Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Una cuestión que atañe a todos

8 de marzo de 2009


Publicado: BOA 2009, 81.


Cuando conseguimos una gran amistad, entrar en contacto con una persona que nos enriquece, recordamos sin duda todos los pormenores del momento en que nos conocimos y entablamos las primeras conversaciones con ella. Algo así es poder asistir cada año a la celebración del misterio pascual de Cristo, pues en ella se trata de conmemorar, esto es, hacer nueva, la vida que el Señor nos concedió por pura gracia de Dios. La amistad con Jesucristo nos honra y ha valorizado nuestra vida hasta límites insospechados: nos ha sucedido algo inesperado y grandioso, sin merecerlo. La sensación de plenitud nos desborda. La Cuaresma es justamente el tiempo en que los ya bautizados, que tenemos la vida resucitada de Cristo, volvemos a vivir con fuerza todo lo que esto supone. Los no bautizados preparan, por su parte, la recepción de este gran don. Y lo hacemos en una dramatización de la vida, muerte y resurrección de Cristo que nos conmueve: el misterio pascual en la Semana Santa.

No hace mucho tiempo que en el lenguaje común de la Iglesia hablamos de «Iniciación cristiana», es decir, ese don que recibe la persona humana por mediación de la Madre Iglesia, en el que el ser humano renace en Cristo por el agua y el Espíritu Santo, de manera que el hombre y la mujer realicemos nuestra vocación de hijos de Dios en Jesucristo, su Hijo, en medio del mundo, como miembros activos de la Iglesia. Pero cada vez más hemos de hablar de esa Iniciación y de los sacramentos pascuales que la realizan (Bautismo, Confirmación y Eucaristía), de manera que toda la catequesis tiene que tener como clave esa Iniciación: cuándo comienza, cuándo acaba, cómo iniciarla, cómo terminarla —no la terminamos nunca, pues nunca dejamos de crecer como cristianos—, qué momentos, en qué edad ha de hacerse, y qué itinerarios y contenidos ha de tener la Iniciación de los hijos de la Iglesia.

Durante tres días, en Villagarcía de Campos, obispos, vicarios y arciprestes de Castilla hemos culminado una reflexión, iluminación y ayuda mutua entre nuestras diócesis, en un ejercicio de comunión estupenda, que nos ha llevado tres años . Ha merecido la pena, pues, desde la preocupación por la transmisión de la fe en el primer anuncio, pasando por la mediación de la “iglesia en pequeño” que es la familia cristiana y de la Iglesia familia y seno que engendra en Cristo nuevos miembros, hemos trabajado en diseñar itinerarios diferentes para la Iniciación cristiana, teniendo en cuenta las distintas situaciones de nuestra gente; que la sociedad no es ya uniforme, sino que vive en circunstancias muy cambiantes.

Tradicionalmente una pareja se casaba, tenía un hijo, que pronto era bautizado de párvulo; pasados unos años era confirmado y hacía su primera comunión; más tarde, la Confirmación ha seguido a la primera Eucaristía, pues “lo normal” era que los jóvenes llegaran a confirmarse con 16/18 años. Hoy ya no es así: hay personas que no fueron confirmadas “en su edad” y, al casarse, se les ha ofrecido la Confirmación, que han aceptado con una preparación diferente. Hay niños no bautizados en edad escolar y no pueden llegar a ser cristianos a la manera de un párvulo. Aparecen casos de adultos no bautizados que piden el Bautismo. ¿Haremos en este caso lo mismo que cuando unos padres quieren que su hijo de pocas semanas o meses sea bautizado? ¿Separaremos los tres sacramentos de Iniciación para ser cristianos como hacemos cuando un niño es bautizado de bebé?

Esas situaciones nos impulsan a ser audaces y a diferenciar los momentos y los casos, pero siempre a ofrecer la gracia de Dios más grande, que es el nacimiento a la nueva vida del Cristo glorioso y resucitado, la plenitud del Espíritu y la celebración dominical donde podamos encontrarnos con Cristo en la Eucaristía. ¿Lo lograremos? Es tarea de toda la comunidad diocesana.