Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Algo muy personal

15 de marzo de 2009


Publicado: BOA 2009, 83.


En numerosas ocasiones, cuando contemplamos el panorama de la falta de vocaciones para el ministerio sacerdotal que necesitan las comunidades cristianas en nuestra Diócesis, surgen personas que quieren ofrecer lógicamente sus soluciones: los curas deberían ser casados; los laicos deben implicarse más y hacer más cosas en la parroquia; habría que ordenar a varones probados ya casados. También se apunta, como solución, que las mujeres pudieran acceder al ministerio ordenado como hacen los cristianos anglicanos y otras iglesias salidas de la Reforma. Hay que reconocer que hay preocupación por este problema, sin duda.

Pero siento en mi interior que no está en reflexiones/soluciones como éstas la manera adecuada de abordar el tema, en el que, además, se mezclan con frecuencia muchas cosas. Yo leo la Escritura y en ella aparece una contemplación del ser humano, hombre y mujer, muy concreta, pues tenemos una originalidad: cada uno de nosotros es único, y el misterio de la identidad personal es clave de comprensión. Y esa identidad personal, además, no puede entenderse sin una llamada que Dios hace a cada uno para una misión personal.

Los relatos vocacionales del Antiguo Testamento subrayan que, cuando llama a individuos concretos, Dios los habla porque les encomienda una misión: Ese es el caso de Moisés (Ex 3,1-4), Gedeón (Jc 6,1-6.11-24), Samuel (1S 3,1-4,11), Jeremías (Jr 1,1-10), Isaías (Is 6,1-13). Son relatos impresionantes, pues tienen además que ver con el desarrollo histórico de Israel, el Pueblo de Dios. Se trata de un Tú (Dios) que llama a un yo personal humano, y que hace de los llamados por Dios, a partir de ese momento, personas con un sentido en su vida.

Este es el caso de san Pablo; cuando éste se encuentra con Cristo vivo, resucitado, la vida del Apóstol encuentra su sentido, la razón de su identidad: es hijo de Dios, miembro del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es apóstol y enviado a prolongar la misión de Jesús. Y desde ahí se entiende su persona. Pero nosotros no estamos acostumbrados a educar así a nuestros hijos, a nuestros niños, en la escuela católica o en la catequesis. La relación/religación con Dios nos parece que es algo artificial, que poco tiene que ver con mi ser personal. A lo más que llegamos es a exhortar de manera moralista a tener en cuenta a Dios, a subrayar este o aquel valor, a suplicar una exigencia ética.

No ponemos a cada niño, adolescente, joven, cara a cara con Dios, con Jesucristo, que es quien llama y hace personas. No damos importancia al acompañamiento de la persona que ha de responder a la llamada de Cristo. Así no puede haber vocación. Pero si este encuentro con Cristo vivo existe, me da igual el número de los que respondan; uno solo es capaz de mover corazones. Doce apóstoles y una comunidad pequeña cambiaron el mundo en los inicios de la fe cristiana. Eso es lo que necesitamos, porque la obra de salvación la hace Cristo con quien se deja alcanzar por su gracia y deja actuar al Resucitado.

Pero tenemos miedo a Dios, como si Cristo no diera la felicidad; somos poco valientes, poco audaces y hacemos componendas como si estuviéramos en tiempos de cristiandad y los sacerdotes salieran de las piedras, o el sacerdocio fuera una forma de ganarse la vida. Apóstoles por gracia de Dios, no por cálculos humanos, márketing espiritual o conveniencias acomodaticias, según la moda. Cada uno de los que reciben la llamada a ser sacerdote, en su persona recibe una fuerza transformadora de la vida y una misión que alcanza a toda la persona. Rezad a Dios, en el día del Seminario, para que nos mande estas vocaciones.