Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La experiencia cristiana

13 de julio de 2008


Publicado: BOA 2008, 332.


Muchas veces nos preguntamos cómo mostrar con una vida cristiana de calidad, que convenza a otros, que atraiga a los demás, la figura de Jesucristo, lejos de controversias o discusiones estériles. Me parece que ante todo uno tiene que considerar posible encontrarse con Cristo, el que vivió en Palestina hace veinte siglos, y que Él te convenza para que le sigas, venciendo lógicamente muchos obstáculos que se dan en ti: resistencias, pecados, tendencias, egoísmos; amar como Él amó, vivir con los demás y no en un individualismo que sofoca la vida.

¿Será verdadero ese encuentro con Cristo o una pura quimera? ¿Quién me garantiza que no me equivoco? ¿Mi intuición? ¿Mis sentimientos? ¿Un encontrarme a gusto con la idea? Necesito algo más que una idea de Jesús, o un adecuarme a su proyecto, a su causa, a esa presentación romántica que, a lo largo de estos cuarenta o cincuenta años, he visto desfilar en publicaciones, lecturas o presentaciones de Cristo. Vuelvo la mirada a mi adolescencia y reflexiono a partir de mi experiencia, que no se ha apagado. ¿Quién me presentó ese fascinante Jesucristo que llenó mi vida de alegría interior y me permitió descubrirle vivo y con toda la fuerza de su persona y su palabra?

Fue la Iglesia; una comunidad cristiana concreta, con sus luces y sus sombras, en la persona de un sacerdote enamorado de Cristo y un grupo de chicos que buscábamos la felicidad en el idealismo de la adolescencia que quería cambiar el mundo y vivir intensamente más allá de sensaciones pasajeras. Una Iglesia de la que formaban parte mi madre y mi padre, mis hermanos y mis amigos, y mis vecinos y los que conocía aquí y allí. En la vida de aquel sacerdote vislumbré un eje de vida que explicaba muchos de mis deseos y aspiraciones. Y entonces, encontrado por Jesucristo, te sientes amado y apreciado y desechas complejos. Y quieres saber desde la fe, para comprender.

Y anhelas también que otros conozcan a Jesús y sientan lo que tú has sentido y ha dado norte a tu vida. Y viene también la lucha por superar tus debilidades y porque se den las posibilidades en la comunidad cristiana de ser la Iglesia del Señor, que luche por la paz y por los más débiles y pobres. Uno espera y pide al Señor que los que esperan en Él no queden defraudados por los propios pecados y torpezas (cf. Sal 24,3): «Que por mi causa no queden defraudados los que esperan en Ti, Señor de los ejércitos. Que por mi causa no se avergüencen los que te buscan, Dios de Israel» (Sal 68,7). Porque cualquier cristiano que haya conocido un poco al Señor ora «para que Él alegre (en la Iglesia) a todos los desterrados, y ame (en ella) a todos los desgraciados por los siglos de los siglos» (Tb 13,10).

Yo creo que hay muchas personas que han sentido lo que desmañadamente estoy describiendo, que están plenamente convencidos, a pesar de tantas dificultades, y llegan a otros muchos. A mí me gustaría ser de este grupo. Entiendo que, ahora, siendo obispo de la santa Iglesia, muchos me mirarán con todas esas adherencias que colocan a los que —dicen— están arriba, en la cúpula. Yo no me veo en ninguna cúpula. Siento mi responsabilidad, pero lo que más me sigue atrayendo es hablar de Cristo y de su Presencia entre los hombres y mujeres que no le conocen suficientemente bien.