Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La casa del Verbo de Dios hecho carne

21 de diciembre de 2008


Publicado: BOA 2008, 503.


En nuestro viaje espiritual, aquel al que nos habían invitado los padres del Sínodo de la Palabra de Dios, habíamos llegado a la casa que el Verbo de Dios, Jesucristo, se había creado: la Iglesia, nuevo Pueblo del Señor. En esta casa se celebra constantemente el misterio de Cristo, la riqueza inagotable que surge de la Pascua nueva y eterna, vida exuberante. El Señor nos concede, de este modo, celebrar un año más el nacimiento del Salvador, la Navidad hermosa y sencilla. Es una celebración de los de casa, pero no la queremos sólo para nosotros: es para todos los hombres y mujeres. Es demasiado grande para que se agote, si la compartimos. Es más, cuantos más la vivan y la gocen, más riqueza muestra y más grande se hace.

Pero en esta casa no se celebra la Navidad como si no tuviera que ver con los demás misterios de la vida de Jesús, como si olvidáramos el misterio fundamental, el misterio pascual, que ha vencido a nuestros enemigos verdaderos: el pecado y la muerte. No es para momentos aislados, noches mágicas, que se nos escapen como el tiempo que pasa con increíble rapidez. No. Podemos gozar la Navidad tranquilamente, envolviéndonos en su luz y su gozo sencillo. El Niño que nace nos habla de amor inenarrable de Dios por la humanidad, sin excluir a nadie. De un Niño que comienza su andadura humana, metido en la entraña de nuestra historia, al que no le es ajeno nada de lo que sucede a los seres humanos. Es de los nuestros, y actúa no según los parámetros que estamos acostumbrados a ver en los hombres y mujeres: lo podemos denominar una existencia para los demás, una confianza infinita en Dios Padre, una aceptación de personas de toda condición, a quienes valora no por lo que tienen, sino por lo que son.

Es Navidad, cuando vio la luz Jesús de Nazaret, que poco a poco fue manifestándose en la carne: a los pastores, a los Magos, a Herodes, a Simeón y Ana; cuya vida pequeña guardó su Madre con amor inefable, y más tarde Juan Bautista anunció, al comenzar su tarea ya adulto. Los comienzos de Jesús los vivimos a partir del final de su vida y ministerio: la luz pascual proyecta su claridad sobre los momentos del nacimiento, apenas percibidos por el gran público, aunque hoy sean bien conocidos, al menos en su conjunto. Belén, Jerusalén, el lugar del nacimiento (el pesebre) en el sitio común al que habían llegado María y José en la ciudad de David, el acercamiento de los pastores, la venida de los Magos. Unos textos pasados por la experiencia de la historia santa de Israel, de su manera de comprender la revelación de Dios, contenida en la Escritura Santa. Narraciones que no son historias bonitas o ejemplares, sin base en la vida del Pueblo que habita en la casa que el Verbo de Dios se edificó.

Es la Navidad del Verbo de Dios. Por eso los que habitan y forman parte de esa casa predican la Palabra de Dios. Saben que «la fe nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra acerca de Cristo» (Rm 10,17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos lo esencial cristiano (el kerigma, en griego: «?????µa»), o sea el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: «El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. ¡Arrepentíos! Y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Algo precioso, único, irrepetible. Gozad de la Navidad. El Padre de los cielos nos ama. ¡Feliz Navidad!