Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Vivir con convicción

15 de febrero de 2009


Publicado: BOA 2009, 13.


En muchas ocasiones he pensado que un católico puede vivir su fe de un modo razonable y que, aunque acepta su fe como un don de Dios, no necesita siempre estar viendo que lo que le diferencia de otras personas no cristianas, agnósticas, ateas o simplemente que organizan su vida «como si Dios no existiera», son los principios de su fe. Quiero decir que, sin prescindir de su fe, puede discutir las diferencias con los no “religiosos” partiendo simplemente de su modo de entender el ser humano y, por tanto, de entender la vida y tantas cuestiones en las que los hombres discrepan.

Siempre me ha parecido, por ello, poco razonable la creencia interesada de que los obispos, por ejemplo, u otros católicos discrepamos de medidas, pronunciamientos, programas o leyes llevadas y aprobadas por el Parlamento sólo porque nosotros pertenecemos a la Iglesia católica, que no ha evolucionado y no se pone al día. Rotundamente no. Nuestra fe tiene unos principios, sin duda, muy concretos, que nosotros aceptamos, pero nuestras discrepancias no son políticas, son antropológicas. Por eso no creemos que haya partido político alguno que se identifique con el Evangelio.

Ahora bien, ¿qué hacer cuando en temas concretos, como pueden ser el aborto, la eutanasia o la manipulación de células embrionarias, los católicos se han esforzado por defender el rechazo de esos despropósitos, utilizando los modos democráticos de un Estado de derecho, las manifestaciones y acciones a su alcance, pero el Gobierno consigue una mayoría parlamentaria y el Parlamento aprueba leyes que despenalizan esas prácticas porque las considera «derechos de la mujer» o «derecho a morir “dignamente”»?

Seguir esforzándose, por supuesto, para que se vea lo poco razonables que son esas posibles leyes, sin desaprovechar la ocasión para hacer ver la trampa que esconden, y mostrar por qué no son razonables semejantes leyes. Pero hay que hacer más: tener una postura coherente y no aceptar ese modo de proceder en la propia conducta, aunque lo haga la mayoría. En muchas ocasiones de la historia de la Iglesia, sus hijos no han actuado como la mayoría y han mantenido sus convicciones, aunque no fueran comprendidas sus razones por quienes detentaban el poder.

En uno de los primeros escritos cristianos, la Didajé o “Doctrina de los Doce Apóstoles”, se dice claramente, en el segundo mandamiento de esta Doctrina: «No matarás, no adulterarás, no corromperás a los jóvenes, no fornicarás, no robarás, no practicarás la magia ni la hechicería, no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién nacido, no codiciarás los bienes de tu prójimo». Es interesante también lo que dice la Carta a Diogneto, V: «(Los cristianos) se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no dejan abandonados a los que les nacen». Es un escrito cuya redacción se sitúa probablemente del siglo II.

Está claro: hay leyes que no deben aceptarse, aunque supongan dolor e incomprensiones. Hemos hecho lo razonablemente posible para que no fuera así. Pero la nuestra no es una lucha política contra el Estado, como no lo fue la de los primeros cristianos contra el Imperio Romano. Ellos, como nosotros, queremos convertir los corazones, no ganar elecciones o tener mayorías. La vida coherente convence, como la no aceptación de lo que va contra las convicciones de nuestra vida. ¿Renunciar, entonces, a actuar los cristianos en la vida pública? No, en absoluto, pero participar en ella desde una convicción y una vida acorde al Evangelio, que convenza, que no sea dualista.