Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Jesús, después de ayunar... tuvo hambre

1 de marzo de 2009


Publicado: BOA 2009, 79.


Estamos en Cuaresma. Este domingo, la Santa Misa cambia el decorado de la liturgia. No se trata de un cambio de escenario, como si de un espectáculo se tratara. Es algo más profundo. Interesa, en efecto, que sepamos qué es la Cuaresma. ¿Intentamos en estos días tener a Dios propicio a nosotros, como si nuestro Señor fuera un ídolo al que hay que complacer? Rotundamente no. Tampoco es que nos venga bien para la tranquilidad de nuestro espíritu una vida más sosegada, menos consumista, más sobria, para encontrar unas energías más positivas. Eso está muy bien, pero encierra, en el fondo, una dificultad para un cristiano: no responde a lo que Dios quiere de nosotros y, en consecuencia, no trae la felicidad ni la paz; son actividades que apenas afectan a la interioridad de las personas.

La Cuaresma es sencillamente un tiempo fuerte del año que se apoya en dos pilares sólidos. Uno es la contemplación de la Pascua de Cristo, es decir, la corriente de vida que llega hasta nosotros con la conmemoración de la entrega de Cristo hasta su muerte y sepultura, y su gloriosa resurrección y ascensión a los cielos. Pero —y este es el segundo pilar— no de un modo teórico, sino activo: por la participación de los fieles en esa Pascua a través de la penitencia personal y comunitaria y de la participación en los sacramentos pascuales, los de la Iniciación cristiana, haciendo memoria del Bautismo y la Confirmación, y celebrando más frecuentemente la Eucaristía, con un subrayado especial del sacramento de la Reconciliación. En este tiempo la Iglesia, como pueblo sacerdotal, tampoco puede olvidar su obligación de orar por los pecadores que en ella estamos y cuantos en todo el mundo quebrantan los grandes principios de la vida de los humanos en guerras, violencia, terrorismo, egoísmo que cierra la puerta de los bienes de este mundo a los más pobres, asesinatos, extorsiones, injusticias, desamor.

En la Cuaresma hay un aprendizaje del misterio pascual, necesario para nosotros y la vida del mundo. Cristo es el protagonista de la Cuaresma. Su vida es camino seguro para nosotros. Cristo tentado, vencedor del demonio, que sigue existiendo, y del pecado; Cristo transfigurado que nos muestra la victoria; Jesús, que da el agua viva que quita la sed; que da luz al ciego y resucita a Lázaro; Jesús, que entra como Mesías, el Amado y Ungido por el Padre, en la ciudad santa de Jerusalén. Los pasos de nuestra marcha hacia la Pascua son la oración, la limosna, el ayuno. Pero también leer y escuchar con más frecuencia la Palabra de Dios en la Escritura Santa, para ser discípulos y misioneros.

Benedicto XVI ha escrito una hermosa carta para esta Cuaresma . Léanla. No es difícil encontrarla y se tarda muy poco en hacerlo, pues es corta y sustanciosa. Habla del ayuno, una de las tres prácticas cuaresmales a las que la tradición cristiana confiere un gran valor para disponernos mejor a la celebración de la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios. Del tratamiento que el Santo Padre hace del ayuno, subrayo sólo dos cosas. Una. Privándonos de algo que en sí es bueno y útil para nuestro sustento, el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que conduce a él; es así un medio para recuperar la amistad con el Señor. Una terapia, pues, para curar todo lo que nos impide conformarnos a la voluntad de Dios.

Pero hay más: el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos, nos da el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre. Ese fue y debe ser el estilo de la comunidad cristiana, que debe invitar a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se recoge. Redescubramos esta práctica y promovámosla en Cuaresma.