Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

Imprimir A4  A4x2  A5  

Homilía

Ordenación de diáconos 2008

28 de septiembre de 2008


Publicado: BOA 2008, 407.


Cada vez que nos reunimos en la Catedral para celebrar una ordenación de diáconos o presbíteros, la alegría y el gozo desbordan nuestro templo: mayores y jóvenes, ancianos y niños, sacerdotes y fieles laicos componemos, con el Obispo, una asamblea preciosa, en la que nos sentimos hijos de Dios y miembros de su Pueblo. Y no es que se trate de que los que son ordenados sean más importantes que el resto de los cristianos; no, sino que una ordenación es más significativa y afecta más a todo el Pueblo de Dios. No se trata de rebajar de importancia a un bautismo, a una confirmación o primera comunión; no es menos importante el matrimonio. Es que cuando se ordena un obispo, presbítero o diácono, todos los hijos de Dios quedan afectados, tiene que ver con ellos y sus vidas. Se está indicando, pues, que no somos ordenados para nosotros, sino para los demás.

Queridos hermanos: felicidades, pues, a los familiares de los ordenandos, al Seminario, al orden de los diáconos, al presbiterio diocesano, a las parroquias, a todos cuantos estáis aquí en la Catedral. Disfrutemos de la gracia de Dios que hoy, por la imposición de las manos del Obispo, el Espíritu Santo derramará en unos minutos en nuestros queridos Jesús, Óliver y Javier, tras escuchar esas hermosas lecturas de la Misa. Quisiera centrarme más en ese himno de la Carta a los Filipenses, una verdadera maravilla; pero el conjunto de las lecturas son para saborearlas y agradecer al Señor sus riquezas.

Recordad los relatos de llamadas de Jesús a los que quiso que le siguieran de cerca y les confirió una misión especial; algo que vemos hacen también los Apóstoles con los designados diáconos. Tenemos en la mente esos textos. Pienso sobre todo en el relato de Jn 1,35-51. Es la historia de una primera relación amistosa con Jesús, tímida al comienzo, que luego desemboca en una comunión firme con Él y en Él. Así discurren muchas historias de vocación también hoy. ¡Ah, la llamada de Jesús! Como los discípulos, ¡seguro que muchos recordamos el momento exacto! Claro está: Jesús llamó a los que quiso, es un acto soberano de su libre elección, sin que quede en suspenso nuestra libertad. La decisión, aunque luego pase por dificultades, de seguir a Jesús es radical.

Sin embargo, a pesar de su radicalidad, lo determinante no es esa decisión; los discípulos no se convierten en discípulos; al contrario, la llamada “hizo” de ellos, los creó, discípulos de Jesús. Aquí se muestra lo cualitativamente nuevo y creativo de la vocación especial de los discípulos, que deben estar con Jesús, en su compañía, para luego ser enviados. Bajo la idea bíblica de apóstol se encuentra una institución que se daba entre los rabinos y sus discípulos en tiempos de Jesús. Esta institución (schaliaj) parte del principio siguiente: el enviado es como el que envía. Lo cual significa que el enviado no es un simple mandado o delegado, sino más bien un representante de aquel que envía.

Por eso nos asusta esta llamada de Jesús y nos parece que nos sobrepasa. Pero ahí están las palabras de Cristo: «Quien os escucha a vosotros, a mí me escucha; quien os rechaza a vosotros, a mí me rechaza; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16 y par.). «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros» (Jn 20,21). A mí no me extraña, pues, que sean pocos los cristianos que quieran seguir a Jesús de este modo, que llamamos sacerdocio ministerial. El tenor de vida que estamos llamados a reproducir es una existencia que se conforme a Jesucristo, y que describe san Pablo en el himno sobre Cristo, que sin duda recibió de la comunidad cristiana: Flp 2,6-11.

El Apóstol afirma que Cristo, que es de naturaleza divina, no quiso ser tratado como Dios, sino que se despojó de sí mismo, asumió la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Después se humilló de un modo todavía más radical, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Esa muerte de cruz es, por ello, el punto más bajo de humillación de Jesús. Y esa humillación, además, es aceptada por la salvación de los otros, una humillación que corresponde a un gran amor. Esto es algo esencial en la vida de un ministro de la Iglesia.

¿Será entonces el misterio de Jesús un misterio tenebroso, que nos impide ser felices a los curas? En absoluto. El himno no acaba en la cruz: «por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre», le “superexaltó”. No es la vida de seguimiento de Jesús en el sacerdocio o el diaconado una vida de sufrimiento; Él y su vida sólo se explican con la fuerza del amor. Tampoco la nuestra. Ese amor procede de Dios, lo acepta el corazón de Cristo, que se manifiesta en su sacrificio generosísimo en la cruz y llega hasta nosotros. Tanto amó el mundo que le dio a su Hijo unigénito. Tanto nos amó Jesús que se entregó a sí mismo por nuestra salvación. En ese horizonte está nuestra vida.

Esa vida de Jesús ejerce, gracias a Dios, una poderosa atracción sobre todos nosotros, los cristianos, y el resto de la humanidad. Y cuando se comunica a un hombre la fe en la pasión victoriosa de Jesús, entonces se siente atraído hacia la cruz, porque reconoce en ella el inmenso amor de Jesús, el amor que vence al mal y a la muerte. No tengáis duda, queridos ordenandos; tampoco miedo: seguir a Jesús produce una alegría y una felicidad indecible. Dejaos llenar de la fuerza del Espíritu Santo: es el Espíritu de Jesucristo, del Hijo que ama al Padre.

El ministerio apostólico es único en su esencia. Quiero decir que, a diferencia de lo que suponen las sectas, después del primer apóstol no hay un nuevo apóstol. Pero, según el mandato con que finaliza el Evangelio de Mateo, ¿la misión de los Apóstoles no alcanza hasta los confines de la tierra y el final de los tiempos (cf. Mt 28,19; Hch 1,8)? Sin duda, y los Apóstoles tuvieron que delegar en varones que asumieran su misión apostólica y la continuasen después de su muerte. Pero estos sucesores de los Apóstoles no son en realidad nuevos apóstoles; se insertan en la fe transmitida una vez por todas y en el legado apostólico; deben, pues, transmitirla fielmente.

No poseen el ministerio de los Apóstoles, pero sí un ministerio apostólico, porque realizan determinadas tareas de los Apóstoles; ésta no es una realidad fosilizada. Lo mismo que la predicación de Jesús y de los Apóstoles, también su transmisión es encomendada a testigos vivientes. El drama de los ordenados en la Iglesia es no ser testigos vivientes, porque no nos entendemos de otro modo.

Por eso os pido que oréis por nosotros, por estos hijos que aceptan hoy este servicio del diaconado y, tras un periodo de tiempo, el presbiterado. ¿Cómo, si no, van a emprender semejante tarea? ¿Tenemos los recursos humanos necesarios para ellos? No. Hay que implorarlos y el Espíritu nos los da. Además, el Nuevo Testamento da una indicación muy precisa: quienes asumieron la responsabilidad al principio no estuvieron aislados y solos. No fueron solistas ni luchadores individuales, sino que estaban rodeados, protegidos y apoyados por colaboradores, comprometidos en la causa del reino de Dios y responsables. Sois todos vosotros, hermanos: hombres y mujeres.

Leed la cantidad de hombres y mujeres que rodean a san Pablo en Hch 16,14.4; 18,2.18 o en Rm 16. Es la realidad a la que me he referido al principio de mis palabras: el pueblo del Señor que recibe esa representación de Cristo que trae consigo el sacramento del Orden, y que le proporciona alegría y comunión. Pero no basta: está Jesucristo y santa María, la Virgen Madre, con los santos, a quienes confiamos vuestro servicio eclesial. Que así sea.