su verdad amorosa es indispensable en las instituciones formativas católicas. Pero todos conocemos y observamos con preocupación la dificultad o las reticencias que muchas personas tienen hoy para entregarse a Dios. Es un fenómeno complejo sobre el que reflexiono continuamente. Mientras buscábamos diligentemente atraer la inteligencia de nuestros jóvenes, quizás hemos descuidado su voluntad; en consecuencia, observamos preocupados que la noción de libertad se ha distorsionado. La libertad no es la facultad de desentenderse de, sino de comprometerse con, una participación en el Ser mismo. Por tanto, la libertad auténtica jamás puede ser alcanzada alejándose de Dios. Esa opción llevaría al final a descuidar la verdad genuina que necesitamos para comprendernos a nosotros mismos. Por eso, suscitar entre los jóvenes el deseo de un acto de fe, animándolos a comprometerse con la vida eclesial que nace de este acto de fe, es una responsabilidad particular de cada uno de ustedes, y de sus colegas. Así es como la libertad alcanza la certeza de la verdad. Eligiendo vivir de acuerdo a esta verdad, abrazamos la plenitud de la vida de fe que se nos da en la Iglesia.

Así pues, está claro que la identidad católica no depende de las estadísticas. Tampoco se la puede simplemente equiparar con la ortodoxia del contenido de los cursos. Esto exige e inspira mucho más, a saber, que cualquier aspecto de vuestras comunidades de estudio se refleje en la vida eclesial de fe. Solamente en la fe, la verdad puede encarnarse y la razón hacerse auténticamente humana, capaz de dirigir la voluntad por el camino de la libertad (cf. Spe salvi, 23). De este modo, nuestras instituciones ofrecen una contribución vital a la misión de la Iglesia y sirven eficazmente a la sociedad; se convierten en lugares en los que se reconoce la presencia activa de Dios en los asuntos humanos y cada joven descubre la alegría de entrar en el «ser para los otros» de Cristo (cf. ibíd., 28).

La misión primaria en la Iglesia de evangelizar, en la que las instituciones educativas juegan un papel crucial, está en consonancia con la aspiración fundamental en una nación de desarrollar una sociedad verdaderamente a la altura de la dignidad de la persona humana. A veces, sin embargo, se cuestiona el valor de la contribución de la Iglesia al forum público. Por eso es importante recordar que la verdad de la fe y la de la razón nunca se contradicen (cf. Concilio Ecuménico Vaticano I, Constitución Dogmática Dei Filius sobre la fe católica, IV: DS 3017; san Agustín, Contra Academicos, III, 20, 43). La misión de la Iglesia, de hecho, la compromete en la lucha que la humanidad mantiene por alcanzar la verdad. Al exponer la verdad revelada, la Iglesia sirve a todos los miembros de la sociedad depurando la razón, asegurando que ésta permanezca abierta a la consideración de las verdades últimas. Recurriendo a la sabiduría divina, proyecta luz sobre los cimientos de la moralidad y la ética humanas, y recuerda a todos los grupos sociales que no es la praxis la que crea la verdad, sino que es la verdad la que debe servir de base a la praxis. Lejos de amenazar la tolerancia de la legítima diversidad, una contribución así ilumina la auténtica verdad que hace posible el consenso, y ayuda a que el debate público se mantenga razonable, honesto y responsable. De igual modo, la Iglesia jamás se cansa de mantener las categorías morales esenciales de lo justo y lo injusto, sin las cuales la esperanza acaba marchitándose, dando lugar a fríos cálculos pragmáticos de utilidad, que hacen de la persona poco más que un peón en un ajedrez ideológico.

Respecto al forum educativo, la diakonia de la verdad adquiere un alto significado en las sociedades en las que la ideología secularista introduce una cuña entre verdad y fe. Esta división ha llevado a la tendencia de equiparar verdad y conocimiento y a adoptar una mentalidad positivista que, rechazando la metafísica, niega los fundamentos de la fe y rechaza la necesidad de una visión moral. Verdad significa más que conocimiento: conocer la verdad nos lleva a descubrir el bien. La verdad se dirige al individuo en su totalidad, invitándonos a responder con todo nuestro ser. Esta visión optimista aparece en nuestra fe cristiana, ya que a esta fe se le ofrece la visión del Logos, la Razón creadora de Dios, que en la Encarnación se ha revelado a sí misma como divinidad. Lejos de ser solamente una comunicación de datos fácticos, «informativa», la verdad que ama del Evangelio es creativa y cambia la vida, es «performativa» (cf. Spe salvi, 2). Con confianza, los educadores cristianos pueden liberar a los jóvenes de los límites del positivismo y despertar su receptividad con respecto a la verdad, a Dios y a su bondad. De este modo, ayudarán también a formar su conciencia, que, enriquecida por la fe, abre un camino seguro hacia la paz interior y el respeto a los otros.

No sorprende, pues, que no sólo nuestras propias comunidades eclesiales, sino la sociedad en general, esperen mucho de los educadores católicos. Esto supone para ustedes una responsabilidad y les ofrece una oportunidad. Cada vez más personas, especialmente padres, reconocen que es necesaria la excelencia en la formación humana de sus hijos. Como Mater et Magistra, la Iglesia comparte su preocupación. Cuando no se reconoce como definitivo nada más alla del individuo, el criterio último de juicio acaba siendo el yo y la satisfacción de los deseos inmediatos propios. La objetividad y la perspectiva, que proceden solamente del reconocimiento de la dimensión trascendente esencial de la persona humana, pueden acabar perdiéndose. En este horizonte relativista, los fines de la educación terminan inevitablemente por reducirse. Se produce lentamente un descenso de los niveles. Hoy notamos una cierta timidez ante la categoría del bien y una búsqueda sin rumbo de lo novedoso como realización de la libertad. Somos testigos de cómo se asume que cualquier experiencia vale lo mismo y de la resistencia a admitir las imperfecciones y errores. Y es especialmente inquietante la reducción de la preciosa y delicada área de la educación sexual a la gestión del “riesgo”, sin referencia alguna a la belleza del amor conyugal.

¿Cómo pueden responder los educadores cristianos? Estas peligrosas tendencias manifiestan la urgencia de lo que podríamos llamar “caridad intelectual”. Este aspecto de la caridad invita al educador a reconocer que la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes hacia la verdad no es más que un acto de amor. De hecho, la dignidad de la educación reside en fomentar la verdadera perfección y la alegría de los que han de ser formados. En la práctica, la “caridad intelectual” defiende la unidad esencial del conocimiento frente a la fragmentación que surge cuando la razón se aparta de la búsqueda de la verdad. Lleva a los jóvenes a la profunda satisfacción de ejercer la libertad respecto a la verdad, e impulsa a estructurar la relación entre la fe y los diversos aspectos de la vida familiar y social. Una vez que se ha despertado su pasión por la plenitud y unidad de la verdad, los jóvenes estarán seguramente contentos de descubrir que la pregunta sobre lo que pueden conocer les abre la gran aventura de lo que deben hacer. Entonces experimentarán “en qué” y “en quién” es posible esperar y se animarán a ofrecer su contribución a la sociedad de un modo que genere esperanza para los otros.

Queridos amigos, deseo concluir llamando específicamente la atención sobre la enorme importancia de su profesionalidad y testimonio en las universidades y escuelas católicas. Ante todo, permítanme agradecerles su dedicación y generosidad. Conozco desde cuando era profesor, y después se lo he oído decir a sus obispos y a los oficiales de la Congregación para la Educación Católica, que la reputación de las instituciones educativas católicas en este país se debe en gran parte a ustedes y a sus predecesores. Sus aportaciones desinteresadas —desde la sobresaliente investigación hasta la dedicación de los que trabajan en las instituciones académicas— sirven tanto al país como a la Iglesia. Por eso les expreso mi profunda gratitud.

A propósito de quienes trabajan en los centros católicos, quisiera reafirmar el gran valor de la libertad académica. En virtud de esta libertad, ustedes están llamados a buscar la verdad allí donde el análisis riguroso de la evidencia los lleve. Sin embargo, es preciso decir también que invocar el principio de la libertad académica para justificar posiciones que contradigan la fe y la enseñanza de la Iglesia obstaculizaría o incluso traicionaría la identidad y la misión de la universidad, una misión que está en el corazón del munus docendi de la Iglesia y no es autónoma o independiente de la misma.

Docentes y administradores, tanto en las universidades como en las escuelas, tienen el deber y el privilegio de asegurar que los estudiantes reciban una instrucción en la doctrina y en la práctica católicas. Esto requiere que el testimonio público de Cristo, tal y como se encuentra en el Evangelio y es enseñado por el magisterio de la Iglesia, modele cualquier aspecto de la vida institucional, tanto dentro como fuera de las aulas. Distanciarse de esta visión debilita la identidad católica y, lejos de hacer avanzar la libertad, lleva inevitablemente a la confusión moral, intelectual y espiritual.

Quisiera igualmente expresar unas palabras especiales de ánimo a los catequistas, tanto laicos como religiosos, que se esfuerzan por conseguir que los jóvenes aprecien cada día más el don de la fe. La educación religiosa constituye un apostolado estimulante y hay muchos signos de que los jóvenes desean conocer la fe y practicarla con determinación. Si se quiere que se desarrolle este despertar, es necesario que los docentes tengan una comprensión clara y precisa de la naturaleza y el papel específicos de la educación católica. Deben estar también preparados para liderar el compromiso de toda la comunidad educativa por ayudar a nuestros jóvenes y a sus familias a que experimenten la armonía entre fe, vida y cultura.

Deseo también dirigir un llamamiento especial a los religiosos, religiosas y sacerdotes: no abandonen el apostolado educativo; es más, renueven su dedicación a las escuelas, en particular a las de las zonas más pobres. En lugares donde hay muchas falsas promesas, que atraen a los jóvenes lejos de la senda de la verdad y de la genuina libertad, el testimonio de los consejos evangélicos que dan las personas consagradas es un don insustituible. Animo a los religiosos aquí presentes a renovar su entusiasmo por la promoción de las vocaciones. Sepan que su testimonio en favor del ideal de la consagración y de la misión entre los jóvenes es una fuente de gran inspiración en la fe para ellos y sus familias.

A todos ustedes les digo: sean testigos de esperanza. Alimenten su testimonio con la oración. Den razón de la esperanza que caracteriza sus vidas (cf. 1P 3,15) viviendo la verdad que proponen a sus estudiantes. Ayúdenles a conocer y amar a Aquel que ustedes han encontrado y cuya verdad y bondad han experimentado con alegría. Digamos con san Agustín: «Tanto nosotros que hablamos, como ustedes que escuchan, sepamos que somos por igual discípulos de un único Maestro» (Sermón 23, 2). Con estos sentimientos de comunión, les imparto complacido a ustedes, sus colegas y estudiantes, así como a sus familias, la bendición apostólica.