Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Asamblea eclesial de la Diócesis de Roma 2008

Jesús ha resucitado:
educar en la esperanza mediante
la oración, la acción y el sufrimiento

9 de junio de 2008


Temas: educación y esperanza (oración, compromiso y sufrimiento).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/june/documents/hf_ben-xvi_spe_20080609_convegno-diocesi-rm_sp.html

Publicado: BOA 2008, 267.


Queridos hermanos y hermanas:

Esta es la cuarta vez que tengo la alegría de estar con vosotros con ocasión de la Asamblea que reúne anualmente a las múltiples fuerzas vivas de la Diócesis de Roma, para dar continuidad e indicar metas comunes a nuestra pastoral. Dirijo un saludo afectuoso y cordial a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, personas consagradas, laicos de las comunidades parroquiales, asociaciones y movimientos eclesiales, familias, jóvenes, personas comprometidas de diversas maneras en tareas formativas y educativas. Agradezco de corazón al Cardenal Vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

Después de haber dedicado durante tres años una atención especial a la familia, ya desde hace dos años nos hemos centrado en el tema de la educación de las nuevas generaciones. Es un tema que implica, ante todo, a las familias, pero concierne también muy directamente a la Iglesia, a la escuela y a toda la sociedad. Así tratamos de responder a la “emergencia educativa”, que constituye un desafío grande e ineludible para todos. El objetivo que nos hemos propuesto para el próximo año pastoral, y sobre el que reflexionaremos en esta Asamblea, también hace referencia a la educación, desde la perspectiva de la esperanza teológica, que se alimenta de la fe y de la confianza en el Dios que en Jesucristo se ha revelado como el verdadero amigo del hombre.

“Jesús ha resucitado: educar en la esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento” será, por tanto, el tema de esta tarde. Jesús resucitado de entre los muertos es verdaderamente el fundamento indefectible sobre el que se apoyan nuestra fe y nuestra esperanza. Lo es desde el inicio, desde los Apóstoles, que fueron testigos directos de su resurrección y la anunciaron al mundo a costa de su vida. Lo es hoy y lo será siempre. Como escribe el apóstol san Pablo en el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios, «si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe» (1Co 15,14); «si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión de todos los hombres» (1Co 15,19).

Os repito lo que dije el 19-10-2006 a la Asamblea Eclesial de Verona: «La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, del que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor “mutación” acontecida en la historia, el “salto” decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente distinto, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con Él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero» (L'Osservatore Romano, ed. en español, 27-10-2006, 8) .

Por tanto, a la luz de Jesús resucitado de entre los muertos podemos comprender las verdaderas dimensiones de la fe cristiana, como «una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida» (Spe salvi, 10) , liberándonos de los equívocos y de algunas alternativas falsas que a lo largo de los siglos han restringido y debilitado el aliento de nuestra esperanza. En concreto, la esperanza de quien cree en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos se proyecta completamente hacia la felicidad y la alegría plena y total que llamamos vida eterna, pero precisamente por eso impregna, anima y transforma nuestra existencia terrena diaria, da una orientación y un sentido no efímero tanto a nuestras pequeñas esperanzas como a los esfuerzos que realizamos para cambiar y hacer menos injusto el mundo en que vivimos.

Análogamente, la esperanza cristiana nos concierne de modo personal a cada uno de nosotros, a la salvación eterna de nuestro yo y a nuestra vida en este mundo, pero también es esperanza comunitaria, esperanza para la Iglesia y para toda la familia humana, es decir, «esencialmente también esperanza para los demás; sólo así es realmente esperanza también para mí» (ibíd., 48).

En la sociedad y en la cultura actuales, y por tanto también en nuestra amada ciudad de Roma, no es fácil vivir bajo el signo de la esperanza cristiana. En efecto, por una parte, prevalecen actitudes de desconfianza, desilusión y resignación, que contradicen no sólo la “gran esperanza” de la fe, sino también las “pequeñas esperanzas” que normalmente nos confortan en el esfuerzo de alcanzar los objetivos de la vida diaria. Existe la sensación generalizada de que, tanto para Italia como para Europa, los mejores años han pasado ya, y a las nuevas generaciones les espera un destino de precariedad e incertidumbre.

Por otra parte, las expectativas de grandes novedades y mejoras se concentran en las ciencias y tecnologías, y por tanto en las fuerzas y los descubrimientos del hombre, como si sólo de ellas pudiera venir la solución de los problemas. Sería insensato negar o minimizar la enorme aportación de las ciencias y tecnologías a la transformación del mundo y de nuestras condiciones de vida concretas, pero asimismo sería miope ignorar que sus progresos también ponen en manos del hombre enormes posibilidades de mal y que, en todo caso, no son las ciencias y las tecnologías las que pueden dar un sentido a nuestra vida y enseñarnos a distinguir el bien del mal. Por eso, como escribí en la Encíclica Spe salvi, no es la ciencia sino el amor lo que redime al hombre, y esto vale también en el ámbito terrenal (cf. n. 26).

Así nos acercamos al motivo más profundo y decisivo de la debilidad de la esperanza en el mundo en que vivimos. En definitiva, este motivo no es distinto del que indica el apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso, cuando les recuerda que, antes de encontrarse con Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Nuestra civilización y nuestra cultura, que también se han encontrado con Cristo desde hace ya dos mil años y, especialmente aquí en Roma, serían irreconocibles sin su presencia, sin embargo, con demasiada frecuencia tienden a poner a Dios entre paréntesis, a organizar la vida personal y social sin Él, y también a considerar que de Dios no se puede conocer nada, o incluso a negar su existencia.

Pero, cuando apartamos a Dios, nada de lo que de verdad nos importa puede ocupar un sitio estable; todas nuestras grandes y pequeñas esperanzas se apoyan en el vacío. Por consiguiente, para «educar en la esperanza», como nos proponemos en esta Asamblea y en el próximo año pastoral, es necesario ante todo abrir a Dios nuestro corazón, nuestra inteligencia y toda nuestra vida, para ser así, en medio de nuestros hermanos, sus testigos creíbles.

En nuestras anteriores Asambleas Diocesanas ya hemos reflexionado sobre las causas de la emergencia educativa actual y sobre las propuestas que pueden ayudar a superarla. Además, en los meses pasados, también mediante mi carta sobre la tarea urgente de la educación , hemos tratado de implicar en esta empresa común a toda la ciudad, en especial a las familias y a las escuelas. Por eso, no es necesario volver a tratar ahora esos aspectos. Más bien, veamos cómo educarnos concretamente en la esperanza, dirigiendo nuestra atención a algunos “lugares” para su aprendizaje práctico y su ejercicio efectivo, que ya señalé en la Spe salvi.

Entre esos lugares se encuentra en primer lugar la oración, con la que nos abrimos y nos dirigimos a Aquel que es el origen y el fundamento de nuestra esperanza. La persona que reza nunca está totalmente sola, porque Dios es el único que, en toda situación y en cualquier prueba, siempre puede escucharla y ayudarla. Con la perseverancia en la oración, el Señor aumenta nuestro deseo y dilata nuestra alma, haciéndonos más capaces de acogerlo en nosotros. Por tanto, el modo correcto de orar es un proceso de purificación interior. Debemos exponernos a la mirada de Dios, a Dios mismo, ante cuyo rostro caen las mentiras y las hipocresías.

Este exponerse al rostro de Dios en la oración es realmente una purificación que nos renueva, nos libera y nos abre no sólo a Dios, sino también a nuestros hermanos. Por tanto, es lo opuesto a evadirnos de nuestras responsabilidades para con el prójimo. Al contrario, mediante la oración aprendemos a tener el mundo abierto a Dios y a ser ministros de la esperanza para los demás, porque hablando con Dios vemos a toda la comunidad de la Iglesia, a la comunidad humana, a todos nuestros hermanos; así aprendemos la responsabilidad para con los demás y también la esperanza de que Dios nos ayuda en nuestro camino.

Así pues, enseñar a orar y aprender “el arte de la oración” de labios del Maestro divino, como los primeros discípulos que pedían «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1), es una tarea esencial. Aprendiendo a orar, aprendemos a vivir; en camino con la Iglesia y con el Señor, debemos siempre orar mejor para vivir mejor.

Como nos recordaba el amado siervo de Dios Juan Pablo II en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, «nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas” de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente como petición de ayuda, sino también como acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el “arrebato” del corazón» (n. 33). Así, la esperanza cristiana crecerá en nosotros. Y con la esperanza crecerá el amor a Dios y al prójimo.

En la Encíclica Spe salvi escribí: «Toda conducta seria y correcta del hombre es esperanza en acto» (n. 35). Por ello, como discípulos de Jesús participamos con alegría en el esfuerzo por hacer más bello, más humano y fraterno el rostro de nuestra ciudad, para robustecer su esperanza y la alegría de pertenecer juntos a ella.

Queridos hermanos y hermanas, precisamente la conciencia clara y generalizada de los males y los problemas que tiene Roma está suscitando el deseo de ese esfuerzo común. Tenemos la tarea de aportar nuestra contribución específica, comenzando por la decisiva labor de la educación y formación de la persona, pero también afrontando con espíritu constructivo los otros muchos problemas concretos que complican la vida de quienes habitan en esta ciudad.

En particular, trataremos de promover una cultura y una organización social más favorables a la familia y a la acogida de la vida, así como al aprecio a los ancianos, tan numerosos en la población de Roma. Trabajaremos para responder a las necesidades primarias que son el trabajo y la vivienda, sobre todo para los jóvenes. Compartiremos el compromiso de hacer que nuestra ciudad sea más segura y “vivible”, pero nos esforzaremos por lograr que lo sea para todos, especialmente para los más pobres, y que no se excluya a ningún inmigrante que venga a nosotros con la intención de encontrar un espacio de vida respetando nuestras leyes.

No necesito concretar más sobre estas problemáticas, que conocéis muy bien, porque las vivís a diario. Más bien, quiero subrayar la actitud y el estilo con que trabaja y se compromete quien pone su esperanza ante todo en Dios. Es, en primer lugar, una actitud de humildad, que no pretende tener siempre éxito o ser capaz de resolver todos los problemas con sus propias fuerzas. Pero es también, por el mismo motivo, una actitud de gran confianza, tenacidad y valentía: el creyente sabe que, a pesar de todas las dificultades y fracasos, su vida, sus obras y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del amor de Dios; y que, por tanto, no quedan nunca sin fruto ni sin sentido.

Desde esta perspectiva podemos comprender más fácilmente que la esperanza cristiana vive también en el sufrimiento; más aún, que precisamente el sufrimiento educa y fortalece de modo especial nuestra esperanza. Ciertamente, debemos «hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento, impedir en lo posible el sufrimiento de los inocentes, aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas» (ibíd., 36), y efectivamente, se han logrado grandes progresos, en particular en la lucha contra el dolor físico. Sin embargo, no podemos eliminar totalmente el sufrimiento del mundo, porque no tenemos la capacidad de secar sus fuentes: la finitud de nuestro ser y el poder del mal y de la culpa. De hecho, por desgracia, el sufrimiento de los inocentes y también las enfermedades psíquicas tienden a aumentar en el mundo. En realidad, la experiencia humana de hoy y de siempre, de modo especial la experiencia de los santos y los mártires, confirma la gran verdad cristiana de que no es la evasión del dolor lo que cura al hombre, sino la capacidad de aceptar la tribulación y madurar en ella, dándole sentido mediante la unión a Cristo.

Así pues, la humanidad de cada uno de nosotros y de la sociedad en que vivimos se mide por la relación con el sufrimiento y con las personas que sufren. A la fe cristiana le corresponde el mérito histórico de haber suscitado en el hombre, de un modo nuevo y con una profundidad nueva, la capacidad de compartir también interiormente el sufrimiento del prójimo, el cual así ya no está solo en su sufrimiento, y también de sufrir por amor al bien, a la verdad y a la justicia. Todo esto supera ampliamente nuestras fuerzas, pero se hace posible desde el com-padecer de Dios por amor al hombre en la pasión de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos cada día en la esperanza que madura en el sufrimiento. Estamos llamados a hacerlo, en primer lugar, cuando nos afecta personalmente una grave enfermedad o alguna otra dura prueba. Pero también creceremos en la esperanza mediante la ayuda concreta y la cercanía diaria al sufrimiento tanto de nuestros vecinos y familiares como de toda persona próxima a nosotros, porque nos acercamos a ella con actitud de amor. Además, aprendamos a ofrecer a Dios, rico en misericordia, las pequeñas pruebas de la existencia diaria, insertándolas humildemente en el gran “com-padecer” de Jesús, en ese tesoro de compasión que necesita el género humano. En cualquier caso, la esperanza de los creyentes en Cristo no puede limitarse a este mundo; está intrínsecamente orientada hacia la comunión plena y eterna con el Señor.

Por eso, hacia el final de mi Encíclica hablé del Juicio de Dios como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. Así traté de hacer nuevamente familiar y comprensible para la humanidad y la cultura de nuestro tiempo la salvación que se nos ha prometido en el mundo de más allá de la muerte, aunque aquí abajo no podamos tener una verdadera experiencia de ese mundo. Para que la educación en la esperanza recupere sus verdaderas dimensiones y su motivación decisiva, todos nosotros, comenzando por los sacerdotes y catequistas, debemos volver a poner en el centro de la propuesta de la fe esa gran verdad, que tiene su “primicia” en Jesucristo resucitado de entre los muertos (cf. 1Co 15,20-23).

Queridos hermanos y hermanas, termino esta reflexión agradeciéndoos a cada uno de vosotros la generosidad y la entrega con las que trabajáis en la viña del Señor, y os pido que custodiéis siempre dentro de vosotros, que alimentéis y fortalezcáis ante todo con la oración el gran don de la esperanza cristiana. Os lo pido de modo especial a vosotros, jóvenes, que estáis llamados a hacer vuestro este don en la libertad y en la responsabilidad, para revitalizar gracias a él el futuro de nuestra querida ciudad.

Os encomiendo a cada uno de vosotros y a toda la Iglesia de Roma a María santísima, Estrella de la esperanza. Mi oración, mi afecto y mi bendición os acompañan en esta Asamblea y en el año pastoral que nos espera.