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Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Australia con motivo de la XXIII Jornada Mundial de la Juventud 2008 - Sídney

Vigilia con jóvenes

19 de julio de 2008


Temas: Espíritu Santo (san Agustín): unidad, amor y don.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/july/documents/hf_ben-xvi_spe_20080719_vigil_sp.html

Publicado: BOA 2008, 362.


Queridos jóvenes:

En esta tarde hemos oído una vez más la gran promesa de Cristo, «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Éstas fueron las últimas palabras que Jesús pronunció antes de su ascensión al cielo. Lo que los Apóstoles sintieron al oírlas sólo podemos imaginarlo. Pero sí sabemos que su profundo amor a Jesús y la confianza en su palabra los impulsaron a reunirse y esperar, pero no esperar sin sentido, sino juntos, unidos en la oración, con las mujeres y con María, en la estancia superior (cf. Hch 1,14). Hoy nosotros hacemos lo mismo. Reunidos delante de nuestra Cruz, que tanto ha viajado, y del icono de María, y bajo la esplendorosa constelación de la Cruz del Sur, rezamos. Hoy rezo por vosotros y por los jóvenes de todo el mundo. ¡Dejaos inspirar por el ejemplo de vuestros Patronos! ¡Acoged en vuestro corazón y en vuestra mente los siete dones del Espíritu Santo! ¡Reconoced y creed en el poder del Espíritu Santo en vuestra vida!

El otro día hablábamos de la unidad y armonía de la creación de Dios y de nuestro lugar en ella. Recordábamos cómo nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, nos hemos convertido mediante el gran don del Bautismo en hijos adoptivos de Dios, nuevas criaturas. Y precisamente como hijos de la luz de Cristo, simbolizada por las velas encendidas que tenéis en las manos, damos testimonio en nuestro mundo del esplendor que ninguna tiniebla podrá vencer (cf. Jn 1,5).

Hoy ponemos nuestra atención sobre cómo llegar a ser testigos. Necesitamos comprender la persona del Espíritu Santo y su presencia vivificante en nuestras vidas. No es fácil. En efecto, la diversidad de imágenes que encontramos en la Escritura sobre el Espíritu —viento, fuego, aliento— indican lo difícil que resulta tener una comprensión clara de Él. Y, sin embargo, sabemos que el Espíritu Santo es quien dirige y define nuestro testimonio sobre Jesucristo, aunque de modo silencioso e invisible.

Ya sabéis bien que nuestro testimonio cristiano se ofrece a un mundo que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación de Dios está debilitada por heridas que se agravan cuando las relaciones sociales se rompen, o el espíritu humano es aplastado por la explotación o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad actual sufre un proceso de fragmentación debido a un modo de pensar que tiene inherentemente una visión reducida, porque no tiene en cuenta el horizonte real de la verdad, la verdad sobre Dios y sobre nosotros. Por su naturaleza, el relativismo no es capaz de ver el cuadro en su conjunto. Ignora los principios básicos que nos permiten vivir y crecer en unidad, orden y armonía.

Como testigos cristianos, ¿cuál es nuestra respuesta a un mundo dividido y fragmentado? ¿Cómo podemos ofrecer esperanza de paz, sanación y armonía a esas “estaciones” de conflicto, sufrimiento y tensión por las que habéis querido caminar con esta Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud? La unidad y la reconciliación no se pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno para el otro (cf. Gn 2,24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos encontrar la unidad que buscamos. Y, sin embargo, frente a las imperfecciones y desilusiones, tanto individuales como institucionales, tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una comunidad “perfecta”. No es una tentación nueva. En la historia de la Iglesia hay muchos ejemplos de intentos de evitar o pasar por encima de las debilidades y fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una utopía espiritual.

Esos intentos de construir la unidad, en realidad, la debilitan. Separar al Espíritu Santo de Cristo, presente en la estructura institucional de la Iglesia, pondría en peligro la unidad de la comunidad cristiana, que es precisamente un don del Espíritu, y traicionaría la naturaleza de la Iglesia como Templo vivo del Espíritu Santo (cf. 1Co 3,16). En efecto, es el Espíritu quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad plena y la unifica en la comunión y el servicio del ministerio (cf. Lumen gentium, 4) . Lamentablemente, la tentación de “ir por libre” permanece. Algunos hablan hoy de su comunidad local como si fuera algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y a la segunda como rígida y carente de Espíritu.

La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 813) ; es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos hoy por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de alejamiento. Porque esto es precisamente lo que podemos ofrecer a nuestro mundo: las dimensiones, la amplia visión de nuestra fe, a la vez sólida y abierta, consistente y dinámica, verdadera y orientada al conocimiento interior. Queridos jóvenes, ¿acaso no es por vuestra fe por lo que amigos en dificultades o en búsqueda de un sentido para sus vidas se han dirigido a vosotros? Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois capaces de oír, en medio de las disonancias y divisiones del mundo, la voz acorde de la humanidad? Desde un niño abandonado en un campo de Darfur, o un adolescente con problemas, o un padre angustiado en un suburbio cualquiera, o tal vez incluso ahora, desde lo profundo de vuestro corazón, se alza el mismo grito humano que pide reconocimiento, pertenencia, unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial de ser uno, estar inmerso en la comunión, estar formado y ser guiado a la verdad? ¡El Espíritu Santo! Éste es su papel: llevar la obra de Cristo a su plenitud. Enriquecidos con los dones del Espíritu, tendréis la fuerza para ir más allá de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía, de la precariedad fugaz, y ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.

Amigos, cuando recitamos el Credo afirmamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». El “Espíritu creador” es la fuerza de Dios que da la vida a toda la creación, y es la fuente de una vida nueva y abundante en Cristo. El Espíritu mantiene a la Iglesia unida a su Señor y fiel a la tradición apostólica. Él inspira las Sagradas Escrituras y guía al Pueblo de Dios hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16,13). De todos estos modos el Espíritu es el «dador de vida» y nos conduce al corazón mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejemos guiar por el Espíritu, tanto mayor será nuestra configuración a Cristo y tanto más profunda será nuestra inmersión en la vida del Dios uno y trino.

Esta participación en la naturaleza misma de Dios (cf. 2P 1,4) tiene lugar en el curso de los acontecimientos cotidianos de nuestra vida, en los que Él siempre esta presente (cf. Ba 3,38). Sin embargo, hay momentos en los que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción fuera de Dios. Jesús mismo preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67). Este alejamiento tal vez ofrezca la ilusión de la libertad. Pero, ¿a dónde nos lleva? ¿A quién vamos a acudir? En nuestro corazón, en efecto, sabemos que sólo el Señor tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir de nosotros mismos (cf. S. Agustín, Confesiones, VIII, 7). Dios está con nosotros en la realidad de la vida, no en la fantasía. Lo que buscamos es aceptar la realidad, no huir de ella. Por eso el Espíritu Santo, con delicadeza, pero con determinación, nos atrae hacia lo que es real, duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la comunión con la Santísima Trinidad.

El Espíritu Santo ha sido, en algunos aspectos, la Persona olvidada de la Santísima Trinidad. Comprenderle con claridad nos parece algo casi fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis padres, como los vuestros, me enseñaron la señal de la Cruz, y así me di cuenta pronto de que hay un Dios en tres Personas, y la Trinidad es el centro de nuestra fe y vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener un cierto conocimiento de Dios Padre y de Dios Hijo —los nombres ya significaban mucho—, mi comprensión de la tercera Persona de la Trinidad seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote que enseñaba Teología, decidí estudiar los eminentes testimonios del Espíritu en la historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san Agustín.

Su comprensión del Espíritu Santo se desarrolló gradualmente; fue una lucha. De joven había seguido el Maniqueísmo, uno de aquellos intentos que he mencionado antes de crear una utopía espiritual separando las cosas del espíritu de las de la carne. De ahí que al principio tuviera sospechas respecto a la enseñanza cristiana sobre la encarnación de Dios. Pero su experiencia del amor de Dios presente en la Iglesia lo llevó a buscar su fuente en la vida del Dios uno y trino. Así llegó a tres intuiciones concretas sobre el Espíritu Santo como vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como comunión, unidad como amor duradero y unidad como dador y don. Estas tres intuiciones no son sólo teóricas: ayudan a explicar cómo actúa el Espíritu. En un mundo en el que tanto los individuos como las comunidades sufren con frecuencia la ausencia de unidad o de cohesión, nos ayudan a permanecer en sintonía con el Espíritu y a extender y clarificar el ámbito de nuestro testimonio.

Por eso, con la ayuda de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la obra del Espíritu Santo. San Agustín señala que las dos palabras “Espíritu” y “Santo” se refieren a la naturaleza divina de Dios; en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el Hijo, a su comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es ser lo que es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una unidad de personas en relación mutua de entrega constante; el Padre y el Hijo que se dan el uno al otro. Pienso que empezamos así a percibir qué iluminadora es esta comprensión del Espíritu Santo como unidad, como comunión. Una unidad verdadera nunca podría estar fundada sobre relaciones que nieguen la igual dignidad de las demás personas. Ni tampoco la unidad es simplemente la suma de los grupos mediante los cuales intentamos a veces “definirnos” a nosotros mismos. De hecho, sólo en la vida de comunión se sostiene la unidad y se realiza plenamente la identidad humana: reconocemos la necesidad común de Dios, respondemos a la presencia unificadora del Espíritu Santo y nos entregamos mutuamente en el servicio de los unos a los otros.

La segunda intuición de san Agustín, es decir, el Espíritu Santo como amor que permanece, procede del estudio que hizo sobre la Primera Carta de san Juan, donde Juan nos dice que «Dios es amor» (1Jn 4,16). Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse a la Trinidad en su conjunto, expresan también una característica particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza duradera del amor, «quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (ibíd.), san Agustín se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? Y llega a esta conclusión: «El Espíritu Santo hace que vivamos en Dios y que Dios viva en nosotros; pero es el amor el que causa esto. Por tanto, el Espíritu es Dios como amor» (De Trinitate 15, 17, 31). Es una magnífica explicación: Dios se comparte a sí mismo como amor en el Espíritu Santo. ¿Qué más podemos aprender de esta intuición? El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo. Las ideas o palabras que carecen de amor, aunque parezcan sofisticadas o sabias, no pueden ser “del Espíritu”. Más aún, el amor tiene un rasgo particular; lejos de ser indulgente o voluble, tiene una tarea o fin que cumplir: permanecer. El amor es duradero por naturaleza. De nuevo, queridos amigos, percibimos algo más de lo que el Espíritu Santo ofrece al mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que supera el miedo a la traición; amor que lleva en sí la eternidad; el amor verdadero que nos introduce en una unidad que permanece.

San Agustín deduce la tercera intuición, el Espíritu Santo como don, de una reflexión sobre un pasaje evangélico que todos conocemos y apreciamos: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús se revela aquí como el que da el agua viva (cf. Jn 4,10), que será después explicada como el Espíritu Santo (cf. Jn 7,39; 1Co 12,13). El Espíritu es «el don de Dios» (Jn 4,10), la fuente interior (cf. Jn 4,14), que sacia realmente nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta observación, Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como don es el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, 15, 18, 32). Amigos, una vez más percibimos algo de la acción de la Trinidad: el Espíritu Santo es Dios que se da eternamente; al igual que una fuente perenne, Él se ofrece nada menos que a sí mismo. Observando este don incesante, comprendemos los límites de todo lo que se acaba, la locura de una mentalidad consumista. En particular, empezamos a entender por qué la búsqueda de novedades nos deja insatisfechos y expectantes. ¿No estaremos buscando un bien eterno? ¿La fuente que nunca se agota? Con la samaritana, exclamemos: ¡Dame de esta agua, para que no tenga ya más sed! (cf. Jn 4,15).

Queridos jóvenes, hemos visto que es el Espíritu Santo quien crea la maravillosa comunión de los creyentes en Jesucristo. Fiel a su naturaleza de dador y de don a la vez, él actúa incluso ahora a través de vosotros. Inspirados por las intuiciones de san Agustín, dejad que el amor unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro desafío y el amor que se entrega vuestra misión.

Mañana, ese mismo don del Espíritu Santo será comunicado solemnemente a los candidatos a la confirmación. Yo rogaré: «Llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu santo temor». Estos dones del Espíritu —cada uno de ellos, como nos recuerda san Francisco de Sales, es un modo de participar en el único amor de Dios— no son ni premios ni reconocimientos. Son dados por su voluntad (cf. 1Co 12,11). Y exigen de quien los recibe sólo una respuesta: «Acepto». Percibimos aquí algo del profundo misterio de ser cristiano. Lo que constituye nuestra fe no es principalmente lo que hacemos, sino lo que recibimos. Después de todo, muchas personas generosas que no son cristianas pueden hacer mucho más que nosotros. Amigos, ¿aceptáis entrar en la vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?

Los dones del Espíritu que actúan en nosotros orientan y definen nuestro testimonio. Los dones del Espíritu, dirigidos hacia la unidad, nos vinculan más estrechamente a la totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11), permitiéndonos edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef 4,13). Nos llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia: en las parroquias y los movimientos eclesiales, en las enseñanza religiosa escolar, en las capellanías universitarias y en otras organizaciones católicas. Sí, la Iglesia debe crecer en unidad, robustecerse en la santidad, rejuvenecer y renovarse constantemente (cf. Lumen gentium, 4). Pero ¿con qué criterios? ¡Con los del Espíritu Santo! Volveos a Él, queridos jóvenes, y descubriréis el verdadero sentido de la renovación.

Hoy, reunidos bajo este hermoso cielo nocturno, nuestros corazones y nuestras mentes se llenan de gratitud a Dios por el gran don de nuestra fe trinitaria. Recordamos a nuestros padres y abuelos, que caminaron a nuestro lado cuando, de niños, dábamos nuestros primeros pasos en el peregrinaje de la fe. Ahora, muchos años después, os habéis reunido como jóvenes adultos con el Sucesor de Pedro. Me llena de alegría estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es el artífice de las obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741). Dejad que sus dones os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte camino con toda la humanidad, vosotros estáis llamados a usar los dones del Espíritu entre los altibajos de la vida cotidiana. Madurad vuestra fe con vuestros estudios, trabajo, deporte, música y arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para ser así fuente de inspiración y ayuda para quienes os rodean. En definitiva, la vida no es un simple acumular, y es mucho más que el éxito. Estar verdaderamente vivo es ser transformado desde el interior, estar abierto a la energía del amor de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también podréis transformar a vuestras familias, comunidades y naciones. ¡Liberad los dones! Que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra grandeza.

Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio y la expectación, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop cuando sólo tenía veintiséis años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón». Creed en Él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.