Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Orar por los difuntos

9 de noviembre de 2008


Publicado: BOA 2008, 493.


¿De qué sirve orar por los que ya han muerto? ¿Es posible hacerles bien una vez fallecidos y arrebatados de nuestro entorno? ¿O es a nosotros a quienes nos viene bien, cuando llega la muerte a nuestros seres queridos, pensar en ellos y creer que hacemos algo por ellos? Los católicos acostumbramos a tener una Misa exequial en la muerte de nuestros allegados; también celebramos otras Misas en otros momentos significativos. ¿Por qué celebrar una Misa por nuestros difuntos?

La celebración de la Eucaristía, sea en la iglesia del pueblo más pequeño, en la Catedral o en la Basílica de San Pedro de Roma, tiene un alcance universal. Lo que sucede en la celebración, el sacrificio de Cristo ofreciendo su vida al Padre en un extraordinario estallido de amor, es “por nosotros y por todos”. La Eucaristía, en efecto, nos convierte en contemporáneos del sacrificio del Señor al Padre de los cielos, de modo que nos podamos asociar a este gesto de ofrenda y participar en la obra de nuestra salvación y la salvación del mundo.

Así podemos entender que la Eucaristía permita al sacerdote que la celebra añadir una intención particular que le es confiada por los fieles. Las intenciones pueden ser muy distintas, y tienen que ver con la vida concreta de las personas (acción de gracias, petición de salud o superación de este o aquel problema, por la familia, la evangelización, los niños de la Primera Comunión o la Confirmación y un largo etcétera). También la Misa puede afectar y sobre todo a los fieles difuntos. Está muy extendida, en consecuencia, la costumbre en las familias de hacer celebrar una Misa por un difunto. «Quiero encargar una Misa» es la expresión repetida.

Pero la muerte de nuestros allegados, tanto si es repentina como si es causada por una larga enfermedad, ¿no es siempre una separación, una ruptura con el ser amado? Sin duda, pero san Pablo nos exhorta a no dejarnos abatir en esta ocasión como aquellos que no tienen ninguna esperanza. El Apóstol no nos dice, de ninguna manera, que neguemos el sufrimiento, sino que lo vivamos a la luz de la esperanza que viene a cristiano ofrecida por el Resucitado. La vida, ofrecida por amor a la humanidad, por ti y por mí, la muerte de Jesús y, sobre todo, su resurrección posibilita romper el poder de la muerte y acercar a los vivos y a los muertos. Cristo nos abre el acceso a la Vida de Dios, de la que pueden participar nuestros difuntos, cuando esperan en la purificación el encuentro definitivo con el Padre.

Celebrar la Eucaristía es, de alguna manera, situarnos en el punto de paso entre nuestro mundo y el Reino de amor y de felicidad que es la tierra prometida de todos los que pasan por Cristo. Él, presente en la Eucaristía, reúne a todos aquellos que están aún de camino en la tierra y que reconocen en Él a su Salvador, el camino a la verdad y la vida. Pero el Cristo que nos recibe en la Eucaristía está también en comunión con todos aquellos que ya han dejado este mundo hacia el Padre.

Cuando confiamos una intención de Misa por un difunto, vivimos en Cristo Resucitado un encuentro misterioso aunque real con aquél o aquélla que ya han entrado en la vida. La comunión de los Santos establecida en Cristo hace vivir en comunión a los vivientes de la tierra y a los vivientes del cielo. Unidos a Cristo en la celebración eucarística estamos en comunión con nuestros difuntos. Es Cristo el único que puede hacer posible esta hermosa realidad.