Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Estados Unidos y visita a la ONU 2008

Encuentro con la Asamblea General
de la ONU en Nueva York

18 de abril de 2008


Temas: ONU, orden internacional y derechos humanos (libertad religiosa).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/april/documents/hf_ben-xvi_spe_20080418_un-visit_sp.html

Publicado: BOA 2008, 202; Ecclesia LXVIII/3.411, abril (2008), 616-620.


Señor Presidente, señoras y señores:

Al comenzar mi intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle a usted, señor Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras. Quiero agradecer también al Secretario General, el Señor Ban Ki-moon, por su invitación a visitar la Sede central de la Organización y por su cordial bienvenida. Saludo a los embajadores y a los diplomáticos de los Estados miembros, así como a todos los presentes: a través de ustedes, saludo a los pueblos que representan aquí. Ellos esperan de esta institución que lleve a cabo la aspiración que condujo a su fundación, ser un «centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar sus fines comunes», la paz y el desarrollo (cf. Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4). Como dijo el papa Juan Pablo II en 1995, la Organización debería ser «un centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decirlo, “una familia de naciones”» (Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5-10-1995, 14).

A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales que, aunque no coincidan con el bien común global de la familia humana, representan sin duda una parte fundamental de ese bien. Los principios fundacionales de la Organización —el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria— expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían subyacer en las relaciones internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II señalaron desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la Iglesia católica y la Santa Sede siguen con atención e interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo de cómo las decisiones y conflictos concernientes a la comunidad mundial pueden estar sujetos a una reglamentación común. Las Naciones Unidas encarnan la aspiración a «un grado superior de ordenamiento internacional» (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43), inspirado y gobernado por el principio de subsidiariedad y, por tanto, capaz de responder a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Esto es aún más necesario en un momento en el que experimentamos la evidente paradoja de un consenso multilateral que sigue estando en crisis a causa de su subordinación a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional.

Ciertamente, las cuestiones de seguridad, los objetivos de desarrollo, la reducción de las desigualdades locales y globales, la protección del medio ambiente, de los recursos y del clima, requieren que todos los líderes internacionales actúen conjuntamente y demuestren disponibilidad para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos países de África y de otras partes del mundo que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral, y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos negativos de la globalización. En el contexto de las relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel superior que desempeñan las normas y estructuras intrínsecamente dedicadas a promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas normas no limitan la libertad; por el contrario, la promueven cuando prohíben comportamientos y actos que van contra el bien común, obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen la dignidad de todo ser humano. En nombre de la libertad, debe haber una correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad de sus decisiones, tomadas al entrar en relación con los demás.

Aquí, nuestro pensamiento se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de la investigación científica y los avances tecnológicos. A pesar de los enormes beneficios que pueden aportar a la humanidad, algunos de ellos representan una clara violación del orden de la creación, hasta el punto de que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona misma y la familia se ven privadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional dirigida a preservar el medio ambiente y a proteger a las diversas formas de vida sobre la tierra no solamente ha de garantizar un empleo racional de la tecnología y la ciencia, sino que también debe redescubrir la auténtica imagen de la creación. Esto nunca requiere elegir entre ciencia y ética: se trata más bien de adoptar un método científico que respete realmente los imperativos éticos.

El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquieren hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de protección. Este principio sólo ha sido definido recientemente, pero ya estaba presente implícitamente en los orígenes de las Naciones Unidas y ahora es cada vez más característico de su actividad. Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la población propia de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, así como de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, presuponiendo el respeto a los principios que sustentan el orden internacional, nunca debería ser interpretada como una imposición injustificada o una limitación de la soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la no intervención lo que causa un daño real. Lo que se necesita es una búsqueda más intensa de formas de prevenir y gestionar los conflictos, explorando cualquier posible vía diplomática y prestando también atención y apoyo a cualquier mínima señal de diálogo o deseo de reconciliación.

El principio de la “responsabilidad de protección” fue considerado por el antiguo ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernantes hacia los gobernados: en la época en que se estaba desarrollando el concepto de Estados nacionales soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria, considerado con razón como el precursor de la idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto de la razón natural compartida por todas las naciones, y como el resultado de un orden internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy como entonces, ese principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador y del deseo de una libertad absoluta y esencial. Como sabemos, la fundación de las Naciones Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando eso ocurre, los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden internacional se ven amenazados, y los principios inderogables e inviolables formulados y consolidados por las Naciones Unidas, socavados. Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar un “terreno común”, mínimo en contenidos y débil en efectividad.

La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la responsabilidad de protección, nos lleva al tema sobre el cual nos centramos este año, en el que se cumple el 60º Aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Este documento fue el resultado de la convergencia de diferentes tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner al ser humano en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerarlo esencial para el mundo de la cultura, la religión y la ciencia. Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como garantías que salvaguardan la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, que sigue siendo el punto álgido del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Separar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de las diferentes perspectivas culturales, políticas, sociales e incluso religiosas. Así pues, no se debe permitir que esta amplia variedad de puntos de vista oscurezca el hecho de que no sólo los derechos son universales, sino también el ser humano, sujeto de esos derechos.

La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos y las garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven para evaluar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y pobreza, seguridad y conflicto. La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para eliminar las desigualdades entre países y grupos sociales, y para aumentar la seguridad. Es cierto que las víctimas de la opresión y la desesperación, cuya dignidad humana se ve impunemente violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la violencia y convertirse entonces en transgresoras de la paz. Sin embargo, el bien común que los derechos humanos ayudan a conseguir no puede lograrse simplemente con la aplicación de procedimientos correctos, ni menos aún buscando un equilibrio entre derechos contrapuestos. La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido que diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales converjan en un núcleo fundamental de valores y, por tanto, de derechos. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su unidad interna, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer simples intereses, con frecuencia particulares. La Declaración fue adoptada como un «ideal común» (preámbulo) y no puede ser aplicada parcialmente, según tendencias o selecciones que simplemente corren el riesgo de contradecir la unidad del ser humano y por tanto la indivisibilidad de los derechos humanos.

La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como el resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por los diversos organismos de quienes ocupan el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su objetivo. Por el contrario, la Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto a los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia invariable, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamas internacionales. Este aspecto es frecuentemente ignorado cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre de una perspectiva cerrada utilitarista. Puesto que los derechos y los correspondientes deberes son consecuencia natural de la interacción humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente en la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de los maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima «no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti» «en modo alguno puede variar en función de las diversas comprensiones que surgen en el mundo» (De doctrina christiana, III, 14). Por tanto, los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores.

Señoras y señores, con el transcurso de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace aún más esencial en el contexto de exigencias que conciernen a las propias vidas y al comportamiento de las personas, comunidades y pueblos. Al afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están implicadas situaciones importantes y realidades profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.

Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso con la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros campos de la actividad humana. El diálogo debería ser reconocido como el medio por el cual los diversos sectores de la sociedad pueden articular su punto de vista y construir el consenso sobre la verdad en relación a los valores u objetivos particulares. Pertenece a la naturaleza de las religiones, libremente practicadas, el que puedan entablar autónomamente un diálogo de pensamiento y vida. Si también a este nivel la esfera religiosa se mantiene separada de la acción política, se producirán grandes beneficios para los individuos y las comunidades. Por otra parte, las Naciones Unidas pueden contar con los resultados del diálogo entre las religiones y beneficiarse de la disponibilidad de los creyentes para poner sus experiencias al servicio del bien común. Su cometido es proponer una visión de fe, no en términos de intolerancia, discriminación y conflicto, sino de respeto total a la verdad, la coexistencia, los derechos y la reconciliación.

Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria; una visión que manifiesta la unidad de la persona, pero siempre distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones Unidas en los años recientes ha asegurado que el debate público ofrezca espacio a puntos de vista inspirados en una visión religiosa en todas sus dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación, difusión de información, y la libertad de profesar o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos —su fe— para poder ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder disfrutar de los derechos propios. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza excluyente. La plena garantía de la libertad religiosa no se puede limitar al libre ejercicio del culto, sino que debe tener en la consideración debida a la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes asuman su papel en la construcción del orden social. En realidad, ya lo están haciendo, por ejemplo a través de su implicación influyente y generosa en una amplia red de iniciativas, que van desde las universidades, instituciones científicas y escuelas a los centros de atención médica y organizaciones caritativas al servicio de los más pobres y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto —por su naturaleza, expresando la comunión entre personas— privilegiaría de forma efectiva un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona.

Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y pretende expresar la esperanza en que la Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también la voluntad de la Iglesia católica de ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales de un modo que permita a cada persona y a cada pueblo sentir que pueden marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional de la Santa Sede, de manera coherente con su contribución en la esfera ética y moral, y con la actividad libre de sus fieles. Ciertamente, la Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones Unidas, manifestando así su carácter específico como sujeto en el ámbito internacional. Como han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así su contribución según las disposiciones de la ley internacional, ayuda a definir dicha ley y se remite a la misma.

Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está comprometida a aportar su propia “experiencia de humanidad”, desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de todas las razas y culturas, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia y actividad, orientada a obtener la libertad para todos los creyentes, intenta aumentar también la protección de los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y modelados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones futuras.

En mi reciente Encíclica Spe salvi , he subrayado «que la búsqueda, siempre nueva y ardua, de ordenamientos adecuados para las realidades humanas es una tarea de todas las generaciones» (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza que proviene de la obra salvadora de Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se alegra de estar asociada con la actividad de esta distinguida Organización, que tiene la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad por todo el mundo. Queridos amigos, les doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a ustedes y les prometo la ayuda de mis oraciones para el desarrollo de su noble tarea.

Antes de despedirme de esta distinguida Asamblea, quisiera expresar mis mejores deseos, en las lenguas oficiales, a todas las naciones aquí representadas: ¡Paz y prosperidad con la ayuda de Dios! (El Santo Padre repite este deseo en los idiomas oficiales de las Naciones Unidas: inglés, francés, español, árabe, chino y ruso).

Muchas gracias.