Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Pentecostés

11 de mayo de 2008


Publicado: BOA 2008, 220.


Se ha señalado muchas veces, y con razón, que Cristo no nos ha dejado ni una sola línea escrita, como hicieron otras personalidades religiosas. Y no es que Él no supiera leer y escribir: todo israelita aprendía en la escuela sinagogal ambas cosas. Pero ciertamente Jesús no nos ha transmitido unas Tablas con la Ley, como sí hizo Moisés. No ha dictado el Corán, como hizo Mahoma. Tampoco fundó una especie de orden religiosa como Buda. ¿Cuál fue la razón de este proceder de Cristo? Puede haber muchas. Pero lo que sí dijo Jesús es algo mucho más significativo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Lo que sí hizo Jesús es algo, en mi opinión, más importante y peligroso: fundó una comunidad, que se puede entender como una familia, un templo, una casa, un pueblo donde Él está como parte esencial: fundó la Iglesia. Hoy no nos suena bien la palabra Iglesia. Cada día oímos hablar de nuevas deficiencias de sus ministros o de sus fieles —verdaderas o inventadas—. Las instituciones de la Iglesia les parecen a algunos anticuadas, mezquinas a veces. A menudo se crea la impresión de que las exigencias de la Iglesia ya están superadas o que son perfectamente superables, y que se defienden con una obstinación tal que, en lugar de liberar a los hombres, se les ponen cargas.

¿Qué diremos de esto? Que no son apreciaciones ciertas. Hay que preguntarse en qué se apoya la Iglesia. La respuesta dice que la Iglesia es «fuerza en la debilidad», una mezcla de fallo humano y misericordia divina. Por tanto, pertenece a la esencia de la Iglesia su carácter simultáneamente divino y humano, su riqueza y su pobreza, su claridad y su oscuridad. Dios se ha convertido en un mendigo y se ha solidarizado con el hijo perdido de tal manera que aparece idéntico a él, que él mismo es el otro, el perdido, sobre quien caen todos los vicios de la historia humana.

La fe nos dice que la Iglesia es, precisamente en cuanto pecadora, expresión de la misericordia de Dios, de la solidaridad de Dios con los pecadores. Esto implica que está degradada por todos los fallos humanos, pero que, por otra parte, hay algo en ella que otorga a los hombres esperanza y salvación, que proviene de Dios y que permanece en ella. La Iglesia es, pues, por esencia “paradoja”, mezcla de fracasos y de bendiciones. Pero hay otra historia de la Iglesia, una historia de la esperanza, una huella luminosa que sale de Jesús y que se ha hecho muchas veces muy ancha. Una historia hecha de libertad en sus miembros y de una acción profunda del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, que Él envió de junto al Padre para ser el alma de la Iglesia, de esa comunidad creada por Jesús, y en la que Él está todos los días hasta el fin del mundo.

Nosotros somos hoy “ese pueblo”. También entre nosotros, en la Iglesia, hay quien anda diciendo: «Se ha desvanecido nuestra esperanza. Estamos perdidos, todo se está desmoronando». Por eso, también a nosotros se nos promete esa “ráfaga” de Espíritu Santo y esa experiencia de resurrección. Pentecostés ayuda a la gente de este Pueblo de Dios a percibir que el “viento impetuoso” del Espíritu sigue soplando y que Jesús está siempre “soplando” sobre sus discípulos: que el Cenáculo se ha vuelto a abrir y que las aguas de la piscina de Betsaida están siendo de nuevo “agitadas” por el ángel. Quien quiera ser curado, todo lo que tiene que hacer es sumergirse en ella...