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Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Francia con motivo del 150º Aniversario de las apariciones de Lourdes 2008

Encuentro con el mundo
de la cultura en París

12 de septiembre de 2008


Temas: monaquismo occidental (oración y trabajo), Palabra de Dios y conocimiento de Dios.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20080912_parigi-cultura_sp.html

Publicado: BOA 2008, 450.


Señor Cardenal, señora ministra de Cultura, señor Alcalde, señor canciller del Instituto de Francia, queridos amigos:

Gracias, señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su gran predecesor, el recordado cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso convertir en centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la señora ministra de Cultura, que representa al Gobierno, así como al señor Giscard D’Estaing y al señor Chirac. Asimismo, dirijo mi saludo a los ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO, al señor alcalde de París y a todas las demás autoridades. No quiero olvidar a mis colegas del Instituto de Francia, que conocen mi consideración por ellos, y doy las gracias al príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a los delegados de la comunidad musulmana francesa que hayan aceptado participar en este encuentro; les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadán. Mi caluroso saludo también, por supuesto, para todo el variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente.

Quisiera hablaros esta tarde de los orígenes de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He comentado al empezar que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura monástica; aquí vinieron monjes jóvenes, para profundizar en su vocación y vivir mejor su misión. Este lugar, ¿evoca todavía algo en nosotros, o sólo representa un mundo ya pasado?

Para poder responder, conviene que reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? Considerando las consecuencias históricas del monaquismo podríamos decir que, durante la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y la formación de un nuevo orden político, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué motivaba a las personas que se reunían en estos lugares? ¿Qué querían conseguir? ¿Cómo vivían?

Ante todo, hay que reconocer en honor a la realidad que no era su intención crear una nueva cultura ni conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más sencilla. Su objetivo era buscar a Dios, quaerere Deum. En la confusión de una época en la que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo más importante: trabajar con tesón por encontrar lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo único que es verdaderamente importante y seguro.

Se dice que su orientación era «escatológica». Eso no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen hacia el fin del mundo o hacia su propia muerte, sino en el sentido existencial: detrás de lo provisional, buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, de una búsqueda en la oscuridad absoluta. Dios mismo había puesto indicadores, incluso había allanado el camino, y su tarea era encontrarlo y seguirlo. Ese camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, se ofrecía a los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, intrínsecamente, una cultura de la palabra, o como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática son inseparables una de otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, 14). Le desir de Dieu, el deseo de Dios, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Ya que en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, debían aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y sus expresiones. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas, que nos señalan el camino hacia la lengua. En este sentido, formaban parte del monasterio tanto la biblioteca como la escuela, lugares ambos que abrían un camino concreto hacia la palabra. San Benito llama al monasterio «dominici servitii schola», escuela del servicio divino. La escuela y la biblioteca garantizan la formación de la razón y la eruditio, la erudición, desde la cual el hombre aprende a percibir entre las palabras a la Palabra.

Para tener una visión de conjunto de esta cultura de la palabra ligada a la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es en sí misma ese camino, es una Palabra que hace nacer una comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2,37). Gregorio Magno lo describe como un dolor fuerte e inesperado que desgarra el alma adormecida y nos despierta para que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cf. Leclercq, ibíd., 35). Pero también nos hace estar atentos los unos a los otros. La Palabra no lleva sólo a un camino de mística individual, sino que nos introduce en la comunidad de quienes caminan en la fe. Y por eso no sólo hace falta reflexionar sobre la Palabra, sino también leerla adecuadamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes la lectura del individuo es un acto corporal. «Si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma», dice a este respecto Jean Leclercq (ibíd., 21).

Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en un diálogo con Él. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. En particular, en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él; en nuestro diálogo, le presentamos nuestra vida, con sus altibajos, transformándola así en movimiento hacia Él. Los Salmos contienen muchas instrucciones sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar a partir de la Palabra de Dios, la sola pronunciación no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los ángeles: el Gloria, que fue cantado por primera vez por los ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus que, según Isaías 6, es la aclamación de los serafines que están más próximos a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los ángeles y dar así a la palabra su destino más alto. Sobre esto, escuchemos una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny que aún se conservan muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos del canto» (cf. ibíd., 229).

Para san Benito, la regla determinante de la oración y el canto de los monjes es lo que dice el Salmo: «Coram angelis psallam Tibi, Domine», ‘delante de los ángeles tañeré para ti, Señor’ (cf. Sal 138,1). Aquí está expresada la conciencia de cantar, en la oración comunitaria, en presencia de toda la corte celestial, y por tanto de estar sujetos al criterio supremo: orar y cantar para unirse a la música de los espíritus sublimes que eran considerados los autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. Desde ahí se puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa una expresión de la tradición platónica, transmitida por san Agustín, para juzgar el mal canto de los monjes, que para él no era en absoluto un detalle secundario. Califica la cacofonía de un canto mal realizado como una caída en la «regio dissimilitudinis», ‘zona de la desemejanza’. San Agustín había tomado esa expresión de la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de su conversión (cf. Confesiones, VII, 10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza», en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se separa no sólo de Dios, sino también de su auténtica naturaleza humana. Ciertamente san Bernardo es muy duro al usar esa expresión, que indica la caída del hombre lejos de sí mismo, para calificar los cantos mal ejecutados de los monjes, pero demuestra hasta qué punto se toma en serio este asunto. Nos indica que la cultura del canto es también cultura del ser y que los monjes, con su oración y su canto, deben estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia fundamental de hablar y cantar a Dios con las palabras que Él mismo nos dio nació la gran música occidental. No era el resultado de una “creatividad” privada en la que el individuo, tomando como criterio esencial la representación de su propio yo, se erige un monumento a sí mismo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los “oídos del corazón” las leyes intrínsecas de la armonía musical de la creación, las formas esenciales de la música puesta por el Creador en el mundo y en el hombre, y crear así una música digna de Dios, que sea al mismo tiempo verdaderamente digna del hombre y proclame con grandeza su dignidad.

Para captar de alguna manera esta cultura de la palabra en el monaquismo occidental, que se desarrolló a partir de la búsqueda interior de Dios, es preciso aludir al menos brevemente a la particularidad del Libro o los Libros por los que esta Palabra ha llegado a los monjes. Desde un punto visto puramente histórico o literario, la Biblia no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios cuya redacción se prolongó más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente reconocible como componente de una unidad; al contrario, existen tensiones visibles entre ellos. Esto sucede ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Y más aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos a la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia el Cristo. Con razón, en el Nuevo Testamento, la Biblia no es normalmente llamada «la Escritura», sino «las Escrituras», que, sin embargo, serán luego consideradas en su conjunto como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros.

Este plural refleja claramente que la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana y de las palabras humanas, es decir, que Dios nos habla sólo desde los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto significa, a su vez, que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es directamente perceptible. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no están al alcance de una visión puramente histórica. El elemento histórico se ve en la multiplicidad y la humanidad. Lo cual explica la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante: «Littera gesta docet / quid credas allegoria...» (cf. Agustín de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; la alegoría es lo que tienes que creer, es decir, la interpretación cristológica y neumática.

Todo esto podemos decirlo de una manera más sencilla: la Escritura necesita de la interpretación, y necesita de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. Sólo en ella tiene su unidad y en ella se revela el sentido que aúna el todo. Dicho de otro modo más: existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de esta pluralidad de significados, la Palabra no queda devaluada; al contrario, aparece con toda su grandeza y dignidad. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica puede decir con razón que el cristianismo no es solamente una religión del libro en el sentido clásico (cf. 108). El cristianismo percibe en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio a través de esta multiplicidad y de la realidad de la historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy llamamos fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente simplemente en la sola literalidad del texto. Para alcanzarla se requiere trascender y un proceso de comprensión que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto de los textos, y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Sólo en la unidad dinámica del conjunto, los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan solamente en la palabra y en la historia humanas.

La importancia de este tema la esclarecen los escritos de san Pablo. Expresó de manera drástica lo que significa trascender la letra y su comprensión únicamente a partir del conjunto, con la frase: «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2Co 3,6). Y también: «Donde hay el Espíritu... hay libertad» (2Co 3,17). Sin embargo, la grandeza y la amplitud de esta visión de la Palabra bíblica sólo se puede comprender escuchando a Pablo profundamente y comprendiendo que ese Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: «El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad» (2Co 3,17). El Espíritu liberador no se queda en la idea o la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino. Con esta palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad, se abre un amplio horizonte, pero al mismo tiempo se pone una límite claro a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga fuertemente al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de la Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del monaquismo y se ha plasmado profundamente en la cultura occidental. Esa tensión se presenta de nuevo en nuestra generación como un reto entre los dos extremos que suponen, por un lado, la arbitrariedad subjetiva, y por el otro, el fanatismo fundamentalista. Si la cultura europea actual llegase a entender la libertad como la falta total de vínculos, sería algo fatal que favorecería inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. La falta de vínculos y la arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción.

Al considerar la «escuela del servicio divino» —como san Benito llamaba al monaquismo—, hasta ahora nos hemos centrado sobre todo en su orientación hacia la palabra, hacia el ora. Y, de hecho, desde ahí se determina el conjunto de la vida monástica. Pero nuestra reflexión quedaría incompleta si no nos fijáramos, aunque sea brevemente, en el segundo componente del monaquismo, el designado como labora. En el mundo griego, el trabajo físico era considerado propio de los esclavos. El sabio, el hombre verdaderamente libre, se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico, considerado una realidad inferior, a los hombres que no podían llegar a esa existencia superior, la del espíritu. La tradición judaica era muy diferente: todos los grandes rabinos ejercían en paralelo un oficio artesanal. Pablo, que, como rabino y luego como heraldo del Evangelio para los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la tradición común del rabinismo. El monaquismo cristiano ha acogido esa tradición; el trabajo manual es una parte constitutiva de él. En su Regla, San Benito no habla propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje —como hemos visto— se daban por descontados; en cambio, en un capítulo de su Regla, habla explícitamente del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo había hecho san Agustín, que dedicó al trabajo de los monjes un libro entero. Los cristianos, aun continuando la tradición largamente practicada por el judaísmo, tenían sin embargo que sentirse interpelados por las palabras de Jesús en el Evangelio de san Juan, defendiendo su actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (Jn 5,17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. “Construir” el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. El Dios de la Biblia es muy diferente: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja, continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. Y en Cristo, entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, «ergázetai». Así, el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión concreta de su semejanza con Dios, que hace al hombre partícipe de su obra creadora en el mundo. Sin esta cultura del trabajo que, junto con la cultura de la palabra, constituye el monaquismo, el desarrollo de Europa, su ethos y su concepción del mundo son impensables. La originalidad de ese ethos debería, sin embargo, hacer comprender que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre son una colaboración con el Creador, tomándolo como medida. Donde falta esa medida y donde el hombre se eleva a sí mismo a creador deiforme, la transformación del mundo puede fácilmente convertirse en su destrucción.

Comenzamos indicando que, en el colapso del orden y las certezas antiguas, la actitud de fondo de los monjes era «quaerere Deum», estar en búsqueda de Dios. Esta actitud, podríamos decir, es verdaderamente filosófica: mirar más allá de las realidades penúltimas y ponerse a buscar las últimas, las verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba por un camino largo y elevado, pero había encontrado ya la dirección: la Palabra de la Biblia en la que se oía hablar a Dios. Después debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia Él. Así, el camino de los monjes, no siendo aún medible en su progresión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en cierta forma, implica ya en sí misma su resultado. Para que esa búsqueda sea posible, es necesario que exista previamente un movimiento interior que no sólo suscite la voluntad de buscar, sino que también haga creíble que en esa Palabra se encuentre un camino de vida, camino en el que Dios sale al encuentro del hombre para permitirle llegar hasta Él. En otras palabras, es necesario el anuncio de la Palabra, que se dirige al hombre y crea en él una convicción que puede transformarse en vida. Para que se abra un camino hacia el corazón de la palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe ser antes anunciada abiertamente. La expresión clásica de esa necesidad de la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros se resume en una frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada el fundamento bíblico para el trabajo de los teólogos: «Estad siempre atentos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1P 3,15). (El Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse apo-logía, debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraban su anuncio misionero como una propaganda destinada a aumentar la importancia de su grupo, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe. El Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había dado a conocer durante la historia de Israel y, finalmente, a través de su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos los hombres y que, en lo más profundo de su ser, todos esperaban. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y, a la vez, el deber del anuncio. Para ellos, la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que concierne por igual a todos los hombres.

El esquema fundamental del anuncio cristiano ad extra —a los hombres que, por sus preguntas, están en búsqueda— se perfila en el discurso de san Pablo en el Areópago. No olvidemos que por entonces el Areópago no era una especie de academia donde las mentes más sabias se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente en materia de religión y que debía impedir la intrusión de religiones extranjeras. Precisamente ésa es la acusación contra Pablo: «Parece ser un predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: “Al Dios desconocido”. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cf. Hch 17,23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel que los hombres ignoran y, a la vez, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible. En lo más profundo, el pensamiento y el sentimiento humanos saben de alguna manera que Dios tiene que existir, y que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a que todos los hombres en cierto modo sabemos esto —como Pablo subraya en la Carta a los Romanos (Rm 1,21)— ese conocimiento resulta ambiguo: un Dios sólo pensado y elaborado por el espíritu humano no es el verdadero Dios. Si Él no se revela, por mucho que hagamos, nosotros no llegamos plenamente hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado, Él en persona. Y ahora el camino hacia Él está abierto. La novedad del anuncio cristiano no está en un pensamiento, sino en un hecho: Dios se ha revelado. Y ese no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos, presencia de la Razón eterna en nuestra carne. «Verbum caro factum est» (Jn 1,14): y verdaderamente esa es la realidad presente; el Logos está en medio de nosotros. Es un hecho razonable. Aunque hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre para responder a la humildad de Dios.

En muchos aspectos, nuestra situación actual es diferente de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a esa diferencia, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero, así como entonces la pregunta acerca del Dios desconocido estaba escondida y presente tras las numerosas imágenes de los dioses, también hoy la ausencia de Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. «Quaerere Deum», buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto no es hoy menos necesario que en el pasado. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo, como no científica, la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas, y por tanto un fracaso del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que ha sustentado la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.