Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

Imprimir A4  A4x2  A5  

Homilía

Año paulino 2008-2009

Apertura del Año paulino
en el bimilenario del nacimiento de san Pablo

28 de junio de 2008


Temas: San Pablo (amor, libertad, Iglesia y sufrimiento).

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2008/documents/hf_ben-xvi_hom_20080628_vespri_sp.html

Publicado: BOA 2008, 273.


Santidad y delegados fraternos; señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:

Estamos reunidos junto a la tumba de san Pablo, que nació hace dos mil años en Tarso de Cilicia, en la actual Turquía. ¿Quién era este Pablo? En el templo de Jerusalén, ante la multitud agitada que quería matarlo, se presenta a sí mismo con estas palabras: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba lleno de celo por Dios...» (Hch 22,3). Al final de su camino, dirá sobre sí mismo: «Yo he sido constituido (...) maestro de los gentiles en la fe y en la verdad» (1Tm 2,7; cf. 2Tm 1,11).

Maestro de los gentiles, apóstol y heraldo de Jesucristo: así se define a sí mismo con una mirada retrospectiva sobre el transcurso de su vida. Pero su mirada no se dirige solamente al pasado. «Maestro de los gentiles»: esta expresión se abre al futuro, a todos los pueblos y todas las generaciones. San Pablo no es para nosotros una figura del pasado a la que recordamos con veneración. También es nuestro maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo.

Por tanto, no estamos reunidos para reflexionar sobre una historia pasada, irrevocablemente superada. San Pablo quiere hablar con nosotros hoy. Por eso he querido convocar este Año paulino especial: para escucharlo y aprender ahora de él, como nuestro maestro, “la fe y la verdad” en las que están arraigadas las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo. En esta perspectiva he querido encender, para este bimilenario del nacimiento del Apóstol, una “llama paulina” especial, que permanecerá encendida durante todo el año en un brasero particular puesto en el atrio de cuatro pórticos de la Basílica.

Para solemnizar este acontecimiento he inaugurado también la así llamada “puerta paulina”, por la que he entrado en la Basílica acompañado por el patriarca de Constantinopla, por el Cardenal Arcipreste y por otras autoridades religiosas. Para mí es motivo de alegría íntima que la inauguración del Año paulino asuma un particular carácter ecuménico por la presencia de numerosos delegados y representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales, a quienes acojo con corazón abierto.

Saludo en primer lugar a Su Santidad el Patriarca Bartolomé I y a los miembros de la delegación que lo acompaña, así como al numeroso grupo de laicos que han venido a Roma desde diversas partes del mundo para vivir con él y con todos nosotros estos momentos de oración y de reflexión. Saludo a los delegados fraternos de las Iglesias que tienen un vínculo particular con el apóstol san Pablo —Jerusalén, Antioquía, Chipre y Grecia— y forman el ambiente geográfico de la vida del Apóstol antes de su llegada a Roma. Saludo cordialmente a los hermanos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y Occidente, así como a todos vosotros que habéis querido participar en este solemne inicio del Año dedicado al Apóstol de los gentiles.

Así pues, estamos aquí reunidos para interrogarnos sobre el gran Apóstol de los gentiles. No sólo nos preguntamos ¿quién era san Pablo?; sobre todo nos preguntamos ¿quién es san Pablo? ¿qué me dice a mí? En esta hora, al inicio del Año paulino que estamos inaugurando, quiero elegir del rico testimonio del Nuevo Testamento tres textos en los que se manifiesta su fisonomía interior, lo específico de su carácter.

En la Carta a los Gálatas nos dio una profesión de fe muy personal, en la que abre su corazón ante los lectores de todos los tiempos y revela cuál es la motivación más íntima de su vida. «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). Todo lo que hace san Pablo parte de este centro. Su fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia de que Cristo no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a él, a Pablo, y que, como Resucitado, lo sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por él. Su fe consiste en ser atrapado por el amor de Jesucristo, un amor que lo conmueve hasta lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo; su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo.

Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo que sabe manejar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de sus Cartas, la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: «Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas (...); como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras» (1Ts 2,2.5).

Para él, la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a sacrificarla ante un éxito externo. La verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía su lucha, persecución y sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo era el hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás ese amor. San Pablo era un hombre lleno de amor, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a partir de ese centro. Los conceptos fundamentales de su anuncio únicamente se comprenden sobre esa base.

Tomemos solamente una de sus palabras clave: la libertad. La experiencia de ser amado hasta lo más hondo por Cristo le había abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana; aquella experiencia lo abarcaba todo. San Pablo era libre como hombre amado por Dios que, en virtud de Dios, era capaz de amar juntamente con Él. Este amor es ahora la “ley” de su vida, y precisamente así es la libertad de su vida. Habla y actúa movido por la responsabilidad del amor. Libertad y responsabilidad están aquí inseparablemente unidas. Porque está en la responsabilidad del amor, es libre; porque ama, vive totalmente en la responsabilidad de ese amor y no considera la libertad como un pretexto para el arbitrio y el egoísmo.

Con ese mismo espíritu san Agustín formuló la frase que luego se hizo famosa: «Dilige et quod vis fac» (In Epistolam Ioannis ad Parthos Tractatus, VII, 8), ‘Ama y haz lo que quieras’. Quien ama a Cristo como lo amaba san Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo y, así, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad de Dios y de ella recibe el camino por recorrer.

En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo quisiera recordar, en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le dirigió en el camino hacia Damasco. Primero, el Señor le dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Ante la pregunta: «¿Quién eres, Señor?», recibe como respuesta: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,4-5). Persiguiendo a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. «Tú me persigues». Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto.

En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la vida de Saulo, está contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante “su causa”. La Iglesia no es una asociación que quiere promover una cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo “carne”. Tiene «carne y huesos» (Lc 24,39), como afirma en el evangelio de san Lucas el Resucitado ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo. Está presente personalmente en su Iglesia; «Cabeza y Cuerpo» forman un único sujeto, dirá san Agustín. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?», escribe san Pablo a los Corintios (1Co 6,15). Y añade: igual que, según el Génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el nuevo mundo de la resurrección (cf. 1Co 6,16 ss.).

En todo esto se refleja el misterio eucarístico, en el que Cristo entrega continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: «El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Co 10,16-17).

Con estas palabras, no sólo san Pablo, sino también el Señor mismo se dirige a nosotros en este momento: ¿Cómo habéis podido desgarrar mi Cuerpo? Ante el rostro de Cristo, estas palabras se transforman al mismo tiempo en una petición urgente: Únenos nuevamente desde todas las divisiones. Haz que hoy vuelva a hacerse realidad: hay un solo pan; por eso nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo.

Para san Pablo, las palabras sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo no son una comparación cualquiera. Van más allá de una comparación. «¿Por qué me persigues?». Cristo nos atrae continuamente dentro de su Cuerpo, construye su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para san Pablo es el centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos y cada uno podemos experimentar de un modo totalmente personal: Él me ha amado y se ha entregado por mí.

Quisiera concluir con unas de las últimas palabras de san Pablo, una exhortación a Timoteo desde la cárcel, poco antes de su muerte: «Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio», dice el Apóstol a su discípulo (2Tm 1,8). Estas palabras, escritas por el Apóstol como un testamento al final de su camino, remiten al inicio de su misión. Mientras Pablo, después de su encuentro con el Resucitado, estaba ciego en su habitación en Damasco, Ananías recibió la orden de ir a visitar al temido perseguidor e imponerle las manos para devolverle la vista. Ante la objeción de que Saulo era un peligroso perseguidor de los cristianos, Ananías recibió como respuesta: «Este hombre debe llevar mi nombre ante los pueblos y los reyes». «Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre» (Hch 9,16).

El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo están inseparablemente unidos. La llamada a convertirse en maestro de los gentiles es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe. No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a uno mismo, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros; nace del sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen. Nosotros vivimos de ese amor que se entrega. Ese amor nos da la valentía y la fuerza para sufrir con Cristo y por Él en este mundo, sabiendo que precisamente así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.

A la luz de todas las Cartas de san Pablo, vemos cómo en su camino de maestro de los gentiles se cumplió la profecía hecha a Ananías en la hora de la llamada: «Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre». Su sufrimiento lo hace creíble como maestro de verdad, que no busca su propio interés, su propia gloria, su satisfacción personal, sino que se compromete por Aquel que nos amó y se entregó por todos nosotros.

En esta hora damos gracias al Señor porque llamó a san Pablo, haciéndolo luz de los gentiles y maestro de todos nosotros, y le pedimos: Concédenos también hoy testigos de la Resurrección, impactados por tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio en nuestro tiempo. ¡San Pablo, ruega por nosotros! Amén.