Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

XIV Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales 2008

Perseguir el bien común.
¿Cómo pueden actuar conjuntamente
la solidaridad y la subsidiariedad?

3 de mayo de 2008


Temas: bien común, solidaridad y subsidiariedad.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20080503_social-sciences_sp.html

Publicado: BOA 2008, 255.


Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; señoras y señores:

Me complace tener la ocasión de encontrarme con vosotros mientras os reunís con motivo de la XIV Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales. Durante las dos últimas décadas, la Academia ha aportado una valiosa contribución a la profundización y al desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia y a su aplicación en las áreas del derecho, la economía, la política y otras ciencias sociales. Agradezco a la profesora Margaret Archer sus amables palabras de saludo, y os expreso mi sincero aprecio a todos vosotros por vuestro compromiso en la investigación, el diálogo y la enseñanza para que el Evangelio de Jesucristo pueda continuar iluminando las complejas situaciones de este mundo que cambia rápidamente.

Al elegir el tema “Perseguir el bien común. ¿Cómo pueden actuar conjuntamente la solidaridad y la subsidiariedad?”, habéis decidido examinar la interrelación entre cuatro principios fundamentales de la doctrina social católica: la dignidad humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 160-163) . Estas realidades clave, que surgen del contacto directo entre el Evangelio y las circunstancias sociales concretas, ofrecen una base para identificar y afrontar los retos que la humanidad tiene ante sí en el alba del siglo XXI, como reducir las desigualdades en la distribución de los bienes, ampliar las oportunidades de educación, promover un crecimiento y un desarrollo sostenibles, y proteger el medio ambiente.

¿De qué modo pueden actuar conjuntamente la solidaridad y la subsidiariedad en la búsqueda del bien común, no sólo respetando la dignidad humana, sino también permitiendo su desarrollo? Este es el núcleo de la cuestión que estáis estudiando. Como han demostrado vuestros debates preliminares, una respuesta satisfactoria sólo puede surgir después de un examen detallado del significado de los términos (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, capítulo 4). La dignidad humana es el valor intrínseco de la persona creada a imagen y semejanza de Dios y redimida por Cristo. El conjunto de las condiciones sociales que permiten a las personas realizarse individual y colectivamente es el bien común. La solidaridad es la virtud que permite a la familia humana compartir en plenitud el tesoro de los bienes materiales y espirituales, y la subsidiariedad es la coordinación de las actividades de la sociedad en apoyo de la vida interna de las comunidades locales.

Con todo, estas definiciones no son más que el comienzo, y sólo pueden comprenderse adecuadamente si se las relaciona entre sí de modo orgánico y se las considera mutuamente apoyadas. Inicialmente podemos delinear las conexiones entre estos cuatro principios poniendo la dignidad en el punto de intersección de dos ejes: uno horizontal, que representa a la solidaridad y la subsidiariedad, y otro vertical, que representa al bien común. Esto crea un campo en el que podemos trazar los diversos puntos de la Doctrina Social de la Iglesia católica que forman el bien común.

Aunque esta analogía gráfica nos ofrece una imagen aproximada de cómo estos principios son imprescindibles unos para otros y están necesariamente vinculados, sabemos que la realidad es mucho más compleja. En efecto, las profundidades insondables del ser humano y la maravillosa capacidad de los hombres para la comunión espiritual, realidades manifestadas plenamente sólo a través de la revelación divina, superan con creces las posibilidades de una representación esquemática. En cualquier caso, la solidaridad que une a la familia humana y los niveles de subsidiariedad que la refuerzan desde dentro deben situarse siempre en el horizonte de la vida misteriosa del Dios uno y trino (cf. Jn 5,26; 6,57), en quien percibimos un amor inefable compartido por personas iguales, aunque distintas (cf. Summa Theologiae, I, q. 42).

Amigos, os invito a dejar que esta verdad fundamental impregne vuestras reflexiones: no sólo en el sentido de que los principios de solidaridad y subsidiariedad indudablemente se enriquecen con nuestra fe en la Trinidad, sino en particular en el sentido de que esos principios tienen el potencial para poner a hombres y mujeres en el camino que les lleva a descubrir su destino definitivo y sobrenatural. La inclinación humana natural a vivir en comunidad se confirma y se transforma por la «unidad del Espíritu», que Dios ha concedido a sus hijos e hijas adoptivos (cf. Ef 4,3; 1P 3,8).

En consecuencia, la responsabilidad de los cristianos de trabajar por la paz y la justicia, y su compromiso irrevocable por el bien común, son inseparables de su misión de proclamar el don de la vida eterna, a la que Dios ha llamado a todo hombre y a toda mujer. A este respecto, la tranquillitas ordinis de la que habla san Agustín se refiere a “todas las cosas”; tanto a la «paz civil», que es una «concordia entre ciudadanos», como a la «paz de la ciudad celestial», que es el «gozo perfectamente ordenado y armonioso de Dios, y unos de otros en Dios» (De civitate Dei, XIX, 13).

Los ojos de la fe nos permiten ver que las ciudades terrena y celestial se compenetran y están ordenadas intrínsecamente una en otra, en cuanto que ambas pertenecen a Dios Padre, que «está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,6). Al mismo tiempo, la fe evidencia más aún la legítima autonomía de las realidades terrenas, que «están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias» (Gaudium et spes, 36) .

Por tanto, podéis estar seguros de que vuestros debates serán útiles para todas las personas de buena voluntad, y al mismo tiempo impulsarán a los cristianos a asumir con mayor disposición su deber de mejorar la solidaridad con sus conciudadanos y entre ellos, y de actuar según el principio de subsidiariedad, promoviendo la vida familiar, las asociaciones de voluntariado, la iniciativa privada y un orden público que facilite el buen funcionamiento de las comunidades más fundamentales de la sociedad (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 187).

Cuando examinamos los principios de solidaridad y de subsidiariedad a la luz del Evangelio, comprendemos que no son simplemente “horizontales”: ambos tienen una dimensión vertical esencial. Jesús nos manda hacer a los demás lo que queramos que nos hagan a nosotros (cf. Lc 6,31); amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22,35 ss.). Estos mandatos han sido inscritos por el Creador en la misma naturaleza del hombre (cf. Deus caritas est, 31) . Jesús enseña que ese amor nos llama a dedicar nuestra vida al bien de los demás (cf. Jn 15,12-13). En este sentido, la verdadera solidaridad, aunque comienza con un reconocimiento del valor igual del otro, sólo se cumple cuando pongo voluntariamente mi vida al servicio de los demás (cf. Ef 6,21). Esta es la dimensión “vertical” de la solidaridad: me siento impulsado a hacerme menos que el otro para atender sus necesidades (cf. Jn 13,14-15), precisamente como Jesús «se humilló a sí mismo» para permitir a los hombres y mujeres participar en su vida divina con el Padre y el Espíritu (cf. Flp 2,8; Mt 23,12).

De igual modo, la subsidiariedad, que alienta a los hombres y mujeres a entablar libremente relaciones vivificantes con los más cercanos y de quienes dependen más directamente, y exige que las autoridades respeten esas relaciones, manifiesta una dimensión “vertical” que apunta al Creador del orden social (cf. Rm 12,16-18). Una sociedad que respeta el principio de subsidiariedad libera a las personas de las sensaciones de desaliento y desesperación, garantizándoles la libertad de comprometerse mutuamente en los ámbitos del comercio, la política y la cultura (cf. Quadragesimo anno, 80). Cuando los responsables del bien común respetan el deseo humano natural de autogobierno basado en la subsidiariedad, dejan sitio para la responsabilidad y la iniciativa individual, pero, sobre todo, dejan sitio para el amor (cf. Rm 13,8; Deus caritas est, 28), que siempre es «el camino más excelente» (1Co 12,31).

Al revelar el amor del Padre, Jesús nos enseñó no sólo a vivir como hermanos y hermanas aquí, en la tierra; sino también que Él mismo es el camino que lleva a la comunión perfecta entre nosotros y con Dios en el mundo futuro, puesto que por medio de Él «tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,18). Mientras os esforzáis por articular modos en los que hombres y mujeres puedan promover mejor el bien común, os animo a explorar las dimensiones “vertical” y “horizontal” de la solidaridad y la subsidiariedad. De esa forma, podréis proponer modos más eficaces de resolver los múltiples problemas que afligen a la humanidad en el umbral del tercer milenio, testimoniando también la primacía del amor, que trasciende y realiza la justicia en cuanto que orienta a la humanidad hacia la auténtica vida de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, 10) .

Con estos sentimientos, os aseguro mis oraciones y, como señal de paz y alegría en el Señor resucitado, os imparto cordialmente mi bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.