Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La Palabra está muy cerca de ti

23 de noviembre de 2008


Publicado: BOA 2008, 497.


En la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, nos acercamos al que es Todopoderoso, pero se nos muestra en los heridos, hambrientos, desnudos o necesitados. Parece contradictorio, pero es muy congruente. Quienes decimos que, por ser cristianos, lo hemos conocido, hemos de servirle según las enseñanzas de la parábola del evangelio de hoy: viviendo la caridad que Él nos enseña y con la que nos ama. Precisamente amando como Él nos ha amado, vencemos la muerte, que quiere dominarlo todo, y damos testimonio de su realeza a la espera de su manifestación gloriosa.

La Palabra, el Verbo, está muy cerca de nosotros. Dios mismo nos dice a cada uno: «Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente» (Ez 3,10). Al final del Año litúrgico, en esta fiesta del Señor, acojamos la sugerencia que nos hacían a toda la Iglesia los padres sinodales hace casi un mes, al finalizar el sínodo dedicado a la Palabra de Dios: «Os proponemos a todos un viaje espiritual que se desarrollará en cuatro etapas y desde lo eterno e infinito de Dios nos conducirá hasta nuestras casas y por las calles de nuestras ciudades».

«El Señor os habló desde el fuego: oíais palabras sin ver figura alguna, sólo se oía una voz» (Dt 4,12). Es Moisés quien habla, evocando una experiencia vivida por Israel. Es una voz que había entrado en escena en el preciso momento de la creación, cuando había rasgado el silencio de la nada: «En el principio...dijo Dios... En el principio existía la Palabra... y la Palabra era Dios». Es decir, tenemos una primera revelación “cósmica” que hace que lo creado se asemeje a una especie de inmensa página abierta delante de toda la humanidad. Pero la Palabra divina también se encuentra en la raíz de la historia humana. Hombre y mujer pueden entrar en diálogo con su Creador, porque somos imagen y semejanza de Dios, o rechazarlo por medio del pecado. El Señor sale al encuentro de la humanidad proclamando: «Lo digo y lo hago» (Ex 37,14).

Sin embargo, hay una etapa posterior que la voz divina recorre: es la de la Palabra escrita. Las Sagradas Escrituras son, en efecto, el “testimonio” en forma escrita de la Palabra divina. La Palabra de Dios, por ello, precede y excede a la Biblia, si bien esta última está «inspirada por Dios» y contiene la Palabra divina eficaz (cf. 2Tm 3,16). Por este motivo nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación, y, lo que es aún más precioso, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Por esta razón, es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo, que guía a los discípulos de Jesús que leen la Biblia «hasta la verdad completa» (Jn 16,13). He aquí la gran Tradición, presencia eficaz del «Espíritu de verdad» en la Iglesia, guardián de las Sagradas Escrituras, auténticamente interpretada por el Magisterio eclesial.

Dejamos por el momento el viaje que nos proponían los padres sinodales. Ya lo reanudaremos. Nos detenemos en este Cristo Jesús, el Maestro, el Salvador, el que tiene palabras de vida eterna. A Él escuchamos cuando leemos la Sagrada Escritura. Lo afirma así Jesús: «Escudriñáis las Escrituras porque vosotros creéis tener en ellas la vida eterna; pues ellas dan testimonio de mí» (Jn 5,39). Vuelve la Palabra a hablarnos y enseñarnos, a decirnos cómo es Dios, este mundo que nos rodea, y cómo somos nosotros mismos. Cristo es luz, lámpara para nuestros pasos en la vida. Él, Verbo eterno, ha entrado en el espacio y el tiempo. Merece la pena escucharle.