Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

El rostro de la Palabra: Jesucristo

14 de diciembre de 2008


Publicado: BOA 2008, 502.


En nuestro viaje espiritual en pos de la Palabra de Dios, al que nos invitaban los padres sinodales, ya hemos llegado a ver el rostro de la Palabra: Jesucristo. Una hermosa meta alcanzada. En la armonía aquí reencontrada, el rostro de Cristo brillará en su plenitud y nos ayudará a descubrir otra unidad, la unidad profunda e íntima de las Sagradas Escrituras, el hecho de ser, en realidad, 73 libros que constituyen un único diálogo entre Dios y la humanidad: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1,1-2). Cristo, pues, proyecta su luz sobre la entera trama de la historia de la salvación de los hombres y revela su coherencia, su significado, su dirección. Este es el mismo Cristo que esperamos, que se hace pequeño en Navidad y grande en su retorno definitivo, mostrándonos toda su luz.

Él es el sello, «el Alfa y la Omega» (Ap 1,8) de un diálogo entre Dios y sus criaturas repartido en el tiempo y atestiguado en la Biblia. A su luz adquieren “sentido pleno” las palabras de Moisés y de los profetas. Precisamente porque el centro de la Revelación de Dios es el Verbo transformado en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está «en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y, con ello, una orientación decisiva» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 1).

¿Es posible encontrarnos hoy con el rostro de la Palabra, que es Jesucristo? ¿Dónde? Leemos en el Antiguo Testamento que la sabiduría divina había edificado su casa en la ciudad de los hombres y las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas (cf. Pr 9,1); también el Verbo de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia que posee su modelo en la comunidad —madre de Jerusalén, fundada sobre Pedro y los apóstoles, y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra. San Lucas esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que también hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones» (Hch 2,42).

Hablaremos en otra ocasión de esas cuatro columnas. Pero, permítanme detenerme aquí y abordar un tema suficientemente grave que está sucediendo entre los que nos decimos cristianos católicos: No creemos en la Iglesia cristianamente. En el fondo nuestra creencia en ocasiones no va más allá de un tinglado organizativo, o de una autoridad que hay que soportar. Estamos lejos de aceptar cordialmente que la Iglesia sea Madre, seno que tiene vida, porque nos da a Jesucristo, que permite que Jesús no se nos quede en un simple personaje histórico, que nada tiene que ver con nosotros, y al que no podemos llegar sino como podemos hacerlo con cualquier otro personaje de la historia, cercano o lejano.

Sin la Iglesia, ¿qué sería la Navidad? El aniversario del nacimiento de Jesús, una fecha irrevelante, en el fondo. ¿Quién conserva en Navidad su genuino sentido sin la Iglesia? Sin ella, todo quedaría reducido a luces y ruido, a cuerpo sin alma, a lloros de los pobres y egoísmo de los ricos, a tragedia griega y no a drama cristiano, donde la libertad encuentra salvación en el Verbo Cristo, que vino desde el silencio de Dios a mostrarnos la medida de nuestra humanidad. La Navidad, por ello, ha dicho el Papa el domingo pasado, es el momento para que el hombre se renueve de corazón y viva «en justicia, paz, solidaridad y asistencia mutua». Porque la Pascua de la muerte y resurrección de Jesús nos permite celebrar el misterio de la Navidad, la Iglesia es la «centinela», la que levanta su voz a favor de las poblaciones «extenuadas por la miseria y el hambre» de los refugiados y de todos los que sufren «graves y sistemáticas violaciones de sus derechos».